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– Al de “yo la acompaño a la galería para que usted no se vea obligada a bailar con esos zopenc… quiero decir caballeros”. Me siento sumamente agradecida, pero…

– No tiene importancia. Sin embargo, no ha sido un ardid. Me agradaría mucho tener el honor de acompañarla.

Sammie lo miró, buscando señales que delataran la actitud calculadora a la que se había acostumbrado en las últimas semanas. Pero, para su sorpresa, no vio más que lo que parecía cálida cortesía. Con todo, seguro que el conde sólo deseaba acompañarla para interrogarla acerca del Ladrón de Novias, perspectiva que la llenó de resignación. Decidida a terminar lo más rápidamente posible con lo inevitable, preguntó:

– ¿Por qué desea usted mi compañía?

Él se inclinó con aire de conspiración. Sammie percibió su aroma a limpio aunque temía su respuesta.

– Le he prometido a la señora Nordfield echar un vistazo a sus pinturas, y creo que desea que haga lo mismo con su hija soltera. Me haría usted un gran servicio al acompañarme. -Se incorporó-. Además, tengo entendido que esas pinturas son… inusuales, y quisiera contar con su opinión.

– Me temo que mis conocimientos de arte son bastante limitados.

– Con el debido respeto a nuestra anfitriona, me parece más que probable que no sea precisamente “arte” lo que veremos, señorita Briggeham.

La risa borboteó en la garganta de Sammie. Por lo menos aquel hombre resultaba divertido. Y después de ver cómo la había rescatado de los horrores del baile por parejas, supuso que le debía una recompensa. De modo que, relajada por primera vez en varias horas, inclinó la cabeza y enlazó mano enguantada en el codo que le tendía el conde.

– Ha despertado mi interés, lord Wesley. Me apetece ver la galería con usted.

5

Eric fue andando despacho hasta la larga galería, muy consciente de la pequeña mano enguantada que descansaba ligeramente sobre su manga; muy consciente de la mujer menuda que iba caminando a su lado.

“Ha despertado mi interés, lord Wesley”

“Del mismo modo que usted el mío, señorita Briggeham”

El contacto de la delicada mano de la joven irradiaba un tibio hormigueo que le subía y bajaba por el brazo. No estaba seguro del motivo por el cual ella le provocaba semejante reacción, pero no había duda de que así era.

Se detuvieron frente al primer lienzo. Con el rabillo del ojo, Eric observó cómo examinaba la pintura con la cabeza ladeada, primero a la derecha y luego a la izquierda.

– Es muy… interesante -comentó Sammie por fin.

Eric contempló la mezcolanza de colores oscuros.

– Es sencillamente horroroso -dictaminó.

Un ruido que sonó sospechosamente a una risita salió de la garganta de Sammie, que se apresuró a toser. Luego miró al conde, que quedó sobrecogido al ver sus ojos…, unos ojos en los que brillaba una aguda inteligencia y que parecían agrandados por las gruesas lentes de las gafas. Le recordaban a dos aguamarinas… llameantes, luminosos y de una claridad perfecta.

Estudió con detenimiento el rostro de la muchacha. La pequeña nariz se veía salpicada de una franja de pálidas pecas. Su mirada se desvió hacia la boca y le llamó la atención un lunar cerca de la comisura del labio superior…, aquel labio superior carnoso y pecaminoso que, al igual que el otro, parecería demasiado grande para aquel rostro en forma de corazón. El cabello, tupido y castaño, estaba recogido en un moño con artísticos bucles que enmarcaban la cara. Varios mechones brillantes escapados de las horquillas le daban a su dueña un aire ligeramente desaliñado. Eric sintió el súbito impulso de pasar los dedos por aquellos bucles desordenados y arrugó la frente al pensarlo.

Sammie se acercó más a él.

– Usted es el experto en arte, milord. ¿Qué representa este cuadro?

Él inspiró y un tentador aroma a miel le cosquilleó los sentidos, junto con un leve olor a… ¿tierra fresca?

Contuvo una sonrisa; aquella mujer llamaba mascotas a un sapo, un ratón y una culebra de jardín, y su “perfume” revelaba que había pasado un rato escarbando en el barro antes de asistir a la fiesta de la señora Nordfield. Sin embargo, aquel esquivo resto de miel olía lo bastante bien como para comérselo. Qué combinación tan interesante.

Hizo un esfuerzo para centrarse en la horrenda pintura y dijo en tono serio.

– Representa un granero durante una violenta tormenta -Señaló una mancha informa de color pardo-. Aquí se ve un caballo que regresa a toda prisa a su establo. -Miró a la joven-. ¿No está de acuerdo?

Ella le ofreció una sonrisa, y a él se le detuvo la respiración igual que le había sucedido en la casa de campo. Sonreír la transformaba, iluminaba sus facciones otorgándoles un aire de malicia y travesura.

– Hum -dijo ella tocándose la barbilla con los dedos-. A mí me parece más bien el fondo de un lago.

– ¿En serio? ¿Y qué iba a hacer un caballo en el fondo de un lago?

– Pero es que esa mancha no es en absoluto un caballo, milord, sino un pez enorme con la boca abierta.

– ¡Oh! Veo que están admirando mi retrato de la querida tía Libby -dijo en ese momento Lydia Nordfield, que se reunió con ellos frente al cuadro y se fijó en que la señorita Briggeham tenía una mano apoyada en el brazo del conde.

– Un trabajo maravilloso -murmuró éste gobernando su semblante para adoptar una expresión convenientemente seria-. En realidad, cuyo la señorita Briggeham y yo hayamos terminado el recorrido de la galería, deseo hablar con usted acerca de su talento, señora Nordfield.

La mujer abrió de golpe su abanico y comenzó a agitarlo con un vigor que puso en movimiento sus perfectos tirabuzones.

– Oh, se lo agradezco, milord. Naturalmente, estaré encantada de acompañarlo…

– No osaría monopolizar su tiempo -replicó Eric-. Yo mismo la buscaré tan pronto me haya formado una impresión de su colección.

– Esperaré ansiosa ese momento, milord -repuso la anfitriona en un tono que dejaba claro que nada que no fuera la muerte iba a impedirle hablar de arte con él. Se excusó con evidente mala gana.

– Cielos, ¿qué va a decirle? -preguntó la señorita Briggeham en tono confidencial- ¡Pero si ha comparado a la querida tía Libby con un caballo!

– Por lo menos no la he comparado con un pez con la boca abierta -bromeó él, y fue recompensado con un favorecedor arrebol de color melocotón-. A decir verdad, lo más probable es que no necesite decir nada, porque sin duda la señora Nordfield se encargará de llevar el peso dela conversación.

Sammie asintió lentamente y su expresión se tornó seria.

– Tiene razón. Veo que comparte usted el talento de mi madre para…

– ¿La manipulación? -aventuró Eric con una sonrisa.

– ¡No! -El color de las mejillas de Sammie se intensificó-. Me refería a los actos sociales, la conversación cortés, la charla ociosa.

– Me temo que eso es inevitable, dado el gran número de actos a que he asistido.

Pasearon hasta el cuadro siguiente.

– Supongo que es usted muy popular

Él enarcó las cejas.

– Recibo muchas invitaciones, si se refiere a eso. Pero, por lo visto, a usted le sucede lo mismo.

Ella dejó escapar una sonrisa desangelada.

– Sí, creo que sí. Por lo menos últimamente.

– Parece… desilusionada.

– Me temo que, a pesar de los bienintencionados intentos de mis hermanas por enseñarme, soy una bailarina horrible. Y, como estoy segura de que se habrá percatado, no se me da bien conversar sobre temas banales.

– Al contrario, señorita Briggeham, aún no me he aburrido con usted.

Sus ojos mostraron sorpresa. Se detuvieron delante de la siguiente pintura y Eric se obligó a mirarla. Tras examinar detenidamente aquellos trazos irreconocibles, aventuró:

– Estoy perdido. ¿Qué opina usted?

– Puede que sea el huerto de la querida tía Libby