– ¿Y cuál es la conexión entre los Rosenberg y Dorothy y Lee? -pregunté.
Rusty miró alrededor con inquietud, temeroso de que alguien pudiera oírlo y lo involucrase en el asunto.
– Eran amigos, muy buenos amigos. Los Jackson no son comunistas, aunque sí han coqueteado un poco con la política a lo largo de su vida. Pero no son rojos, en absoluto. Creo que más bien tiran al rosa pálido. Les gusta explorar y descubrir cosas, pero son demasiado inconstantes para meterse en algo hasta el fondo. Los dos tienen un pasado movidito, y si Joe McCarthy empieza a hurgar, están acabados. No le resultará difícil destapar ese pasado. Tiene espías por todas partes. Ya lo verás. Y también a nosotros acabarán llamándonos, es sólo cuestión de tiempo.
Me pregunté si mi ciudadanía francesa me protegería de las pesquisas del Comité de Actividades Antiamericanas. La verdad es que el pasado movidito de los Jackson no era nada comparado con el mío. Aunque nunca me haya implicado mucho en política -pues he visto lo pasajero que es cualquier movimiento en ese sentido-, no podía negar haber contemporizado con otras formas de Estado durante mi larga existencia. No tenía miedo de lo que se nos venía encima, pero me preocupaba que tantas personas perdieran su trabajo e incluso su vida por el fanatismo de un oportunista.
– ¿Vas a acompañarlos? -pregunté-. ¿Irás con los Jackson a Washington? Ya sabes, para brindarles tu apoyo moral.
– ¿Me tomas el pelo? -Soltó un bufido de irritación-, ¿No crees que ya tengo suficientes problemas para que además me tachen de rojo?
– Pero son tus amigos -protesté-. Deberías mostrarles un poco de solidaridad ante el Comité, aunque sea peligroso. Tienes una posición de responsabilidad. Si sales a declarar y dices que son inocentes, entonces…
– Escucha, Matthieu -dijo con frialdad, poniéndome una mano en el brazo y obviando el diminutivo por primera vez en toda la velada-. Nada en el mundo me hará coger un avión y volar a Washington en los tiempos que corren. Y por mucho que insistas, no voy a cambiar de opinion, asi que no pierdas el tiempo.
Me sentía decepcionado; si ésa era la manera en que trataba a sus viejos amigos, a quienes conocía desde hacía tanto tiempo, ¿qué podía esperar yo de su lealtad? En ese momento acabó nuestra amistad.
– No esperes verme mucho estos días -dije mientras me zafaba de su brazo-, porque, si tú no vas a Washington a apoyarlos, yo sí pienso ir. -Y me alejé de él lo más rápido que pude.
Dorothy y Lee ya estaban testificando cuando llegué a la Cámara. La noche anterior habíamos cenado juntos y habíamos hecho enormes esfuerzos para no mencionar el interrogatorio del día siguiente. Nadie habló de Rusty -sospeché que habían tenido una discusión con él antes de abandonar California-, pero su espíritu se cernía sobre nosotros anunciando los problemas que nos esperaban. Stina intentó aligerar la conversación y contó lo duro que era cubrir los premios escolares para su cadena de televisión local, pero estábamos deprimidos y bebimos mucho para disimular los constantes silencios.
La mañana siguiente me quedé dormido -algo muy raro en mí- y no llegué a la Cámara hasta pasadas las once, una hora y media después de que hubiera empezado la sesión. Por fortuna sólo hacía unos minutos que habían llamado a declarar a mis amigos, de modo que no me había perdido mucho. Aun así, me maldije entre dientes, pues estaban de espaldas y no podían ver que había llegado para apoyarlos.
– Es una comedia de televisión -estaba diciendo Lee cuando me senté junto a una mujer gorda que comía caramelos de menta produciendo un molesto ruido-. Nada más que una comedia. No hay doble sentido.
– ¿Afirma ante este comité que no introdujo ningún aspecto de su personalidad ni de sus creencias en los personajes de… El show de Buddy Rickles?
El interrogador era senador por Nebraska, un hombre enjuto y pálido que tenía que consultar un papel para asegurarse de que no se equivocaba con el título del programa. Sentados a una pesada mesa de roble había doce hombres. Las secretarias iban y venían entregándoles notas o informes con datos relevantes. El senador McCarthy, un hombre gordo y abotagado, se hallaba sentado en el centro del grupo y sudaba copiosamente a causa de los focos y las cámaras que lo rodeaban. Apenas era consciente de la presencia de Dorothy y Lee; estaba absorto en un ejemplar del Washington Post y de vez en cuando negaba con la cabeza como si mostrara su desacuerdo con algo que leía en el periódico.
– Es posible que de forma inconsciente, sí -repuso Lee con cautela-. Lo que quiero decir es que cuando uno escribe…
– O sea, que usted admite estar difundiendo sus creencias personales en un programa de televisión que ven millones de personas todas las semanas. ¿Lo admite?
– Yo no lo llamaría creencias -contestó Dorothy-. Estamos hablando de un programa de televisión donde el mayor dilema en que se encuentran los personajes es si cambiarán de coche o si contratarán a una mujer de la limpieza dos días a la semana. Estamos hablando de una comedia, insisto, no del Manifiesto comunista.
Torcí el gesto, y me pareció que Dorothy también hizo una mueca de contrariedad al darse cuenta de que había escogido el peor ejemplo para defender su razonamiento. El senador de Nebraska le lanzó una mirada feroz, sin duda calibrando si debía esperar a que ella se retractara o si había llegado el momento de lanzarse al ataque. Al final decidió atacar.
– Así que admite haber leído el Manifiesto comunista, señora Jackson.
Mientras ella cavilaba una respuesta centellearon los flashes de las cámaras.
– También he leído la Biblia -repuso, midiendo sus palabras-. Y la Constitución de Estados Unidos. ¿Y usted? ¿Lo ha leído?
– Por supuesto.
– Leo mucho -prosiguió Dorothy-. Soy escritora. Me encantan los libros.
– ¿Diría que le encanta el Manifiesto comunista en particular?
– Claro que no, sólo quería decir…
– ¡Señora Jackson! -tronó de repente la voz del senador McCarthy, y todas las miradas se volvieron hacia él. Era sabido que mostraba muy poca paciencia con sus testigos y últimamente, desde que los procesos se retransmitían por televisión, estaba perdiendo el poco prestigio que le quedaba-. Por favor, no haga perder el tiempo a este comité repasando sus sin duda bien provistas estanterías. ¿Es cierto que trataba a Julius y Ethel Rosenberg y que conspiró con ellos a fin de derrocar el gobierno legítimo de Estados Unidos, y que si no fuera por la falta de pruebas, usted y su marido habrían corrido la misma suerte que ese par de traidores?
– En los últimos tiempos no parece que la falta de pruebas constituya un motivo de exculpación, senador -replicó Dorothy con aspereza.
– ¡Señora Jackson! -rugió McCarthy, haciéndome dar un respingo-. ¿Tenía amistad con Julius y Ethel Rosenberg? Conteste. ¿Es verdad que asistieron a su fiesta para hablar del modo en que se podría…?
– ¡No hablamos! -gritó ella para hacerse oír-. Estaban allí, pero no éramos amigos íntimos. Apenas los conocía. Aunque, dicho esto, no hay pruebas concluyentes de que…
– ¿Es usted miembro del Partido Comunista? -contraatacó McCarthy; había llegado el momento en que entraba a matar.
– No -repuso ella con actitud desafiante.
– ¿Ha sido alguna vez miembro del Partido Comunista? -preguntó el senador en el mismo tono.
Esta vez Dorothy titubeó.
– Nunca he sido miembro del Partido Comunista -dijo con cautela.
– Pero ¿admite haber asistido a sus reuniones, haber leído sus libros? Y ha difundido sus terribles ideas para corromper a los jóvenes de Estados Unidos en un mome…
– No fue así -gimió ella, empezando a desmoronarse, pues se había metido en un callejón sin salida y todos los presentes lo sabíamos. Nunca había sido miembro del partido, eso era cierto, pero conocía su organización al dedillo y había leído su manifiesto.