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– ¡Joder! ¿Qué te ha pasado? Cualquiera diría que has visto un fantasma. -Hizo una pausa-. Esa camisa es mía, ¿no?

En lugar de responder, le mostré la caja de puros.

– Aquí la tienes.

El celador se acercó y Jack lo miró.

– ¿Y bien? ¿Sigue en pie el trato?

– Sí, me das cuarenta libras y te dejo ir -repuso, haciendo girar la argolla de las llaves para encontrar la que necesitaba-. Todo el mundo sabe que ese Nat Pepys se merecía una buena tunda -murmuró a modo de justificación ante dos jóvenes que no la necesitaban, pues habían hecho algo peor que lo que él se disponía a hacer.

En cuanto estuvo libre, Jack entregó el dinero al carcelero, que se preparó para recibir el golpe con que perdería el conocimiento.

– Acaba de una vez -dijo, volviéndose hacia el escritorio.

Jack cogió una silla y la descargó en el cogote del hombre, que se desplomó en el suelo sin sentido. Aunque el daño no era ni mucho menos tan grave como el que había presenciado apenas dos horas antes -al fin y al cabo el guardia sobreviviría-, volví a sentir náuseas y pensé que iba a desmayarme.

– Vamos -me apremió Jack, y acto seguido me llevó fuera y miró alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca-. ¿Has traído los caballos?

– Sí -respondí, señalando el lugar donde los había atado, pero no me moví.

– ¿Qué te pasa? -Era evidente que mi actitud lo confundía.

Guardé silencio, sumido en un mar de dudas.

– ¿Puedo hacerte una pregunta? -dije al fin-. Quiero que me contestes la verdad, sea cual sea.

Me miró sin comprender y abrió la boca para responder, pero cambió de parecer y asintió con la cabeza.

– ¿Hubo algo entre tú y Dominique?

Vaciló un instante antes de responder:

– ¿Qué te ha contado?

– ¡Dímelo tú! -vociferé-. ¿Pasó algo entre vosotros o no? ¿Te… insinuaste a Dominique?

– ¿Yo? -exclamó, y se echó a reír-. Qué va. -Sacudió la cabeza-. Jamás. Si te ha dicho eso, es una mentirosa.

– Sí, me lo ha dicho.

– Más bien fue al revés. Una noche se coló en mi habitación y «se me insinuó», como dices. Te lo juro.

Sentí una punzada en el corazón.

– Y tú no hiciste nada -musité.

– Claro que no.

– ¿Por mí? ¿Debido a nuestra amistad?

Soltó un bufido.

– Quizá un poco por eso -respondió-, pero para ser sincero, Mattie, te diré que nunca me ha gustado. Siempre me horrorizó el modo en que te trataba, ya te lo dije. Es una mala persona.

Me encogí de hombros.

– Pero yo la quería. ¿No te parece raro?

Frunció el entrecejo y alzó la mirada. Empezaba a clarear y hacía rato que deberíamos habernos marchado.

– Por cierto, ¿dónde está Dominique? -preguntó.

No supe qué responder. ¿Le contaría la verdad? ¿Me atrevería a explicarle lo que me había ocurrido esa noche?

– No viene con nosotros. Se queda.

Asintió lentamente, un poco sorprendido, pero decidió no insistir.

– ¿Y Tomas?

No dije nada. Se produjo un largo silencio.

– Bien -dijo al cabo, montando en un caballo-. Larguémonos de aquí.

Puse un pie en el estribo del otro caballo, me encaramé a su lomo y me puse en camino detrás de Jack. No miré atrás ni una sola vez, y aunque ahora me gustaría describir el viaje que hicimos hasta el sur de Inglaterra y la travesía a bordo de un barco que nos condujo al continente y nuestra libertad, no conservo ningún recuerdo de esos momentos. Mi infancia había terminado. Y aunque todavía me quedaban muchos años por vivir -muchos más de los que podía imaginar entonces-, en el momento en que mi caballo franqueó las puertas por las que un año antes había entrado en Cageley, me convertí en un adulto.

Y, por primera vez en mi vida, me sentí completamente solo.

25

Noviembre-diciembre de 1999

Tara propuso que nos reuniéramos en el mismo restaurante italiano del Soho donde, a principios de año, habíamos hablado sobre sus perspectivas de trabajo y la posibilidad de que dejara la emisora. Dado que no sabía cómo iba a encontrarla, cuando llegué y me senté a la mesa a esperar estaba un poco nervioso. En los últimos seis meses ni habíamos hablado ni la había visto en televisión.

Aun así, cuando presionado por Caroline y sus compinches en la emisora la había llamado por teléfono, había aceptado de inmediato verse conmigo, y antes de concertar la cita mantuvimos una conversación de diez minutos.

Cuando por fin llegó, me llevé una agradable sorpresa. La última vez que la había visto era la personificación de la mujer profesional y moderna. Llevaba un traje de diseño (que no tenía nada que ver con la ropa provocativa que usaba en televisión) y un corte a lo garçon impecable, como si su estilista hubiera estado sentado a las puertas del restaurante para darle los últimos toques antes de salir a la pasarela. Pero ahora, seis meses después, apenas la reconocí. En lugar del traje de chaqueta llevaba unos caros téjanos blancos y una blusa sencilla, abierta en el cuello. Se había dejado crecer el pelo -castaño con discretos reflejos rubios-, que le caía sobre los hombros de forma natural. Sostenía la clásica agenda de anillas y apenas llevaba maquillaje. Tenía muy buen aspecto y aparentaba su edad.

– Tara -titubeé, impresionado por su transformación-. Casi no te reconozco. Estás guapísima.

Me miró un instante en silencio antes de esbozar una sonrisa.

– Gracias -dijo, y me pareció que se sonrojaba un poco-. Eres muy amable. Y tú tampoco tienes mal aspecto para ser un hombre de mediana edad.

Solté una carcajada (¿a cuántos hombres de mediana edad que hubieran cumplido los doscientos cincuenta años conocía?) y negué con la cabeza. Tras las formalidades de rigor y después de pedir una comida relativamente ligera, nos reclinamos en nuestros asientos y guardamos un incómodo silencio. Dado que era yo quien la había invitado a comer, se suponía que debía iniciar la conversación.

– ¿Qué tal te va en la BBC? -pregunté-. Mucho mejor que con nosotros, imagino.

Se encogió de hombros.

– Voy tirando -respondió sin mucho entusiasmo-. No es lo que esperaba, la verdad.

– Ah, ¿no?

– Bueno, se gastan un dineral en ficharte, pero en cuanto te tienen no saben qué hacer contigo. Me parece una extraña forma de funcionar.

– A eso se lo llama mantener el talento bajo control. Están dispuestos a contratar a una barbaridad de gente para tenerla atada de pies y manos, no tanto para que trabaje para ellos, sino para evitar que lo haga para otros. Es una práctica antigua. La he visto muchas veces.

– No me interpretes mal -dijo, deseosa de aparentar que estaba contenta con su situación laboral-. Tengo un montón de responsabilidades. Dentro de unas semanas iré a Río de Janeiro para participar en un programa especial de vacaciones. Esa misma semana saldré en La hora de las preguntas, y el mes próximo voy a rediseñar el salón de Gary Lineker mientras él hace lo propio con el mío en un programa de decoración especial. Sólo nos darán dos días, de modo que… -Pareció buscar la expresión adecuada, pero no la encontró y dejó la frase inacabada. Bajé la vista al plato que acababan de servirme y empecé a comer, evitando mirarla para no ver su expresión de amargura.

– Bueno, me alegro de que te vaya tan bien y de que tengas tanto trabajo -logré decir por fin-. Aunque en la emisora te echamos mucho de menos, claro.

– Ya, ya. ¡Con la prisa que os disteis en quitarme de en medio!

– Eso no es verdad -protesté-. Entonces estábamos metidos en un lío y me pareció que si habías recibido una buena oferta de la BBC te convenía aceptar. Sólo estaba pensando en tu porvenir.