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Observó fijamente su máscara, y sus miradas se encontraron. Sammie sintió un hormigueo peculiar y ansió poder discernir el color de aquellos ojos. Al débil resplandor del fuego sólo lograba distinguir que eran oscuros. E insondables.

– ¿Alguna vez ha tenido miedo? -le preguntó, procurando no parecer ansiosa.

– Pues sí. Cada vez que me pongo este disfraz. -Se acercó un poco, y ella contuvo la respiración-. No tengo ningún deseo de morir, sobre todo a manos del verdugo.

Olía maravillosamente. A cuero y caballos, y a… aventura.

– ¿Lleva un arma? -quiso saber.

– Un cuchillo en la bota. Nada más. No me agrada el tacto de las pistolas.

A Sammie le pareció ver un destello de dolor en sus ojos.

– Dígame, ¿adónde pensaba envíarme? -preguntó-. ¿A América o al continente?

– ¿Adónde le habría gustado ir?

– Oh -suspiró ella cerrando los ojos ante la simple idea de poder escoger. Sintió un profundo anhelo, como un torrente impetuoso que abriera una grieta en el muro tras el cual ocultaba sus deseos más íntimos-. Hay tantos lugares que quisiera conocer…

– Si pudiera viajar a cualquier parte, ¿adónde iría?

– A Italia… No, a Grecia… No, a Austria. – Abrió los ojos y se echó a reír-. Me parece que es una suerte que no requiera sus servicios, señor, porque no sabría decidir adónde debería usted envíarme.

Los ojos de él parecieron perforar los suyos, y poco a poco dejó de reír. El peso de aquella intensa mirada la helaba y quemaba a un tiempo.

– ¿Ocurre algo? -inquirió.

– Debería hacer eso más a menudo, señorita Briggeham.

– ¿El qué? ¿Mostrarme horriblemente indecisa?

– No; reír como ha hecho ahora. Se ha… transformado.

Sammie no estaba segura de si era un cumplido, pero aún así, pronunciadas con aquella voz aterciopelada, las palabras la envolvieron como una confortable capa de miel.

– Dígame -susurró Eric-, si tuviera que escoger un solo sitio, ¿cuál sería?

Por alguna extraña razón, Sammie sintió que su corazón se asentaba.

– Italia -susurró-. Siempre he soñado con ver Roma, Florencia, Venecia, Nápoles… todas las ciudades. Explorar las ruinas de Pompeya, pasear por el Coliseo, visitar los Uffizi, contemplar las obras de Bernini y de Miguel Ángel, nadar en las cálidas aguas del Adriático… -Su voz se fue perdiendo en un vaporoso suspiro.

– ¿Explorar? -repitió él-. ¿Pasear? ¿Nadar?

Un repentino calor abrazó sus mejillas y experimentó una súbita vergüenza al darse cuenta de que, con aquellas imprudentes palabras, de manera inadvertida había revelado a aquel desconocido cosas que sólo había compartido con Hubert.

Sintió una punzada de humillación. ¿Se estaría riendo de ella? Lo miró entrecerrando los ojos, intentando ver los suyos, temiendo la burla segura que iba a encontrar en ellos; pero para su sorpresa, la mirada fija de él no revelaba diversión alguna, sólo una profunda intensidad que, extrañamente, la puso nerviosa y le suscitó cierta conmoción.

Deseosa de romper aquel incómodo silencio, apuntó:

– Supongo que nadie conoce su verdadera identidad.

Él titubeó unos instantes y luego dijo:

– Si alguien la conociera, me costaría la vida.

– Sí, supongo que sí -Sintió solidaridad hacia él-. Ha escogido usted una vida solitaria, señor, al perseguir tan noble causa.

Él asintió despacio, como sopesando aquellas palabras.

– Sí que lo es. Pero es un precio pequeño a pagar.

– Oh, no. Yo… yo también suelo sentirme sola. Y conozco la sensación de vacío que eso conlleva.

– Sin duda tiene amigos

– Algunos. -Hizo un gesto carente de humor-. En realidad, muy pocos. Pero tengo a mi familia. Mi hermano pequeño y yo estamos muy unidos. Con todo, a veces sería agradable…

– ¿Si?

Se encogió de hombros, pues de pronto se sintió cohibida.

– Tener a tu lado a una persona que no sea un niño y que te entienda. -Fijo la mirada en su vestido arrugado, y a continuación volvió a clavarla en él-. Espero que algún día encuentre usted a alguien o algo que alivie su culpa y su soledad, señor.

Él la contempló y después, lentamente, alzó una mano y le pasó un dedo enguantado por la mejilla.

– Yo también lo espero

Sammie contuvo la respiración al sentir aquel breve contacto que rozó su piel como una suave brisa. Incapaz de moverse, simplemente se le quedó mirando, confusa por el insólito calor que palpitaba en su interior. Antes de que pudiera analizar aquella sensación, él se puso en pie con un movimiento fluído y le tendió una mano.

– Vamos. Ha dejado de llover. Es hora de volver a casa.

– ¿A casa? Sammie miró aquella mano extendida y se sacudió mentalmente el estupor de la ensoñación. Sí, por supuesto. A casa. Donde le correspondía estar, con su familia…

¡Santo cielo, su familia! Debían de estar desesperados. Seguro que a esas alturas Cyril ya había dado cuenta de su desaparición. El estómago le dio un vuelvo de culpabilidad cuando cayó en la cuenta de que había quedado tan cautivada por su secuestrador, que había olvidado lo preocupados que debían de estar sus padres y Hubert.

– Sí -contestó al tiempo que ponía una mano en la de Eric y le permitía que la ayudar a levantarse-. Debo irme a casa. -En realidad así lo deseaba. Entonces ¿a qué se debía la sorda sensación de pesar que la inundaba?

Sin una palabra más, ambos salieron de la cabaña. Eric la ayudó a montar y acto seguido hizo lo propio detrás de ella, sujetándola entre sus firmes muslos.

Su brazo musculoso la apretó contra su pecho. El calor que irradiaba su cuerpo se filtró en el suyo, pero no obstante una legión de escalofríos le bajó por la espalda.

– No se preocupe, no la dejaré caer.

Antes de que Sammie pudiera asegurarle que no estaba preocupada, partieron al galope atravesando el bosque. Esta vez, en lugar de miedo, no experimentó otra cosa que felicidad. Cerró los ojos y saboreó todas las sensaciones: el viento que le azotaba el rostro, el olor a tierra mojada, el rumor de las hojas. Se imaginó que era una hermosa princesa abrazada por su apuesto príncipe mientras cruzaban raudos el reino de camino a algún exótico paraje. Unas fantasías tontas, pueriles. Pero sabía que los momentos pasados con aquel héroe enmascarado constituirían un tesoro, y que jamás los viviría otra vez.

Demasiado pronto, Eric detuvo el caballo. Sammie abrió los ojos y parpadeó. Distinguió unos puntos de luz a lo lejos, que le recordaron las luciérnagas que había capturado.

– Briggeham Manor se encuentra detrás de esos árboles -susurró él-. Me temo que su ausencia ha provocado alarma.

– ¿Cómo lo sabe?

– Escuche

Sammie aguzó el oído y percibió el grave murmullo de unas voces.

– ¿Quiénes son?

– A juzgar por el número de faroles que se ven y por la multitud que se ha reunido en el prado, yo diría que ha venido media ciudad.

– Oh, cielos. Déjeme aquí e iré andando hasta la casa. No quisiera que se arriesgase a que lo capturaran.

Él calló unos instantes, y ella notó que estaba escudriñando la zona.

– No parece que nadie vaya armado -le dijo al oído-. Así que la llevaré con su familia. No quiero que se caiga en una zanja o que sufra una caída en medio de la oscuridad. Sin embargo, me despediré de usted aquí, ya que, lamentándolo mucho, necesitaré emprender una retirada precipitada.

– Gracias, señor

– No hace falta que me lo agradezca. Era mi deber traerla a su casa.

– No es por eso, aunque también se lo agradezco. -Lo miró fijamente y sintió un nudo de emoción en la garganta. Forzó una sonrisa y añadió-: Le doy las gracias por esta deliciosa velada que jamás olvidaré. Ha sido una aventura maravillosa. -Bajó los ojos-. Siempre había deseado vivir una.