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– Me parece que está junto al ponche -dijo Lucille llevándosela de allí. Desaparecieron entre la multitud, y Sammie dejó escapar un largo suspiro.

“No eres más que una cobarde”, la reprendió su conciencia. Se resistió a semejante descripción, pero no pudo negar que era cierta; hacía años que no recurría a esconderse detrás de una planta, pero había sido necesario tomar alguna medida drástica. Y aunque no podía pasar escondida el resto de aquella interminable velada, necesitaba desesperadamente un momento para sí misma antes de unirse de nuevo a la fiesta de la señora Nordfield. Le palpitaban las sienes debido al esfuerzo de mostrarse complaciente mientras todo el mundo la miraba sin pestañear, susurraba acerca de ella y le formulaba una pregunta tras otra. Cielos, jamás había sospechado que el resultado de su fallido secuestro fuera a ser… aquello.

Si bien se sentía agradecida de que su familia no se hubiera visto herida por el escándalo a consecuencia de su encuentro nocturno con el hombre más buscado de Inglaterra, nadie, ni siquiera su madre, hubiera predicho que ella iba a convertirse en la mujer más buscada del pueblo. Ya no era “la pobre Sammie, la rara”; no, ahora se la consideraba “la inteligente y fascinante Sammie, la que había hablado con el Ladrón de Novias”.

Su flamante popularidad debería haberla complacido. A diario le llegaban flores de caballeros que sólo dos semanas antes la evitaban. Todas las tardes recibía visitas femeninas o invitaciones a tomar el té.

Sí, todos los que antes la habían ofendido -ya fuera directamente o a sus espaldas- ahora se proclamaban amigos suyos. Todo el mundo imploraba conocer detalles de su aventura con el Ladrón de Novias. Pese al hecho de que era una pésima bailarina, los caballeros deseaban ser su pareja de baile. Ahora las damas del pueblo buscaban su consejo, aunque sólo para temas banales como moda y joyas. Hasta su propia familia, con excepción de Hubert, se deshacía en elogios de ella, como si fuera una inteligente mascota que hubiera llevado a cabo una cabriola curiosa.

No, no podía disfrutar de aquella ola de popularidad porque en su corazón, en la parte más recóndita de su alma que siempre había anhelado en secreto ser aceptada, sabía que todo aquel interés por ella era superficial. Ninguno de sus nuevos “amigos” se interesaba por ella; tan sólo querían interrogarla acerca del Ladrón de Novias. Sabía muy bien que una vez quedara satisfecha su curiosidad, su interés se desvanecería rápidamente. Y por alguna razón, aunque ella intentaba resistirse, aquello le dolía más que los cuchicheos que había aprendido a ignorar a lo largo de los años.

Con todo, había soportado el flujo constante de visitas, pues no deseaba privar a su madre y sus hermanas de la profunda satisfacción que les proporcionaba su reciente popularidad. Sonrió hasta que le dolió la cara y aguantó incontables horas sentada en la salita, bebiendo suficiente té como para botar una fragata, respondiendo a innumerables preguntas y deseando todo el tiempo estar con Hubert leyendo revistas científicas, ayudándolo en su Cámara de los Experimentos y avanzando ella misma en sus estudios al respecto.

Cuando no estaba atrapada en la salita, pasaba horas interminables delante de la costurera, que le tomaba medidas para unos vestidos de volantes que la hacían sentirse ridícula e incómoda. Sin embargo, había consentido los planes de su madre porque no quería estropear su felicidad por la popularidad de su hija, y tampoco deseaba tentar al destino que milagrosamente había librado a su familia del escándalo.

No obstante, aún más pesada que las incesantes visitas era la larga serie de fiestas, veladas y sesiones musicales. Aunque a ella le encantaba la música, por lo general asistía a muy pocas reuniones de ese tipo. Había terminando cansándose de intentar desempeñar el papel de conversadora elegante e ingeniosa y de soportar expresiones de indiferencia o, peor aún, de lástima que decían inequívocamente: “Oh, es una verdadera pena que la pobre Samantha no se parezca más a sus preciosas hermanas”.

Hacía mucho que había asumido sus carencias físicas y sociales, pues sabía que su familia la amaba a pesar de ellas. Sin embargo, los actos de sociedad le hacían sentirse incómoda e inepta. Con todo, durante la última quincena había asistido a decenas de ellos con la sonrisa permanentemente fija en los labios, por no decepcionar a su madre. Pero su paciencia se había acabado. ¿Cuánto tiempo podría continuar aquella situación insoportable? ¿Cuándo se cansaría de ella toda aquella gente y la dejaría en paz? “Pronto, por Dios bendito, por favor, que sea pronto”. Por suerte, aquella velada era la última programada de momento, al menos que ella supiera. Sólo esperaba que su madre no escondiera otra pila de invitaciones en alguna parte.

Exhaló un suspiro muy sentido. Por más que deseara permanecer oculta, sabía que había llegado el momento de volver a la fiesta. Pero se prometió evitar a Babcock y Whitmore, y marcharse lo antes posible.

De modo que respiró hondo para hacer acopio de fuerzas y se volvió. Entonces se encontró mirando una pajarita blanca como la nieve y perfectamente anudada.

Sobresaltada, dio un paso atrás y tropezó con los enormes tiestos de porcelana que contenían las palmeras y los helechos. Gracias a Dios dichos tiestos era altos, de lo contrario habría caído de espaldas de manera vergonzosa entre las plantas. Echó la cabeza atrás y su mirada se topó con unos ojos castaños oscuro de expresión interrogante.

Respiró hondo y trató de reprimir su impaciencia. Por Dios, era imposible tener un momento de intimidad. ¿No podría aquel condenado hombre buscar otro rincón donde escapar? Recorrió con la mirada a aquel nuevo intruso que invadía su intimidad; su atuendo de noche, negro y formal, acentuado por un chaleco de brocado plateado y una camisa de un blanco cegador, le sentaba de maravilla a su figura alta y de hombros anchos. Su rostro resultaba llamativo más que apuesto, como si un artista hubiera esculpido sus rasgos con trazos amplios y audaces para crear unos pómulos altos, una mandíbula cuadrada, una nariz perfectamente recta y una boca firme pero bien formada. Sus hermanas y su madre sin duda lo encontrarían muy atractivo. Pero ella lo consideraba una condenada molestia y deseó fervientemente que se largara de su refugio.

– Perdóneme por haberla sobresaltado, señorita Briggeham -dijo el hombre con voz profunda-. Al observar el trío de damas que salía de detrás de estas plantas, supuse que el lugar estaba vacío.

Sammie consiguió a duras penas contener un gemido. Aquel sujeto conocía su nombre. Igual que todo el mundo en aquella velada, sin duda desearía información sobre el Ladrón de Novias. Como mínimo, la arrastraría a una conversación estúpida y después de alguna manera llevaría la charla al tema que estaba en boca de todos. Lo peor que podía pasar era que la interrogase y encima la invitase a bailar.

Esforzándose por ser cortés, incluso aunque procuraba apartarse poco a poco de él, le preguntó:

– ¿Nos conocemos, señor?

Él la contempló unos segundos antes de contestar, y Sammie sintió que le ardía la piel bajo aquella intensa mirada.

– Sí, así es, aunque de ello hace varios años. -Hizo una reverencia formal-. Soy el conde de Wesley. A su servicio.

Sammie se ajustó las gafas y lo observó detenidamente antes de fruncir el entrecejo.

– Perdone, milord, que no lo haya reconocido. Creía que usted era más… viejo.

– Seguramente me confunde con mi padre. Falleció hace cinco años.

Un intenso calor anegó las mejillas de Sammie. Menuda metedura de pata. Sin duda todos los presentes sabían que el padre del conde había muerto años atrás, excepto ella. Otra razón por la que aborrecer aquellas reuniones sociales: nunca sabía qué resultaba apropiado decir.

– Lo siento. No era mi intención…

– No hay cuidado -replicó él agitando la mano para restarle importancia al asunto. Alzó una ceja y en sus ojos brilló un destello malicioso-. Dígame, señorita Briggeham, ¿qué la ha traído a buscar cobijo detrás de estas plantas?