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– Soy un hombre de palabra -repuso Eric, sabiendo muy bien que el objetivo de que él bailara con su hija era en gran parte la razón por la que la señora Nordfield había organizado aquella fiesta.

– Perfecto. -Volvió la vista hacia las ventanas francesas y ladeó la cabeza-. Parece que los músicos van a iniciar un baile por parejas. Lo ayudaré a buscar a Daphne…

– Adelántese usted -replicó Eric con su sonrisa más encantadora-. Quisiera disfrutar de un cigarro antes de regresar a la fiesta. Y no quisiera apartarla ni un minuto más del resto de sus invitados.

Claramente fastidiada por que le recordaran sus obligaciones de anfitriona, Lydia apartó la mano del brazo de Eric a regañadientes.

– Sí, supongo que debo regresar. -Lo miró entornando los ojos-. Le diré a Daphne que espere su invitación a bailar, milord.

– Espero que ella consienta en proporcionarme dicho honor.

Y musitando algo que sonó sospechosamente a “sería capaz de caminar sobre carbones encendidos por tener esa oportunidad”, la señora Nordfield inclinó la cabeza, hizo una breve reverencia y cruzó la terraza de piedra para entrar otra vez en la casa.

En el instante en que desapareció por las ventanas francesas, Eric volvió a internarse en las sombras, alisando las arrugas que los dedos de la anfitriona le habían dejado en la chaqueta. Aunque estaba acostumbrado a tratar con madres casamenteras como Lydia Nordfield, por algún motivo el estilo de ésta le resultaba particularmente irritante. Sus comentarios condescendientes respecto a la señorita Briggeham le habían alterado los nervios.

Pero la irritación bien merecía la pena. Tal como sabía que iba a hacer cuando habló con ella la semana anterior, la señora Nordfield había esparcido la luz que él había arrojado sobre el secuestro de la señorita Briggeham más deprisa que un reguero de pólvora, y su causa se había visto favorecida por el artículo aparecido aquella misma mañana en el Times. Tras deshacerse en elogios acerca de la valentía de la señorita Briggeham, había informado a la señora Nordfield de que, aunque había recibido numerosas invitaciones a fiestas en honor de la señorita Briggeham -invitaciones que tristemente le había sido imposible aceptar debido a compromisos anteriores-, se sentía sorprendido de que todavía ella, la anfitriona más destacada de la zona, no hubiese organizado una fiesta. Desde luego él anularía sus compromisos para asistir a dicha velada, y esperaba se le concediera el honor de bailar con la única hija que a la dama le quedaba por casar.

Dos días más tarde recibió una invitación a la fiesta.

El siempre vigilante Arthur Timstone ya le había comunicado que, en lugar de verse rechazada o sumida en el escándalo tras su secuestro, la señorita Samantha era la persona más celebrada de la aldea. Con todo, Eric sabía que era necesario el sello de aprobación de la señora Nordfield para garantizar que la señorita Briggeham no sufriera socialmente por culpa de su encuentro con el Ladrón de Novias, un encuentro que él no conseguía borrar de su mente.

Una vez comprendió que la señorita Briggeham había proporcionado a las autoridades poca información nueva respecto del Ladrón de Novias, Eric supuso que se olvidaría de ella.

Pero supuso mal.

Las palabras de la joven, pronunciadas en aquel tono soñador, se le habían grabado en la mente: “Ha sido una aventura maravillosa. Siempre había deseado vivir una”. Comprendía que una mujer joven como la señorita Briggeham -una marisabidilla solterona que se había pasado la vida en Tungridge Wells- ansiara vivir aventuras. Pero aquella conmovedora afirmación, “Yo también suelo sentirme sola”, lo había tocado en lo más hondo. Percibió un espíritu afín en ella y Dios sabía que él entendía muy bien la soledad. El aislamiento que acarreaba la vida secreta que llevaba, a vez amenazaba con asfixiarlo. Incluso estando rodeado de gente, se sentía solo.

Fijó la vista en la casa y advirtió que todas las ventanas francesas que daban al atestado salón de baile permanecían abiertas para que corriese la fresca brisa. En el jardín, los grillos formaban un coro nocturno que competía con la música de los violines, el rumor de las conversaciones y el tintineo de las copas de cristal que llegaban flotando desde la casa. Los rosales rezumaban dulces aromas que lo rodeaban de una capa de fragancias florales.

La velada se encontraba en su apogeo. Pero ¿dónde estaba la señorita Briggeham? Sin salir del refugio de las sombras, Eric estiró el cuello para otear el abarrotado salón. Cuando al fin acertó a verla, el corazón le dio un extraño vuelco.

Sí, ciertamente sus maquinaciones habían dado resultado, porque desde luego a la señorita Briggeham parecía irle muy bien, tal como le había comunicado Arthur. Se encontraba de pie rodeada por media docena de damas, que la cercaban de un modo que recordaba a los buitres volando en círculo sobre la carroña. Al grupo se unieron dos caballeros que pugnaban entre sí por entregar a la señorita Briggeham un vaso de ponche.

Eric se situó más cómodamente contra la rugosa fachada de piedra, extrajo su cigarrera de oro del chaleco y sacó un puro. Tras prenderlo, inhaló el fragante humo y observó a la mujer que no había podido apartar de sus pensamientos.

Llevaba el cabello castaño sencillamente recogido en la nuca. Si bien su vestido de muselina de tono claro era modesto, no lograba ocultar del todo sus curvas femeninas. Estaba erguida, con la cabeza bien alta, pero incluso en aquella postura perfecta seguía siendo menuda.

Otro caballero portando ponche se unió al grupo que la rodeaba y Eric se maravilló de que pudiera soportar beber un solo vaso más. Su mirada se clavó en los labios de la joven, que se abrieron en una sonrisa de agradecimiento dirigida al recién llegado. Incluso desde la distancia resultaba inconfundible la seductora plenitud de su boca. El caballero le hizo una reverencia y la observó con innegable interés. Eric juntó las cejas sintiendo fastidio, reacción inexplicable que lo irritó aún más.

La observó durante un cuarto de hora. Damas y caballeros zumbaban a su alrededor igual que abejas en torno a una colmena. Al principio pensó que la joven se estaba divirtiendo, pero tras varios minutos de observarla se dio cuenta de que su sonrisa parecía forzada, y le pareció que apretaba los dientes. Curiosas reacciones, sin duda.

Pero todavía más inusitadas eran las punzadas de tristeza que detectó en sus ojos. Estaba claro que la joven trataba de disimular su infelicidad, y al examinarla atentamente tuvo la seguridad de que no se equivocaba. En un momento en que creyó que su público no la estaba mirando, su sonrisa se desvaneció y se le hundieron los hombros, y su vista se dirigió hacia las ventanas que daban al exterior con un inconfundible anhelo.

Un sentimiento de culpabilidad y también de compasión, le oprimió el pecho. ¿Por qué se sentiría desdichada? ¿Tal vez debido a su encuentro con el Ladrón de Novias?

Entonces, con una breve inclinación de cabeza y una sonrisa tensa, la señorita Briggeham se escabulló del grupo que la rodeaba y se abrió paso siguiendo el perímetro de la sala. Le salió al paso un hombre alto y de pelo rubio que Eric reconoció como el vizconde de Carsdale, bastante cerca de la ventana junto a la cual se encontraba él. Aunque no logró oír su conversación, vio a Carsdale llevándose a los labios la mano enguantada de ella para depositar un beso que duró más de lo debido, mientras el muy canalla se regodeaba en una prolongada panorámica del escote del corpiño de la joven.

Maldita sea. Se sintió hervir de furia. ¿La trataba Carsdale con tan poco respeto debido a su encuentro con el Ladrón de Novias? ¿Era ésa la causa de la infelicidad de la joven? Maldición, tal vez su reputación sí que había resultado perjudicada. Recordó la sensación de sus seductoras curvas apretadas contra él y se le tensó la mandíbula. No permitiría que nadie le faltara al respecto, sobre todo a causa de la situación en que él mismo la había puesto sin darse cuenta.