– ¡Sí que ha sido miembro del Partido Comunista! -gritó el senador McCarthy como si ella acabara de admitirlo. Golpeó la mesa y por unos instantes el intercambio de palabras entre ambos fue ininteligible, porque gritaban al mismo tiempo y cada vez más fuerte.
– Nunca he dicho que…
– Actuó de forma cruel y despiadada…
– Es más, cuestiono todo…
– Es indudable su vinculación a…
– No creo que esté obligada a…
– Usted representa todo lo que…
La sesión concluyó de forma caótica. Al final unos guardias se llevaron a los Jackson de la sala por una puerta trasera. El senador de Nebraska llamó al siguiente testigo y la turbulenta sesión prosiguió.
Después de ese día los acontecimientos se precipitaron. Lee y Dorothy pasaron a formar parte de la lista negra y se les prohibió trabajar en el mundo del espectáculo. Tuvimos que contratar a dos guionistas nuevos, pero de todas maneras el programa había perdido fuelle y cuando empezaron a investigar a Buddy Riggles no tuvimos más remedio que retirarlo de la programación.
A los dos meses, Lee y Dorothy se habían separado. Lee empezó a salir con la hija de un magnate de la industria del papel y, tras divorciarse y casarse de nuevo, acabó consagrando su vida a este negocio. Dorothy nunca superó los traumáticos años de la caza de brujas. A tal punto se había acostumbrado a ser el centro de atención, que su exilio forzado de la sociedad le supuso un duro golpe. Stina y yo la veíamos a menudo, pero éramos los únicos amigos que le quedaban. A todos los que seguían trabajando en el cine y la televisión les aterrorizaba relacionarse con quienes figuraban en la lista negra y no se habían marchado a Europa en busca de sistemas de gobierno más tolerantes.
Cuando al fin se suprimió la lista negra, Dorothy estaba alcoholizada y era una sombra de la que había sido. Después de abandonar Estados Unidos perdí el contacto con ella. Siempre que pensaba en mi antigua amiga la imaginaba en un hogar de ancianos, perfectamente maquillada, bebiendo y escribiendo todo el día, y maldiciendo a McCarthy y Rusty Wilson por lo que le habían hecho. Poco después de que El show de Buddy Rickles desapareciera de la programación, Rusty se retiró de la NBC con una buena gratificación y cayó en el olvido.
Stina y yo vivimos en California unos años más, incluso después de que yo dejara la televisión. Viajábamos mucho, pero allí teníamos nuestra casa y éramos felices. Todo cambió al estallar la guerra de Vietnam. Stina volvió a obsesionarse con sus tres hermanos muertos y una vez más se convirtió en una ferviente pacifista. Viajó por todo el país haciendo campaña contra la guerra y finalmente perdió la vida en una manifestación en Berkeley, cuando saltó temerariamente delante de un vehículo del ejército para detenerlo. Su muerte puso fin a dos décadas de dicha. Apesadumbrado, hice las maletas y abandoné California.
Esta vez decidí volver a Inglaterra y disfrutar de una vida ociosa. En los años setenta y ochenta viví en la costa del sur, cerca de Dover, y pasé muchos días felices recorriendo sus calles y reviviendo mi juventud, aunque la ciudad había cambiado mucho en los últimos doscientos años. Por curioso que parezca, me sentía en casa. Fue entonces cuando me enteré de que mi sobrino Tommy, apenas un adolescente, había alcanzado la fama como actor de telenovelas. A principios de los noventa empecé a necesitar un cambio, como suele ocurrirme cada dos o tres décadas, y en 1992 me mudé a Londres sin saber lo que me depararía el futuro. Por el momento alquilaría un pequeño apartamento en un sótano de Piccadilly, pues no quería atarme demasiado a la ciudad, y luego ya vería. Y, sin darme cuenta, un buen día me encontré de nuevo metido en el mundo de la televisión y decidí fundar un canal vía satélite.
Y ésta ha sido mi vida durante los últimos siete años.
24
Esperé a que Tomas se fuera a la calle a jugar con sus amigos para poner al corriente a los Amberton. No me hacía mucha gracia tener esa conversación, así que entré en la casa con un nudo en el estómago. Nos sentamos a la mesa de la cocina; el fuego siseaba y crepitaba en la pequeña chimenea atiborrada de leña como si coreara los carraspeos y expectoraciones del señor Amberton. Referí el incidente protagonizado por Jack Holby. Al principio no fui muy pródigo con la verdad, pues no quería que contemplaran al herido Nat Pepys con una luz benévola y, por otro lado, deseaba revestir la figura de Jack de un tenue halo heroico. Amberton no dijo nada, y pareció prestar más atención a su whisky que a mí, mientras que su mujer suspiraba una y otra vez, y cuando llegué al momento del derramamiento de sangre, se llevó una mano a la boca, asustada. Al final la expresión se le descompuso y negó con la cabeza, como si hubiéramos atacado al mismo Dios.
– ¿Qué le pasará? -preguntó-. Es espantoso. ¿A quién se le ocurre pegar a Nat Pepys? ¡Al hijo de sir Alfred! -Para ella, Nat era tan importante como su padre, y el que un miembro de una clase inferior hubiera atacado a otro de una superior constituía un crimen horrendo-. De todos modos, nunca me he fiado de ese Jack Holby -añadió, y se sorbió la nariz antes de cruzar los brazos.
– No fue culpa suya -insistí, haciendo esfuerzos por no gritar pero consciente de que no había presentado debidamente el argumento de la defensa-. Se lo estaba buscando, señora Amberton. Nat Pepys lo provocó. Es un matón, un libidinoso y…
– Hay algo que no entiendo -me interrumpió-. ¿Cómo es que Jack defendió a Dominique? No sabía que la conociera tanto.
– Bueno, todos trabajamos juntos. En realidad no la defendió a ella, sino a mí.
Me miró a los ojos, desconcertada, y me vi obligado a aclarar:
– La verdad -tragué saliva antes de admitir ante aquellas buenas personas que había estado mintiéndoles durante un año- es que Dominique y yo no somos hermanos. De hecho, no nos une ningún parentesco.
– ¿Lo ves? Ya te lo decía yo -saltó Amberton en tono triunfal, y dio un golpe a la mesa de la cocina antes de esbozar una amplia sonrisa.
Su mujer lo mandó callar y me instó a que continuara.
– Pensamos que tendríamos más posibilidades de encontrar un trabajo juntos si decíamos que éramos hermanos. Cuando tuvimos la suerte de que nos acogieran en su casa el engaño ya había llegado demasiado lejos, y después de un tiempo pensamos que era mejor seguir así. Todo el mundo nos creía hermanos, de modo que no valía la pena desdecirse.
– ¿Y Tomas? -preguntó la mujer con un hilo de voz-. ¿Quién es? Ahora me dirás que lo recogiste en las calles de París, claro. Los tres tenéis el mismo acento. Los pobres inocentes como nosotros somos fáciles de engañar. -Estaba ofendida; en su tono se traslucía el orgullo herido.
– No. -Rehuí su mirada, muerto de vergüenza-. Es mi hermano… Bueno, en realidad medio hermano. Somos de la misma madre, pero de padres distintos.
– ¡Ja! -resopló-. ¿Y dónde está vuestra madre, si se me permite la pregunta? ¿Vive en el pueblo? ¿Trabaja en la mansión?
Tenía los ojos velados por las lágrimas, imaginé que más por Tomas que por mí. De pronto se me ocurrió que en todo el tiempo que llevábamos en Cageley apenas habíamos contado nada alos Amberton de nuestra vida, aparte de la mentira de los tres hermanos que viajaban juntos. Aunque, en honor a la verdad, tampoco los Amberton habían preguntado mucho más y habían acabado por aceptar nuestra versión.
Pero la verdad había acabado por salir a la luz. Sin apartar la vista del fuego, referí mis primeros años en París; les hablé de mi madre, Marie, y de la absurda muerte de mi padre, Jean; recordé al autor dramático que nos ayudaba dándonos un poco de dinero todos los meses; les hablé de cómo un niño había robado el bolso de mi madre un día que salía del teatro, y cómo a raíz de ese incidente había conocido al que sería su segundo marido y padre de Tomas, Philippe. Referí las pretensiones de creatividad que resultó tener Philippe, tanto en el escenario como fuera de él, y para concluir relaté la tarde fatal en que mató a mi madre de una brutal paliza y cómo yo había corrido en busca de ayuda. Después de describirles la ejecución de mi padrastro y nuestra partida de París, les conté mi encuentro con Dominique Sauvet en el barco de Calais y cómo habíamos vivido robando durante un año en Dover hasta que decidimos trasladarnos a Londres para probar fortuna. Por el camino los habíamos conocido a ellos, de modo que ya sabían el resto de la historia. Les ahorré el episodio de nuestro horrible encontronazo con Furlong, cuyo cadáver habíamos dejado pudriéndose entre la maleza; no tenía sentido añadir detalles escabrosos a una historia ya traumática. Tardé bastante en concluir mi relato, pero los Amberton me escucharon sin interrumpirme y, al final, guardaron unos minutos de respetuoso silencio.