– ¡Cielo santo! -exclamó ella, y sus carcajadas retumbaron en la habitación-. ¡No me digas que también sabes dibujar!
Después de esa noche vi a Constance todos los días, y fue ella quien me convenció de no invertir en las películas de Chaplin, cuyo trabajo me había impresionado casi tanto como me había aburrido su egolatría.
– Le he oído hablar de sus proyectos en otras ocasiones me contó-. Ya sabes, cuando se emborracha y se pone a filosofar a lo Alejandro Magno. Conquista el mundo antes de los treinta años, etcétera. A él se le ha pasado la edad, claro. No dudo que llegará el día en que trabajará solo, pero exprimirá sin compasión a cualquier inversor que consiga. A Charlie no le interesa nadie que no sea tan célebre como él, ¿sabes? La fama es lo único que le importa. Seguro que un psicólogo lo vería como un problema, ¿no crees? Te sacará hasta el último centavo y, aunque cabe la posibilidad de que a cambio te enriquezcas, no tendrás ningún control sobre lo que hace con tu dinero. No serás más que un banco con pretensiones, Matthieu. El Banco de Ahorros y Préstamos de Chaplin, y se acabó.
Para mi gran alivio, Charlie no me pidió que invirtiese en sus ideas, aunque no dudo que habría aceptado cualquier oferta por mi parte. A lo largo de ese año mantuvimos una relación de amistad, si bien algo distante, debido a que nuestro vínculo era Amelia, a quien Constance no dejaba ni a sol ni a sombra.
– Es un hombre libidinoso -me contó Constance en otra ocasión-. Va de flor en flor. Me sorprende que todavía siga con ella. Por eso quiero estar cerca cuando la deje. Pronto cumplirá dieciocho años, y supongo que entonces se la quitará de encima.
A esas alturas la atracción que sentía por Constance había aumentado a tal punto que creí haberme enamorado. Ella no tenía otra vida sentimental que la que compartía conmigo, si bien estaba claro que las declaraciones de afecto mutuas no iban con ella. Cuando, llevado por la pasión, exclamaba «¡Te quiero!», Constance respondía con frases como «Qué mono eres» o «Te agradezco que me lo digas». No era una mujer fría -de hecho, podía saludarme cariñosamente cuando la recogía para llevarla a cenar o a un espectáculo-, pero desconfiaba de las declaraciones amorosas o de cualquier muestra de afecto en público. Me acostumbré a pasar la noche en su apartamento y llegué a plantearme dejar mi casa, que de todos modos era demasiado grande para mí, e irme a vivir con ella, pero Constance me lo quitó de la cabeza.
– No quiero sentirme como si ya estuviéramos casados -me dijo-, como si no hubiera vuelta atrás. Saber que tienes tu propia casa me da seguridad.
También yo había pensado en eso; incluso me había planteado pedirle que se casara conmigo, pero había tropezado demasiadas veces con la misma piedra, y con resultados muy desiguales, y era reacio a ver fracasar otra relación y destruirse otra amistad. Hablamos de nuestros respectivos pasados con bastante detalle, aunque me aseguré de que mi vida romántica no pareciera remontarse más allá de principios de siglo. Siempre he pensado que es mejor no aburrir a la gente contándole mi proceso de envejecimiento, pues sospecho que dejaría de importarles como persona y pasaría a interesarles como fenómeno.
– Nunca he estado casado -mentí-. Sólo hubo una mujer con la que realmente quise casarme, pero al final no pudo ser.
– ¿Te dejó por otro?
– Murió. Hubo… problemas. Éramos muy jóvenes. Fue hace mucho tiempo.
– Lo siento. -Constance desvió la mirada; no estaba segura de que yo buscase consuelo, y mucho menos de que ella fuera la persona indicada para dármelo-. ¿Cómo se llamaba?
– Dominique -murmuré-. Da igual. No me gusta hablar de ella. Dejémoslo…
– ¿Y no ha habido nadie más? ¿No te has enamorado desde entonces?
Solté una risita.
– Bueno, ha habido otras, claro. He perdido la cuenta de las mujeres con las que he estado, y por alguna he sentido algo más intenso, algo parecido a lo que sentía por Dominique. Como tú, por ejemplo.
Asintió con la cabeza; encendió otro cigarrillo y, al dejar escapar el humo por la nariz, desvió la vista. La observé, pero eludió mi mirada.
– ¿Y qué me dices de ti? -le pregunté al fin, para romper el silencio-. ¿Cuándo vas a contarme algo de tu maravilloso pasado?
– Pensaba que a los caballeros no les interesaban las mujeres con pasado -dijo esbozando una sonrisa-. ¿No es eso lo que se inculca a las jovencitas? ¿No se les aconseja que se conserven puras y virginales para sus maridos?
– Créeme, no soy quién para hablar de eso -reconocí, sonriendo también-. No puedes imaginarte hasta dónde se remonta mi pasado.
– La verdad es que no he tenido ninguna relación -declaró tras titubear un instante-. Al morir mis padres, dejaron a Amelia a mi cuidado, y durante los últimos años me he ocupado de ella. Aquí conocía a algunas personas, y mis padres nos habían dejado este apartamento, de modo que nos pareció una buena idea quedarnos. Entonces Amelia conoció a Charlie y parece que desde ese día no he representado otro papel que el de carabina. A veces tengo miedo de que, a los veintidós años, lo mejor de mi vida haya pasado. Me siento como una de esas tías solteronas de las novelas que Amelia suele leer. Ya sabes a qué me refiero: una muchacha viaja a Italia, allí conoce a un joven semidiós romano y, cuando éste le afloja el corsé, la correcta y formal carabina, a unos pasos de distancia, chasquea la lengua en señal de desaprobación.
– No eres ninguna tía solterona -declaré-. Eres probablemente la más…
– Por favor, nada de halagos -me interrumpió mientras apagaba el cigarrillo a medio fumar en el cenicero. Se puso de pie y se acercó a la ventana-. No tengo problemas de autoestima, gracias.
– ¿Te gusta vivir en California? -pregunté al cabo de un rato.
Empezaba a elaborar un plan para llevármela lejos de allí, para apartarla de esa gente anodina que ya me tenía harto. Mirara donde mirase, a todo el mundo le obsesionaba lo mismo: la fama, las películas, un puñado de famosos y cómo arrimarse a alguno de ellos en una fiesta.
– ¿Por qué no debería gustarme? -contestó con indiferencia-. Tengo todo lo que necesito: amigos, una casa, a ti…
– ¿Qué te parecería si hacemos un viaje? Por ejemplo, un crucero; quizá por el Caribe.
– Me encantaría. ¿Podría ponerme la ropa que me apeteciera y no llevar maquillaje? ¿Y dedicarme a leer en lugar de a mirar?
– Lo que quisieras. -Sonreí-. ¿Qué te parece? Podríamos partir mañana mismo. O dentro de diez minutos.
Por un instante pensé que la había convencido, pero de pronto se le ensombreció el rostro, hundió los hombros y supe que no iríamos a ninguna parte. Su mirada denotó una profunda decepción.
– ¿Y qué hago con Amelia? No puedo dejarla.
– Es lo bastante mayor para cuidarse -protesté-. Además, tiene a Charlie.
– Sabes perfectamente que no es verdad, ni una cosa ni la otra -replicó fríamente.
– Escucha, Constance -me levanté y la cogí por los hombros-, no puedes pasarte la vida preocupándote por tu hermana. Tú misma has dicho hace un momento que tienes miedo de que tus mejores años hayan pasado ya. No dejes que eso ocurra. ¡Vamos, si cuando te hiciste cargo de Amelia eras más joven de lo que ella es ahora!
– Sí, y fíjate lo mal que lo he hecho. A punto de cumplir los dieciocho años y no es más que el juguete de una estrella de cine multimillonaria que casi le dobla la edad y que, en cuanto se canse, la dejará tirada como una colilla.
– Eso no lo sabes.
– Claro que lo sé.
– Quizá la quiere de verdad.
– Quien la quiere soy yo, Matthieu, ¿no lo entiendes? Y mientras no esté segura de que es capaz de cuidar de sí misma no pienso apartarme de ella. Puede que no falte mucho. Cuando rompa con Chaplin, lo pasará mal pero saldrá fortalecida. Si sobrevive a eso, logrará sobrevivir a lo que sea. Sé de qué hablo, créeme.