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Decidido a romper el silencio, comentó:

– Su hermano ha mencionado un grillo. ¿A qué o quién se refería?

Un leve rubor tiñó las mejillas de Sammie.

– No es más que un tonto apodo que usamos para nuestra madre. Suele gorjear cuando se ve asaltada por los desmayos.

– Entiendo -murmuró él, recordando divertido que, en efecto, la señora Briggeham había emitido un gorjeo la noche anterior cuando afirmó que iba a desmayarse, justo antes de llevarse a Babcock y Whitmore.

Caminaron durante un minuto entero en silencio y, por motivos que no pudo explicar, Eric se recreó perversamente en mantener a propósito un paso de tortuga para contrarrestar los intentos de la señorita Briggeham, no tan sutiles como ella creía, de acelerar la marcha. Al fijarse en que Hubert iba muy por delante de ellos, lo suficiente para no oír su conversación, el diablillo que llevaba dentro lo empujó a decir:

– Usted no quería que yo los acompañase. ¿Puedo preguntar por qué?

Ella se volvió rápidamente y lo escudriñó a través de las gruesas gafas antes de volver a fijar su atención una vez más en el sendero. Eric insistió:

– Dígamelo. No tema herir mis tiernos sentimientos, soy bastante impasible ante las pullas verbales, se lo aseguro.

– Muy bien, milord. Ya que insiste, seré totalmente directa. Creo que no es usted de mi agrado.

– Entiendo. Y por lo tanto, no le produce placer alguno la idea de estar en mi compañía.

– Exactamente.

– Debo decir, señorita Briggeham, que no recuerdo que nadie me haya dicho nunca algo así.

Ella le dirigió una mirada maliciosa y de soslayo.

– Eso me resulta muy difícil de creer, lord Wesley.

Tal vez hubiera debido sentirse abrumado por la temeridad de la joven, y por el inconfundible insulto que se vio levemente atemperado por el brillo travieso de sus ojos; pero, en cambio, aquello lo divirtió.

– Le cueste creerlo o no, me temo que es verdad -repuso-. De hecho, con frecuencia las personas se empeñan en decirme lo mucho que les agrado y cuánto disfrutan de mi compañía. A menudo recelo de sus motivos. Así pues, encuentro refrescante que usted me considere…

– ¿Fastidioso? -completó ella

– Exacto. Sin embargo, ya que la invitación de su hermano la obliga a soportar mi compañía un poco más de tiempo, le propongo que firmemos una tregua.

– ¿Qué quiere decir?

– Está claro que toda mención al Ladrón de Novias la pone furiosa, y, lo crea o no, me incomoda que se me considere un fastidio.

Sammie lo miró enarcando una ceja.

– Usted me ha pedido que diga la verdad, milord. Y no se me ocurre cómo podría afectarle mi opinión.

“Tiene razón. No debería afectarme. Pero, maldita sea, por alguna razón me afecta”. Antes de que pudiera contestar, Sammie continuó:

– Entonces ¿he de entender que esa tregua exigiría que usted no expresara sus opiniones acerca del Ladrón de Novias y que yo me abstuviera de llamarlo fastidioso?

– Por supuesto. No obstante, debe tener en cuenta que, al actuar de ese modo, me plantea un reto irresistible.

– ¿De veras? ¿Y cuál es?

– Pues la necesidad de demostrarle que está usted equivocada, naturalmente.

Sammie rió y miró al conde con ojos chispeantes.

– ¿Cree que existe alguna posibilidad?

Eric se llevó la mano al corazón.

– Me ha herido, señorita Briggeham. Le diré que rara vez me equivoco. De hecho, ahora que lo pienso, no creo que me haya equivocado jamás.

Ella chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.

– Por Dios. Fastidioso y además arrogante. Hay muchas palabras que empiezan por a para describir a un hombre, y eso es sólo el principio del alfabeto.

– Hay otras palabras que empiezan por a que podría utilizar, como…

– ¿Agobiante?

Eric fingió fruncir el entrecejo.

– Iba a decir “amigable”

Ella emitió un bufido.

– Si le sirve de consuelo, estoy segura de que la mayoría de la gente opina eso de usted, milord.

– Aun así, recuerdo que anoche usted me dijo que no era como la mayoría de la gente.

– Me temo que así es.

Una ancha sonrisa estiró los labios de Eric.

– Bien, en ese caso simplemente tengo que hacerle cambiar de idea y convencerla de que está en un error.

Ella rió, un sonido delicioso que le produjo a Eric un agradable calor en todo el cuerpo.

– Puede intentarlo si quiere.

– ¿Ve lo bien que está funcionando nuestra tregua? Ya me ha hecho una invitación. -Se detuvo y contempló fijamente a Sammie. El sol arrancaba destellos de rojo profundo y oro bruñido a su cabello y sus ojos chispeaban a causa de la risa.

Su mirada se posó más abajo, sobre aquella extraordinaria boca y aquel tentador lunar que adornaba la comisura del labio superior. La tibia sensación que le había inspirado su risa se transformó al instante en ardor.

– Por nuestra tregua -murmuró.

Se llevó una mano a los labios, besándole suavemente los dedos. Un aroma a miel inundó sus sentidos y apenas logró resistirse al deseo de tocarle la piel con la lengua para ver si sabía tan dulce como olía.

Sus miradas se encontraron y, sin dejar de sostener su mano a escasos centímetros de la boca, Eric observó cómo de los ojos de la joven desaparecía lentamente todo vestigio de humor.

En ese momento una expresión de sorpresa cruzó el semblante de Sammie, sorpresa convertida en confusión, que coloreó sus mejillas de un encantador tono rosa. Su piel era suave como los pétalos de una flor, y Eric sintió un súbito hormigueo en los dedos provocado por el ansia de palpar aquella suavidad. Levantó la mano libre muy despacio, como un hombre en trance, hacia aquella piel sonrosada por el rubor. Sammie abrió los ojos desmesuradamente y contuvo la respiración, un gesto muy femenino que cautivó a Eric.

– ¿Vienes ya, Sammie? -se oyó la voz de Hubert al obro lado de los rosales.

Ella dejó escapar una exclamación ahogada y dio un paso atrás, al tiempo que retiraba la mano de la de Eric como si se hubiera quemado.

– Sí -exclamó casi sin aliento. Entrelazó las manos con fuerza y señaló el sendero con la cabeza-. ¿Quiere acompañarme, lord Wesley?

Eric la siguió. Su estatura le permitía igualar su paso presuroso sin demasiado esfuerzo. No hizo intento alguno de ofrecerle el brazo, pues intuía que ella no lo aceptaría, y además no estaba nada seguro de que debiera tocarla otra vez. Aquella mujer ejercía un extraño efecto en sus sentidos.

Diablos, el deseo de tocarla casi había anulado su sentido común. ¿Qué demonios le estaba pasando? No estaba allí para cortejar a Samantha Briggeham, sino para cerciorarse de que ella no tramaba ningún plan absurdo para ayudar al Ladrón de Novias. Aunque mostraba claramente su simpatía por aquel hombre, cosa que a él lo complacía, también resultaba obvio que era una joven inteligente y sensata. No había necesidad de preocuparse por su bienestar; de hecho, en cuanto terminara de ver el telescopio se marcharía de allí.

Sammie observó a lord Wesley mientras Hubert le enseñaba su Cámara de los Experimentos, esperando ver signos de aburrimiento o gestos despectivos dirigidos a su hermano.

Pero parecía fascinado por el laboratorio y por la amplia colección de vasos, frascos y experimentos en curso. Formulaba muchas preguntas (preguntas inteligentes, tuvo que admitir). Se veía a las claras que no sólo le interesaba la química, sino que también poseía conocimientos de ella. Y ni una sola vez miró despectivamente a Hubert ni le habló en un tono de superioridad o censura. De hecho, por mucho que lo mirara, se comportaba de un modo que sólo podía calificarse de…