Amigable.
Arrugó la frente. Maldita sea, no quería que aquel hombre le resultara amigable, prefería con mucho considerarlo fastidioso y arrogante. Pero al verlo inclinarse sobre el microscopio de Hubert y luego mirar al muchacho con una sonrisa en su apuesto rostro, no pudo negar que había otra palabra con a para describir a lord Wesley: atractivo.
– Sammie ¿por qué no le enseñar a lord Wesley tu sección, donde preparar las lociones de miel y cera de abeja?
La pregunta de Hubert la sacó bruscamente de sus inquietantes cavilaciones, y se sujetó el estómago para sosegar el nerviosismo que aleteaba en su cuerpo. Por más que su naturaleza de científica la instase a reunirse con los dos varones en el otro extremo de la habitación, sus instintos femeninos la advirtieron que se quedase donde estaba, tan alejada de lord Wesley como pudiera.
Esforzándose por sonreír, señaló la esquina más alejada del granero y dijo:
– No hay nada emocionante que ver, milord. Sólo quemadores, crisoles y moldes, y las pocas jarras de miel que me quedan.
– Está siendo modesta, lord Wesley -replicó Hubert-. Sammie es una científica de primer orden, y también una gran profesora. En realidad, ella despertó mi interés por la ciencia, y es mi mejor fuente de aliento e inspiración. Sus experimentos con cremas y lociones son fascinantes, y es posible que pronto lleve a cabo un descubrimiento importante.
Un intenso calor ascendió por las mejillas de Sammie, que sintió ganas de taparle la boca a Hubert. Si bien apreciaba su entusiasmo y sus amables palabras, no sentía ningún deseo de ver la reacción de lord Wesley: de consternación, horror, asco, aburrimiento, desdén o cualquier combinación de todo ello. De modo que lo miró, decidida a cambiar de tema, pero se sorprendió al ver que él la contemplaba con franca curiosidad.
– ¿Qué clase de experimentos está realizando, señorita Briggeham? -En su voz no había ni un ápice de sarcasmo, sólo genuino interés.
Ella titubeó unos segundos y a continuación lo condujo hasta su zona de trabajo.
– Anoche le mencioné a una de mis amigas, la señorita Waynesboro-Paxton…
– La dama que no pudo asistir a la velada por motivos de salud -recordó lord Wesley.
– Así es -repuso Sammie, sorprendida de que se acordara-. Padece graves dolores en las articulaciones, sobre todo en los dedos. He comprobado que hay dos cosas que le alivian el dolor: envolverle las manos en toallas calientes y húmedas y darle masajes con mi crema de miel. Estoy intentando descubrir un modo de hacer que mi crema se caliente por sí sola.
Lord Wesley se acarició la barbilla y asintió.
– Así incorporaría las propiedades del calor directamente a la crea. ¿Y está cerca de lograr el éxito?
– Recientemente he hecho ciertos progresos, pero me temo que aún me queda mucho trabajo. No obstante, estoy empeñada en conseguirlo.
Alzó levemente la barbilla, retándolo en silencio a que se burlara de ella, a que le quitara importancia tildándola de presumida, pero en sus ojos no percibió más que admiración.
– Ingeniosa idea -dijo él al tiempo que desviaba la mirada para examinar los materiales-. Deseo sinceramente que obtenga éxito. Dígame, ¿recoge usted misma la miel?
– Sí. Tengo media docena de colmenas detrás de la cámara.
– Atesora esas pocas jarras que le quedan como si fuera una avara -bromeó Hubert-. Pero cuando recoja la miel el mes próximo, podrá escamotearle una jarra sin que se dé cuenta. Tengo debilidad por la miel.
Lord Wesley volvió a centrar la mirada en Sammie y la escrutó con una expresión indescifrable que a ella le oprimió el estómago.
– Sí, me temo que a mí me ocurre lo mismo -musitó.
Acto seguido volvió a prestar atención a Hubert, y Sammie estuvo a punto de soltar un gemido de alivio.
Dios santo, aquel hombre ejercía un perturbador efecto sobre sus sentidos. Era como si su mutua proximidad les devolviera vivacidad y les pusiera en alerta todos los sentidos. La sensación de su fuerte brazo bajo la palma de su mano cuando la acompañó por el jardín, aquel olor suyo a bosque y a limpio que le había provocado el deseo de acercarse y respirarlo. Sensaciones turbadoras que había conseguido ignorar, hasta que él se detuvo y la miró con aquella intensidad que le hizo encoger los dedos de los pies y le causó un ardor abrasador.
Hasta que él le rozó la mano con sus labios.
Notó que le ardían las mejillas y se apresuró a acercarse al telescopio para fingir que lo inspeccionaba y disimular su confusión. No se podía negar que aquel hombre la confundía. Había empezado enfureciéndose con él, pero cuando le pidió disculpas, de algún modo había conseguido desarmarla y divertirla, igual que había hecho en la fiesta de la señora Nordfield. Disfrutó de aquel lance verbal, pero una vez que dejaron de hablar y él la miró de aquella forma… de repente se le quitaron las ganas de reír, de repente no deseó otra cosa que él la tocase la cara, tal como estuvo a punto de hacer.
Se sorprendió en el acto de exhalar un largo suspiro y se abofeteó mentalmente; cielos, ¿en qué estaba pensando? No era posible que estuviera albergando ideas románticas respecto a lord Wesley. Algo así sería como invitar a su casa a un rompecorazones. Necesitaba mantener sus fantasías románticas enfocadas en caballeros imaginarios que jamás pudieran tener su corazón en las manos, o incluso en un hombre como el Ladrón de Novias, que existía sólo en su recuerdo, más como figura heroica que como hombre de carne y hueso.
Un murmullo de voces atrajo su atención al otro lado del recinto, donde Hubert y lord Wesley conversaban. Su hermano tenía el semblante iluminado por aquel entusiasmo que siempre lo embargaba cuando hablaba de sus experimentos o inventos. Era una mirada que por lo general fijaba en ella. Experimentó una súbita punzada al ver que ahora su hermano la estaba dirigiendo a aquel hombre desconcertante…, un hombre que tal vez no fuera digno de la admiración que irradiaban los ojos de Hubert. O quizás el problema fuera la incómoda sensación de que pudiera llegar a gustarle, si se lo permitía a sí misma, y de que la admiración de Hubert no estuviera fuera de lugar.
Miró de nuevo a lord Wesley, que asentía con expresión seria y la vista fija en el vaso lleno de líquido que Hubert le enseñaba. Trató de desviar los ojos, pero se encontró admirando el perfil del conde, la curva de la frente, los pómulos altos, la nariz recta, los labios firmes y la fuente línea del mentón. Como si él hubiera percibido el peso de aquella mirada, se volvió y la miró a los ojos. Sammie sintió una oleada de calor y a punto estuvo de darse una palmada en la frente. ¡Santo cielo, la había sorprendido mirándolo! Tosió para disimular su vergüenza y se apresuró a aplicar el ojo al telescopio nuevo, rogando que sus mejillas no estuvieran tan coloradas como se temía.
Ajustó el enfoque de la lente más por la necesidad de recobrar la compostura que para ver nada. El jardín se volvió nítido y se maravilló de las posibilidades de aquel instrumento. Las rosas de su madre parecían tan cerca como para tocarlas y…
De pronto su campo visual fue atravesado por una ráfaga azul. Volvió a ajustar la lente y observó. Era su madre, con un vestido azul flotando tras ella, que se dirigía hacia el laboratorio a una velocidad de la que Sammie la creía incapaz. Dios del cielo, se había olvidado por completo de que su madre había ido a preparar un refrigerio para lord Wesley. Probablemente se había alarmado y se preguntaba dónde se habría medio el conde, rezando para que estuviera en cualquier sitio excepto en la cámara.
Sammie apenas se había incorporado cuando la puerta se abrió de golpe y su madre apareció en el umbral. Tuvo que morderse el labio para no echarse a reír al ver el aspecto desaliñado que ofrecía su siempre impecable madre. El pecho le subía y bajaba a causa de la carrera por el jardín, el echarpe le colgaba lacio del corpiño, a un costado, y su complicado moño, al que le faltaban varias horquillas, se sostenía torcido en lo alto de la cabeza.