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Jacquie D’Alessandro

El Ladrón De Novias

Título Originaclass="underline" The Bride Thief

1

Kent, 1820

Samantha Briggeham se volvió de la ventana por la que penetraba la fresca brisa nocturna a la salita y miró a su querido y senil padre.

– No puedo creer que me sugieras eso, papá. ¿Por qué crees que debería considerar la posibilidad de casarme con el mayor Wilshire? Apenas le conozco.

– Bueno, es amigo dela familia desde hace años -repuso Charles Briggeham al tiempo que cruzaba la estancia para reunirse con Samantha junto a la ventana.

– Sí, pero la mayor parte de esos años la ha pasado en el ejército -señaló ella, esforzándose por conservar el tono calmo y contener un estremecimiento.

No se imaginaba que ninguna mujer albergara pensamientos románticos respecto del austero mayor Wilshire. Cielos, aquel hombre lucía un ceño que le daba la apariencia de acabar de morder un limón. Aquella conversación era probablemente el resultado de las maquinaciones casamenteras bien intencionadas pero inoportunas de su madre.

El padre se acarició la barbilla.

– Ya tienes casi veintiséis años, Sammie. Es hora de que te cases.

Sammie luchó contra el impulso de elevar los ojos al techo. Su padre era el hombre más cariñoso y dulce del mundo, pero a pesar de tener una esposa y cuatro hijas era más cerril que una puerta en cuanto a entender a las mujeres, sobre todo a ella.

– Papá, ya he superado con mucho la edad casadera. Estoy perfectamente bien tal como estoy.

– Tonterías. Todas las jóvenes desean casarse. Me lo ha dicho tu madre.

Aquellas palabras confirmaron sus sospechas de que su madre estaba detrás de aquel lío.

– No todas, papá.

El estremecimiento que ya no podía reprimir más le bajó por la espalda al pensar en verse sujeta con grilletes a alguno de los hombres que conocía. Todos eran unos pesados y unos mastuerzos, o bien se limitaban a mirarla fijamente con una mezcla de lástima, confusión y, en algunos casos, claro horror cuando osaba hablar con ellos de ecuaciones matemáticas o temas científicos. La mayoría le llamaban Sammie La Excéntrica, un nom de plume que ella aceptaba filosóficamente, ya que sabía que en efecto era excéntrica, al menos a los ojos de los demás.

– Por supuesto que todas las jóvenes desean casarse -insistió su padre, volviendo a atraer su atención al asunto que tenían entre manos-. Fíjate en tus hermanas.

– Ya me he fijado. Todos los días de mi vida. Las quiero mucho pero ya sabes que no soy en absoluto como ellas. Mis hermanas son bonitas, dulces y femeninas, perfectamente dotadas para ser esposas. Durante los últimos diez años no hemos hecho otra cosa que tropezar con su constante aluvión de pretendientes. Pero el hecho de que Lucille, Hermione y Emily estén ya casadas no significa que deba casarme yo.

– ¿Es que no deseas tener una familiar propia, querida?

Un silencio llenó el aire, y Samantha hizo caso omiso de la punzada de anhelo que le hirió las entrañas. Hacía mucho tiempo que había enterrado aquellas fantasías.

– Papá, los dos sabemos que no soy de esas mujeres que atraen a los hombres al matrimonio, ni por aspecto ni por temperamento. Además, soy demasiado vieja…

– Bobadas. Eres más guapa de lo que crees, Sammie. Y no hay nada de malo en que una mujer sea inteligente… siempre que no permita que alguien se entere. -Le dirigió una mirada llena de intención-. Por suerte, el mayor Wilshire no encuentra del todo desalentadores tu avanzada edad ni tu agudo intelecto.

Sammie apretó los labios.

– Una amabilidad increíble por su parte.

Su sarcasmo no hizo mella en su padre, el cual, acariciándose la barbilla, prosiguió:

– Desde luego. De hecho, el mayor prefiere una esposa de edad madura. Por supuesto, ya no podrás ayudar a Hubert en sus experimentos, ni recoger insectos y sapos. Resulta de lo más indecoroso para una mujer casada andar por ahí escarbando en la tierra. Tu hermano tendrá que seguir adelante sin tu ayuda.

Aquella situación ya había pasado de la raya, Sammie se aclaró la garganta y se ajustó las gafas sobre la nariz.

– Papá, me encanta trabajar con Hubert en su laboratorio, y no tengo intención de dejarlo, sobre todo ahora que mis propios experimentos están arrojando grandes progresos. Además, estoy sumamente contenta ante la perspectiva de ser una tía encantadora para mis futuros sobrinos. No siento deseo alguno de convertirme en la esposa del mayor Wilshire, y, francamente, me sorprende que lo sugieras.

– El mayor Wilshire es un hombre magnífico.

– Sí, lo es. Y también lo bastante mayor para ser mi padre.

. Sólo tiene cuarenta y tres…

– … teniendo en cuenta que tuvo hijos cuando era muy joven -añadió ella en tono suave, como si su padre no hubiera hablado-. Pero lo más importantes es que yo no lo amo, y que él no me ama a mí.

– Tal vez no, pero verdaderamente te profesa cierto afecto.

– Desde luego no el suficiente para casarse conmigo.

– Él, por el contrario, ha aceptado de buena gana la alianza.

Se produjo un pesado silencio cuando ella asimiló el significado de aquellas palabras.

– ¿A qué te refieres? -Preguntó cuando por fin pudo encontrar la voz-. Papá, por favor, dime que aún no has hablado de esto con el mayor.

– Cómo, por supuesto que lo he hecho. Todo está arreglado. El mayor está radiante, así como tu madre y yo. Felicidades, querida mía. Estas comprometida oficialmente.

– ¡Comprometida!

La exclamación de Samantha resonó en el aire como un disparo. Cerró los ojos con fuerza y se obligó a respirar hondo y con calma. En el pasado, su madre había intentado sin éxito buscarle pretendientes, pero al final había abandonado para centrarse en sus tres hijas pequeñas, todas ellas bellezas de primera fila.

Pero desde la boda de Emily tres meses atrás, el ojo de casamentera de su madre se había fijado nuevamente en la única hija que le quedaba soltera, un giro de los acontecimientos que Sammie debería haber previsto. Estaba claro que su madre no había abandonada aquellas ridículas esperanzas. Con todo, ella restó importancia a sus esfuerzos, sabedora de que entre sus conocidos nadie querría casarse con una mujer sosa, con gafas, sin pelos en la lengua y socialmente inepta, un ratón de biblioteca que se quedaría para vestir santos.

Excepto, al parecer, el mayor Wilshire, del cual sólo podía pensar que había perdido el juicio.

Su padre se encajó el monóculo en el ojo izquierdo y la observó.

– Debo decir, Sammie, que no pareces tan feliz como me aseguró tu madre que te sentirías. -Parecía verdaderamente perplejo.

– No tengo el menor deseo de casarme con el mayor Wilshire, papá. -Se aclaró la garganta y agregó con toda claridad-: Y no pienso hacerlo.

– Bah. Naturalmente que te casarás. Todo está arreglado, querida.

– ¿Arreglado?

– Por supuesto. Este domingo se publicarán las amonestaciones. La boda se celebrará el mes que viene.

– ¡El mes que viene! Papá, esto es una locura. No puedo…

– No te preocupes, Samantha. -Estiró un brazo y palmeó la mano de su hija-. Estoy seguro de que te sentirás feliz una vez que el mayor y tú os conozcáis un poco mejor. -Su voz adoptó un tono de conspiración-. Tiene pensado hacerte una visita esta misma semana para regalarte un anillo de compromiso. Un zafiro, creo.

– Yo no quiero un anillo de compromiso…

– Claro que sí. Todas las jóvenes lo quieren. Bueno, es muy tarde y estoy muy cansado. Todos estos preparativos nupciales resultan agotadores, y deseo retirarme. Tu querida madre se ha pasado horas arengándome, y soy incapaz de continuar conversando. Ya seguiremos hablando de los preparativos mañana.

– No hay preparativos de que hablar, papá. No voy a casarme con él.