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– Escúchame, Matthieu -dijo con una serenidad que yo estaba muy lejos de tener-. Ya no eres un niño, puedes tomar decisiones por ti mismo. Piensa en lo que voy a decirte: ésta es nuestra oportunidad, tuya, mía, de Tomas. Es la ocasión que siempre hemos buscado. Podemos hacerlo; Jack no es tu amigo; piensas que lo es, pero te equivocas de medio a medio. No le debes nada, de verdad.

Me eché a reír.

– No es cierto. Sí que es mi amigo. Mira lo que hizo por mí. Fue a la cárcel por evitar que yo corriera esa misma suerte. Si yo no le importara, no habría pegado a Nat.

– ¿Acaso crees que estaba defendiendo tu honor? -preguntó con los brazos en jarras. Abrió y cerró la boca varias veces como si dudara si seguir por ese camino-. ¿Piensas que lo que estaba en juego era tu honor? Pues te equivocas: era el mío. Jack defendía mi honor. ¡Abre los ojos, Matthieu!, ¡no entiendes nada!

Di un paso atrás, sorprendido. No entendía de qué me estaba hablando.

– ¿Tu honor? -musité frunciendo el entrecejo-. No… -De pronto caí y miré a Dominique azorado-. Pero ¿qué insinúas?

No respondió enseguida, sino que bajó la vista al suelo, avergonzada.

– Entre él y yo nunca ha pasado nada, por supuesto -aclaró al fin-. No he dejado que ocurriera. Ya sabes que te quiero a ti, Matthieu.

La cabeza me daba vueltas. Tuve ganas coger un caballo y marcharme de allí al galope, dejarlo todo atrás, Jack, Dominique, el dinero.

– Mientes -dije con tono cortante.

– Piensa lo que te dé la gana. Yo sólo digo que Jack Holby no es más amigo tuyo que mío, y que tiene algo que podemos tener nosotros, algo que podemos coger para luego marcharnos. Tú sabrás lo que haces. Por cierto, ¿dónde lo esconde?

Negué con la cabeza, aturdido.

– Espera. Espera un momento. Quiero saber a qué te refieres cuando dices que Jack defendió tu honor.

Suspiró y miró alrededor, secándose las manos en el delantal.

– No pasó nada. No tienes por qué ponerte así.

– ¡Dime lo que ocurrió! -grité.

– Pues a veces, cuando tú volvías a casa por la noche, Jack y yo charlábamos. Después de todo, vivíamos bajo el mismo techo. Lo veía más que a ti.

– ¿Qué pasó? -insistí.

– Yo le gustaba -repuso sencillamente-. Sabía que no eras mi hermano, se había dado cuenta, y así me lo dijo, y me preguntó qué había ocurrido entre nosotros, si éramos amantes.

Al oír esa palabra me dio un vuelco el corazón y esperé a que continuara sin apartar la vista de ella.

– Le dije que no -prosiguió-. ¿Qué ganaba con explicarle la verdad? Además, no era asunto suyo. Le dije que tú sentías algo por mí, pero que yo pensaba que la farsa de que éramos hermanos se acercaba bastante a la realidad.

Tragué saliva y noté que las lágrimas resbalaban por mis mejillas. No me atrevía a preguntarle si lo creía de verdad o sencillamente se lo había dicho para contentarlo. Y en el fondo, una parte de mí, la más infantil e inmadura, quería que Dominique reconociera que éramos amantes. El hecho de que lo hubiera negado ante Jack me dolía, y no sabía por qué.

– Bueno, ¿y qué hizo entonces?

– Intentó besarme. Pero lo rechacé. Podía traerme problemas, y además es un crío.

Reí para disimular la rabia que me provocaba su arrogancia. Jack era mayor que yo -y que Dominique-, por lo que el hecho de que hubiese sido rechazado de ese modo me sacaba de quicio. Estaba hecho un lío. ¿Decía Dominique la verdad sobre Jack o mentía? ¿Y qué tenía que decir de Nat? Era mayor que nosotros, mucho más feo, pero rico. Muchísimo más rico. Sacudí la cabeza para expulsar esos pensamientos y le dirigí una mirada de encono.

– No pienso decirte dónde está el dinero -mascullé-. Pero lo cogeremos. Esta noche lo cogeremos.

Sonrió.

– Es lo mejor que podemos hacer, Matthieu -dijo en voz baja.

– Cállate de una vez, Dominique -repliqué con brusquedad, cerrando los ojos mientras libraba una batalla interna contra el amor desconfiado y la codicia-. Esta noche, hacia las doce, volveré. Entonces cogeremos el dinero y nos largaremos, ¿de acuerdo?

– ¿Y Tomas?

– Después de coger el dinero iremos a casa de los Amberton a buscarlo. Esta misma tarde hablaré con él.

Di media vuelta y eché a andar. Dominique me gritó algo que no oí. Seguía sin saber qué pensar. No, no es verdad, claro que lo sabía. Nada de lo que había dicho Dominique era cierto. Lo había sabido desde el primer momento. Era imposible que hubiese ocurrido algo indecoroso entre los dos por la sencilla razón de que Jack jamás lo habría permitido. Era demasiado buen amigo para eso. Nunca me habría traicionado. No dudé ni por un instante de que Dominique mentía, pero aun así preferí simular que la creía, pues de ese modo obtenía una disculpa para obrar como me proponía.

Si fingía creer que Jack Holby me había traicionado, entonces tenía carta blanca para traicionarlo a mi vez. Antes de emprender el camino a casa, ya había tomado una decisión: cogería el dinero y me fugaría con Dominique y Tomas.

***

Mi hermano me pidió una y otra vez que no me marchase y, todavía peor, se negó en redondo a abandonar Cageley.

– Pero piensa en la nueva vida que llevaremos en Londres -dije, esforzándome por transmitir un entusiasmo que estaba lejos de sentir-. Recuerda que es lo que teníamos planeado antes de venir aquí.

– Sí, me acuerdo de que planeabais ir allí -me corrigió-, pero no recuerdo que me preguntarais mi opinión. Los que queríais vivir en Londres erais Dominique y tú, no yo. Ahora soy feliz aquí.

Se volvió enfurruñado y pareció plantearse soltar unas lágrimas. Dejé escapar un gemido de impotencia. Nunca había contado con que Tomas encontraría en Cageley su lugar en el mundo, y la situación me sobrepasaba. Pues aunque yo había sido bastante feliz en ese pueblo, siempre había pensado que algún día lo dejaría. Envidié a mi hermano por haber encontrado algo que yo apenas había conocido en toda mi vida: un hogar.

– Señora Amberton -dije para que me ayudara a convencerlo, pero la buena mujer se apartó de mí con los ojos arrasados en lágrimas.

– Conmigo no cuentes. Sabes lo que opino de este asunto.

– No podemos separarnos -aduje con firmeza; cogí a Tomas de la mano, pero se zafó de mí-. Somos una familia, Tomas.

– Nosotros también somos una familia -dijo la señora Amberton, sollozando-. ¿Acaso no os acogimos cuando no teníais adonde ir? Entonces sí que os interesó quedaros.

– Ya lo hemos hablado, señora Amberton -repuse, agotado al ver cómo se estaba complicando todo. Su renuencia a ayudarme a convencer a Tomas me impresionaba cada vez más; no pensaba que lo quisiera tanto-. He tomado una decisión y no voy a desdecirme.

– ¿Cuándo se supone que nos iríamos? -preguntó Tomas sin dar su brazo a torcer, pero ansioso por conocer los detalles de lo que se avecinaba.

Me encogí de hombros.

– Dentro de un par de días. Quizá antes.

Puso los ojos como platos y miró horrorizado a la señora Amberton y a su marido. Le temblaba el labio inferior y se esforzaba por contener las lágrimas. Pareció que quería protestar otra vez, pero no encontró las palabras y permaneció callado.

– Todo irá bien, ya lo verás -lo consolé-. Confía en mí.

– ¡No irá bien! -gritó sin poder reprimirse más y entregándose al llanto-. ¡No quiero ir!

Me levanté hecho una furia y recorrí la habitación con la mirada. Amberton estaba sentado junto al hogar, y por una vez se había olvidado de la botella de whisky, que se hallaba en la repisa de la chimenea, mientras su mujer y mi hermano se abrazaban y trataban de consolarse mutuamente. Me sentí el hombre más despiadado del mundo, cuando mi único propósito era mantener unida a mi familia. Era más de lo que podía soportar.

– Lo siento muchísimo -dije con enfado antes de salir de la habitación-, pero está decidido y no voy a cambiar de opinión. Tomas, vendrás conmigo tanto si quieres como si no.