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Tiró al suelo el puro a medio fumar y lo aplastó con el tacón, decidido a rescatar a la señorita Briggeham de aquel descarado de Carsdale. Pero en el mismo instante en que entraba en el salón procedente de la terraza, apareció Lydia Nordfield y se le pegó a un costado.

– Veo que ya ha terminado el cigarro, milord -dijo en tono zalamero al tiempo que aferraba su brazo con su garra de acero.

Él le dirigió una inclinación cortés mientras decidía la mejor manera de quitársela de encima. Sin embargo, la señorita Briggeham se las arregló para escapar por sí sola de Carsdale, de modo que Eric pasó unos momentos más con su anfitriona. Aceptó una copa de champán y respondió a su banal cháchara, sin apartar la vista de la mujer menuda y de cabello castaño que atravesaba el salón. Dos caballeros que reconoció como los señores Babcock y Whitmore, ambos hijos de acaudalados vecinos del lugar, la interceptaron. Eric apretó con fuerza su copa de champán cuando vio que Babcock le besaba la mano.

Estaba a punto de cruzar la estancia a zancadas cuando la señorita Briggeham señaló las ventanas francesas que daban a la terraza y, cuando Babcock y Whitmore se volvieron para mirar, echó a correr y se escondió detrás de un enorme tiesto de palmeras. Eric contuvo una sonrisa y asintió con expresión ausente a lo que le estaba diciendo la señora Nordfield. Hum… Aquellas palmeras se parecían mucho a las que él tenía en su invernadero, una coincidencia que requería ser investigada más a fondo.

Sammie se ajustó las gafas sobre la nariz y espió con cautela entre las tupidas hojas de palmeras y helechos de la señora Nordfield.

Cielo santo, allí estaban Alfred Babcock y Henry Whitmore. Permanecían junto a las ventanas francesas, con la confusión pintada en el rostro, sin duda preguntándose adónde se habría ido ella.

Lanzó un suspiro. Jamás había conocido dos individuos más agotadores. Peor aún, era casi imposible mantener el semblante serio en su compañía, ya que el excesivo y áspero vello facial de Babcock le prestaba un desgraciado parecido con un erizo, y el cabello negro, los ojos demasiado juntos y la nariz puntiaguda de Whitmore evocaban inevitablemente la imagen de un cuervo. Sammie los escuchó mientras se explayaban en ensalzar los métodos para hacer un perfecto nudo de corbata hasta que le entraron ganas de estrangularlos a los dos.

Desesperada, señaló hacia el jardín oscuro y exclamó: “¡Miren! ¡Una manada de ciervos!” Y cuando volvieron la cabeza, se lanzó en busca de un refugio como si la persiguiera una jauría de perros rabiosos. Estaba a salvo por el momento… pero ¿cuánto tiempo podría aguantar sin que la descubrieran?

– Por Dios, Sammie, ¿se puede saber qué estás haciendo escondida entre las plantas de la señora Nordfield? ¿Te encuentras bien?

Sammie contuvo a duras penas un gemido. Al volverse se encontró cara a cara con Hermione, su preciosa hermana, que, con ojos llenos de amable preocupación, abrió su delicado abanico de encaje y se reunió con ella detrás de las frondas de palmera.

– Estoy bien, pero, por favor, baja la voz -imploró Sammie mirando por entre las hojas.

– Perdona -susurró Hermione-. ¿A quién estás evitando? ¿A mamá?

– Ahora mismo no, pero es una sugerencia excelente. Intento escapar de esos petimetres que están junto a las ventanas.

Hermione estiró el cuello

– ¿Los señores Babcock y Whitmore? A mí me parecen unos perfectos caballeros

– Son encantadores, si te gustan los zopencos de cabeza de repollo.

– Oh, cielos. ¿Han sido groseros contigo?

Hermione parecía dispuesta a entrar en batalla por defenderla.

Sammie sintió una oleada de gratitud. Forzando una sonrisa, contestó:

– No. Peor todavía: los dos desean bailar conmigo.

La fiera expresión de Hermione se relajó.

– ¿Y por ese motivo has fijado tu residencia detrás de las palmeras?

– Exacto

– ¿Qué estáis haciendo aquí las dos?

El fuerte susurro junto a su oído le dio un susto de muerte a Sammie. Al volverse, vio que su hermana Emily se apresuraba a colocarse al lado de Hermione.

– Siempre andas metida en las cosas más extrañas, Sammie -dijo Emily al tiempo que se ajustaba el vestido de muselina de color crema, con sus verdes ojos llenos de curiosidad- ¿A quién estamos espiando?

Antes de que Sammie pudiera responder, Hermione le informó en voz baja:

– No está espiando; se está escondiendo de los señores Babcock y Whitmore.

A Emily se le escapó un resoplido nada elegante y en total disonancia con su belleza etérea.

– ¿El erizo y el cuervo de ojos saltones? Sabia decisión, Sammie. Esos dos son capaces de aburrir a las piedras.

– Exacto -confirmó Sammie quedamente- Y por eso vosotras dos debéis regresar a la fiesta. Alguien estará a punto de percatarse de que estamos las tres aquí. De hecho…

– ¿Qué demonios estáis haciendo las tres detrás de estas palmeras?

La aguda voz de Lucille casi hizo eco sobre el empapelado de la pared. Sammie alargó un brazo, asió la mano enguantada de su hermana y la arrastró sin contemplaciones detrás de la planta, cuyas hojas quedaron en movimiento.

– Por favor, no levantes la voz, Lucille -rogó Sammie.

Cielos, su afán de encontrar paz se estaba convirtiendo en un fracaso total. Un fracaso muy concurrido, por cierto. Sabía que sus hermanas tenían buena intención, pero aquellas plantas apenas proporcionaban espacio para esconder a dos personas, de modo que cuatro quedaba completamente descartado.

Se apretó un poco más hacia el rincón y a duras penas reprimió una exclamación ahogada cuando Hermione le pisó el pie con el tacón del zapato.

– Tenéis que iros todas -susurró con desesperación-. ¡Fuera! -Agitó los brazos lo mejor que pudo en aquel reducido espacio.

– Deja de darme con el codo, Lucille -protestó Emily en tono bajo pero vehemente, haciendo caso omiso del ruego de Sammie.

– Entonces, deja tú de empujarme con la cadera -replicó Lucille-. Y guárdate esas plumas de avestruz para ti sola -añadió dando un manotazo a la pluma que adornaba el tocado de Emily.

– ¿Quién me está empujando en la espalda? -quiso saber Hermione, intentando mirar detrás-. Yo estaba aquí primero…

– En realidad estaba yo -murmuró Sammie al tiempo que sacaba el pie dolorido de debajo del tacón de Hermione.

Mientras sus tres hermanas discutían sobre quién daba un codazo a quién, Sammie separó las frondas de la planta y observó la sala rogando para que nadie se hubiera fijado en la actividad que tenía lugar detrás de las palmeras. Pero sus oraciones fueron en vano.

Babcock y Whitmore, entre otros, lanzaban miradas de curiosidad hacia el bosquecillo de plantas. Pero lo peor era que su madre se dirigía hacia ellas con una expresión de clara sospecha.

– Atención, se acerca mamá -dijo Sammie agitando las manos frente a sus tres hermanas-. Si me descubre, volverá a pasearme por todo el salón, y entonces seré una candidata segura al manicomio. ¡Por favor, ayudadme!

La mención de la madre silenció de inmediato a sus hermanas, y al instante las puso en acción. Hermione apoyó una mano consoladora en el hombro de Sammie y susurró con tono terminante:

– Lucille, tú agarra a mamá por la derecha; Emily, tú por la izquierda. Yo me encargaré de la retaguardia.

Empleando la táctica militar de atacar por los flancos de la que se habían servido durante años para distraer la atención de su madre, Hermione, Lucille y Emily emergieron de detrás de las palmeras en un arco iris de muselinas, plumas y cintas. Espiando entre las hojas, Sammie vio cómo interceptaban a su madre y hábilmente la obligaban a girar en redondo. Ésta volvió la vista atrás y frunció el entrecejo.

– ¿Habéis visto a Sammie, niñas? -Pero su pregunta se perdió en medio de la música. Sammie se apretó contra la pared deseando hacerse invisible.