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Al volverme hacia la ventana no pude evitar echar un vistazo por encima del hombro. Hay momentos, simples escenas que se te quedan grabadas para toda la vida. Después de doscientos cincuenta y seis años en este mundo, siempre que pienso en mi niñez y adolescencia, la imagen de esos primeros tiempos irreflexivos termina junto a esa ventana de Cageley House en el momento de volver la vista atrás antes de marcharme definitivamente. Siento que me remuerde la conciencia y se me encoge el corazón ante lo que me dispongo a hacer, y al mismo tiempo sé que ese desconsuelo me perseguirá todos los días de mi existencia. Y es en ese instante cuando, en un abrir y cerrar de ojos, diviso los establos más allá del patio. Aunque la luna no los ilumina y permanecen en sombras, los distingo perfectamente. Los conozco tan bien como la palma de mi mano, y también a los caballos. Los oigo relinchar; un par de yeguas gimen en sueños. Veo el muro exterior y la esquina donde está la bomba de agua junto a la que solía sentarme con Jack a beber una cerveza al finalizar la jornada de trabajo, el punto desde el que se contemplaba mejor la puesta de sol. Recuerdo el sentimiento de placer que me invadía al tumbarme allí después de nueve o diez horas de trabajo, con toda una noche llena de promesas por delante. Recuerdo las horas que pasamos.illí sentados, hablando tranquilamente, aunque llevábamos todo el día deseando estar en otra parte, cuanto más lejos mejor. Rememoro las bromas, las risas, los insultos, las burlas cordiales.

Tomó conciencia de que aunque viviera cien años jamás me perdonaría el crimen que estaba a punto de cometer.

Nunca íbamos a ningún otro sitio ni hablábamos con nadie más. Éramos amigos. Cerré los ojos para pensar. En ese momento no sabía lo que es estar dolido con aquellos que uno ha considerado amigos, si bien desde entonces lo he sufrido repetidas veces en carne propia, y allí estaba yo, disponiéndome a cometer un acto horrendo. Todo ese dinero… Jack lo había ganado con el sudor de su frente. Había pasado por incontables sufrimientos y maltratos, había paleado mierda y almohazado caballos muchas más veces de las que podía recordar. Se lo había ganado a pulso.

ahora yo lo robaba. No podía soportarlo.

– Lo siento mucho -dije mirando a Dominique a los ojos y moviendo la cabeza con pesar-. No puedo hacerlo.

– ¿Qué no puedes hacer?

– Esto, lo que estamos haciendo: robar. Soy incapaz, en serio.

– Matthieu -dijo con voz serena, acercándose a mí despacio, como si se las viera con un niño travieso al que tuviera que prevenir de algún peligro-. Lo que pasa es que estás nervioso. También yo lo estoy. Ese dinero nos hace falta. Si vamos a…

– No, el que necesita el dinero es Jack. Es su dinero y lo necesita para salir de la cárcel. Así podrá irse a…

– ¿Y nosotros qué? -gritó, lanzando una mirada encendida a la caja de puros, lo que hizo que yo la aferrase con mayor fuerza aún-. ¿Qué pasará con los planes que teníamos?

– ¿Acaso no te das cuenta? Esto no cambia nada. No tenemos más que ponernos en camino de nuevo y…

– Escucha, Matthieu -me interrumpió con voz enérgica, y di un paso atrás temiendo que se abalanzara sobre la caja-. No pienso ponerme en camino, ni lo sueñes. Cogeré el dinero y…

– ¡No! -grité-. ¡No lo cogerás! ¡No lo robaremos! Se lo llevaré a Jack. ¡Y lo sacaré de la cárcel!

Suspiró y se llevó una mano a la frente antes de cerrar los ojos y sumirse, al parecer, en profundos pensamientos. Tragué saliva y parpadeé hecho un manojo de nervios, expectante. Aguardé a que dijera algo. Cuando apartó la mano, en lugar de la mirada airada que había previsto, Dominique sonreía. Se acercó un poco más; le temblaban los labios ligeramente y no apartaba la mirada de mí.

– Matthieu -dijo con calma-, debes considerar lo mejor para nosotros, para ti y para mí, para que podamos estar juntos.

Ladeé la cabeza ligeramente mientras calibraba el alcance de sus palabras. Arrimó su rostro al mío y, al rozarme los labios con los suyos, cerró los ojos y presionó suavemente con la lengua mis labios apretados, que se abrieron un poco por instinto. Apoyó una mano en mi espalda y fue descendiendo hasta la cintura, y más abajo, justo donde sabía que yo era más vulnerable. Solté un gemido y me puse a temblar, excitado por lo que pensaba que iba a ocurrir. La tomé de la nuca para besarla con pasión, pero de pronto apartó sus labios de los míos y empezó a besarme el cuello.

– Podemos hacerlo -susurró-. Podemos estar juntos.

Yo continuaba debatiéndome. La quería. Pero al final me negué.

– Tenemos que salvar a Jack -murmuré, y Dominique se apartó con expresión de furia.

Desvié los ojos para no ver la codicia reflejada en su semblante y cogí aquella caja llena de dinero que la obsesionaba.

De pronto se arrojó sobre ella.

Instintivamente, di un salto a un lado.

Y un segundo después, Dominique ya no estaba allí.

Parpadeé aturdido. Había ido acostumbrándome a la oscuridad y veía claramente que había desaparecido, y aun así no me moví, agarrando la caja de puros como si me fuera la vida en ello, sin saber qué debía hacer a continuación. Sentí náuseas y se me doblaron las rodillas. Me dejé caer sobre el tejado y vomité. Cuando hube vaciado el estómago, volví la cabeza para observar el resultado de mi reacción de hacía unos instantes: allá abajo, a diez metros de distancia, en la noche oscura y fría, estaba Dominique empalada en la verja como una muñeca de trapo.

Antes de echar a caminar hacia la prisión, liberé el cadáver y lo deposité con cuidado sobre la hierba. Tenía los ojos abiertos y de su boca manaba un hilo de sangre que le manchaba la barbilla. La limpié con la mano y le retiré el cabello de la cara. No lloré; por curioso que parezca, todo cuanto quería era huir de allí. Las recriminaciones y las noches de insomnio en que reviviría la escena una y otra vez vendrían después. De hecho, tenía por delante dos siglos y medio para recordar. En ese momento estaba demasiado aturdido y lo único que me interesaba era marcharme de esa casa lo más rápido posible.

Aun así, llevé a Dominique a la cocina y desde allí la arrastré por las escaleras hasta su habitación, que olía a cerrado. Abrí la ventana después de tenderla en el lecho, y cuando iba a salir reparé en que tenía la camisa y las manos ensangrentadas. Me llevé un susto de muerte, pues me daba más miedo la sangre que el cadáver, que me resultaba extrañamente ajeno, como si no fuera Dominique sino una mera representación de ésta, una imagen falsa, y su verdadera personalidad yaciera en lo más profundo de mi ser, a años luz de la muerte.

En esa ocasión no volví la vista atrás antes de salir de la habitación. Fui al dormitorio de Jack y me cambié la camisa ensangrentada. Una vez fuera, me lavé las manos en la bomba y observé el agua roja escurrirse por el desagüe, y con ella la esencia última de mi amada. A continuación fui a la cuadra y desaté dos caballos, los dos más rápidos y resistentes que poseía sir Alfred, y sin hacer ruido los conduje por el camino hasta la verja de la propiedad. Allí monté uno y, sosteniendo las riendas del otro, me dirigí a toda prisa a la prisión, en las afueras del pueblo. Até los caballos y caminando como un sonámbulo entré en la cárcel. El celador -que no era el mismo que en mi visita anterior- echaba una cabezada sobre el escritorio, pero dio un brinco cuando carraspeé y se agarró a la mesa muy nervioso.

– ¿Qué quieres? -preguntó antes de fijarse en la caja de puros que yo llevaba. Sin duda Jack lo había puesto al corriente de nuestro plan, pues se le iluminó la mirada. Recorrió con los ojos la habitación desierta y, al tiempo que señalaba con la cabeza en dirección a la celda, añadió-: Eres su amigo, ¿eh?

– Sí. ¿Puedo verlo?

Se encogió de hombros, así que anduve hasta el final del pasillo. Jack estaba en su celda, caminando de un lado a otro como un animal enjaulado. Sonrió al verme, pero al observar mi expresión se quedó de piedra.