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Juntó las cejas en un marcado ceño. Por razones que no podía explicar, sus pensamientos habían vuelto a girar en torno a aquel hombre irritante una docena de veces desde su encuentro la noche anterior. Se había desembarazado con facilitad de todos los petimetres con que se había topado: ¿por qué no se había olvidado de éste?

Quizás porque éste no hablaba de temas como la moda y el tiempo. O porque la había hecho reír. Tal vez se debiera a que en realidad había disfrutado con su compañía antes de su brusca separación, antes de que él demostrara que no era distinto de cualquiera de sus falsos admiradores.

Pero no tenía importancia; lo más seguro era que no volviera a estar nunca más con lord Wesley. Al fin y al cabo, salvo por la noche anterior, llevaba años sin verlo. A pesar de que su familia gozaba de cierta prominencia en Tunbridge Wells, el mundo social del conde orbitaba muy por encima del suyo. Sabía por su madre que Wesley pasaba la mayor parte del tiempo en Londres, sin duda entregado a toda clase de libertinaje, como era habitual en la nobleza.

Con todo, mientras que muchos otros la miraban con especulación y descaro, en los ojos de lord Wesley había visto algo -un calor inesperado, una amabilidad sorprendente- que la había reconfortado. Y atraído.

Respiró hondo. ¿Atraído? ¡Cielos, no! ¡Por supuesto que no se sentía atraída hacia aquel hombre! Era natural que toda mujer lo encontrase físicamente… agradable, pero un bello rostro no significa nada cuando uno era arrogante y presuntuoso y calificaba de “grotesco” el deseo que tenía ella de ayudar a un hombre noble. No, ciertamente no lo encontraba atractivo en absoluto. La única razón por la que no lo había apartado de su mente era porque había conseguido ponerla furiosa… y recordar el modo en que se separaron la enfadaba aún más. Sí, eso era todo.

Satisfecha, ató cuidadosamente su diario con una cinta de satén y guardó el manoseado librito de tapas de cuero en el compartimiento secreto que tenía en su escritorio.

Se levantó y fue hasta la ventana del dormitorio. Brillaba el sol de última hora de la tarde, derramando un cálido haz de luz sobre la alfombra de vivos colores.

Apartó la cortina de terciopelo verde oscuro y abrió la ventana para contemplar la campiña. Percibió el aroma de las rosas de su madre, que florecían en una desatada profusión de rojos y rosados. Nadie en el pueblo tenía rosas más bellas que Cordelia Briggeham, y a Sammie le encontraba pasear por los senderos del jardín respirando aquel aroma maravilloso y embriagador.

En ese momento llamó su atención un ruido en el patrio. Miró hacia abajo y vio a Hubert cruzando el suelo de losetas con paso desmañado, casi tambaleándose bajo el peso de una enorme caja.

– ¿Qué llevas ahí, Hubert? -lo llamó.

El joven volvió la vista hacia arriba, y su rostro se transformó en una amplia sonrisa al verla. Un mechón castaño le caía sobre la frente y le daba un aire infantil que resultaba chocante para sus catorce años.

– ¡Hola! -exclamó el chico- ¡Por fin ha llegado el telescopio nuevo! Voy al laboratorio. ¿Te gustaría acompañarme?

– Claro que sí. Me reuniré contigo en un par de minutos. -Se despidió con la mano y vio cómo Hubert se encaminaba hacia el viejo granero que había convertido en laboratorio varios años antes.

Sammie salió del dormitorio y fue hasta la escalera, emocionada por la perspectiva de ver el nuevo telescopio. Cuando se aproximaba al rellano, oyó la voz de su madre:

– ¡Qué amable por su parte venir a visitarnos, milord! ¡Y qué flores tan preciosas! Chester, por favor, acompañe a su señoría a la salita. Voy a encargarme de este ramo y a informar a Samantha de que tiene una visita.

– Sí, señora Briggeham -entonó Chester con su profunda voz de mayordomo.

¡Maldita sea! No le cupo duda de que el “milord” que en aquel momento se dirigía a la salita era el irritante vizconde de Carsdale, que seguramente venía a hablar del tiempo. Se apoyó en la pared y luchó contra el impulso de huir corriendo otra vez a su habitación y esconderse en el ropero. Y lo habría hecho si hubiera creído que tenía alguna posibilidad, pero el rumor de las faldas de su madre y sus pasos en la escalera le indicaron que estaba atrapada. Lanzó un suspiro para reunir fuerzas y salió al encuentro de su madre en lo alto de la escalera. Traía un gran ramo de flores de verano y lucía una radiante sonrisa.

– ¡Samantha! -dijo en tono bajo, pero emocionado-. Tienes un pretendiente, cariño. ¡Y no vas a adivinar de quién se trata!

– ¿El vizconde de Carsdale?

Cordelia abrió mucho los ojos.

– Cielos, ¿también él piensa hacerte una visita? Has de contarme estas cosas, cariño.

– ¿A qué te refieres con “también”? ¿A quién ha conducido Chester a la salita?

Su madre se inclinó con el semblante iluminado de placer.

– A lord Wesley -Susurró su nombre con la reverencia que normalmente reservaba para los santos y los monarcas.

Para gran fastidio suyo, Sammie sintió en la espalda un hormigueo que se parecía mucho a la emoción. ¿Qué demonios pretendía aquel hombre? ¿Acaso continuar la conversación sobre el Ladrón de Novias? En tal caso, su visita sería breve, ciertamente, pues ella no tenía intención de contestar más preguntas ni de escuchar más palabras groseras sobre aquel héroe. ¿O tal vez había venido por otra razón? Si era así, no se le ocurría cuál podía ser ¿Y por qué le había traído flores?

Su madre le puso el ramo debajo de la nariz y dijo:

– Te ha traído esto. ¿No son espléndidas? Oh, flores de un conde… No puedo esperar a contárselo a Lydia. -Su mirada escrutó rápidamente el sencillo vestido gris de Samantha-. Querida, oh, querida, deberías ponerte uno de tus vestidos nuevos, pero supongo que éste tendrá que servir. No queremos hacer esperar a su señoría.

Y aferrando el brazo de su hija con una fuerza que desmentía sus menudas proporciones, casi la empujó escalera abajo y luego por el pasillo que conducía a la salita, al tiempo que le susurraba tajantes instrucciones.

– No olvides sonreír, cariño -le dijo-, y muéstrate de acuerdo con todo lo que diga el conde.

– Pero…

– Y pregúntale por su salud -continuó Cordelia-, pero por nada del mundo saques a colación esos temas tan poco femeninos, como las matemáticas y la ciencia, que tanto te gustan.

– Pero…

– Y, hagas lo que hagas, no menciones a Isidro, Cuthbert ni Warfinkle. No es necesario que el conde esté al corriente de tus mascotas tan… inusuales. -Le lanzó una mirada de soslayo y con los ojos entornados-. Están fuera dela casa, ¿verdad?

– Sí, pero…

– Perfecto. -Se detuvieron delante de la puerta de la salita y Cordelia le acarició la mejilla-. Me siento muy feliz por ti, cariño.

Antes de que Sammie pudiera pronunciar palabra, su madre abrió la puerta y traspuso el umbral.

– Aquí la tiene, lord Wesley -anunció, arrastrando a su hija casi en vilo-. Me reuniré con ustedes dentro de unos momentos, en cuanto me haya encargado de estas flores tan bonitas y haya pedido que nos sirvan un refrigerio. -Esbozó una sonrisa angelical y acto seguido se retiró dejando la puerta debidamente entreabierta.

Aunque estaba ansiosa por reunirse con Hubert y el telescopio nuevo, Sammie se sintió aguijoneada por una reacia curiosidad por saber a qué se debía la presencia del conde. Decidida a ser cortés, miró a su visitante.

Éste permanecía de pie en el centro de la alfombra de Axminster en forma de diamante, alto e imponente, perfectamente ataviado con sus botas negras y relucientes, unos pantalones de montar de color beige y una chaqueta azul noche que le sentaba a la perfección a su masculina figura. Por un instante, Sammie deseó, de modo inexplicable y nada propio de ella, llevar puesto uno de sus vestidos nuevos.

Los únicos detalles del atuendo del conde que no resultaban perfectos eran su corbata de lazo, que parecía anudada de un tirón, y su cabello oscuro, bastante alborotado. Sammie reconoció, aun de mala gana, que aquellos desajustes en su aspecto resultaban un tanto… entrañables.