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– Está aquí, lord Wesley -consiguió decir entre una inspiración y otra-. Creía que se había escapado… eh… marchado antes de que tuviéramos la oportunidad de charlar. Lo he buscado por todo el jardín, hasta en los establos. -Lanzó a su hija una mirada de horror que decía a gritos: “Sea lo que fuera en lo que estabas pensando para traerlo aquí, ya hablaremos de eso más tarde”.

Lord Wesley movió la mano abarcando todo el recinto.

– Hubert se ofreció amablemente a enseñarme su telescopio nuevo. Es una pieza magnífica. Y su laboratorio no es menos que asombroso. Debe de estar muy orgullosa de él.

La mirada de Cordelia se clavó en Hubert, el cual parecía haber crecido cuatro centímetros tras los elogios del conde, y una sonrisa ablandó sus ojos. Amaba con pasión a su inteligente hijo, al que no comprendía en lo más mínimo.

– Muy orgullosa -convino. Se las arregló para sonreír y mirar ceñuda a Hubert a un mismo tiempo-. Aunque mi querido hijo tiende a olvidar que no debe aburrir a nuestros invitados con toda esa complicada charla científica.

– No se preocupe, mi querida señora -dijo el conde en tono suave-. Su hijo -su mirada se desvió brevemente hacia Sammie- y su hija constituyen una compañía deliciosa. He disfrutado inmensamente.

El desconcierto cruzó el semblante de Cordelia, como si intentase discernir qué palabras de las pronunciadas por el conde eran ciertas y cuáles mera cortesía. Por fin, decidió que lo mejor era hacerlo regresar a la casa. Le ofreció su mejor sonrisa de anfitriona antes de anunciar:

– Hay té y galletas en la salita

Él extrajo su reloj del chaleco y consultó la hora.

– Pese a lo mucho que me agradaría acompañarlas, me temo que debo marcharme.

El rostro de Cordelia se desencajó. Sabiendo que a continuación su madre invitaría al conde a que acudiera otro día a tomar el té, Sammie se dispuso a intervenir; no deseaba que su madre imaginase que lord Wesley iba a complacerlas con una segunda visita, ni que se sintiera decepcionada cuando éste rechazase la invitación. Apartó con firmeza la perturbadora idea de que ella también iba a sentirse decepcionada.

Pero antes de que pudiera decir palabra, lord Wesley se volvió hacia ella.

– Cuando llegué, un mozo de cuadras se hizo cargo de mi montura. Tal vez quiera usted acompañarme a los establos, señorita Briggeham.

– Oh, sí. Naturalmente…

– Te agradezco mucho que me has enseñado tu laboratorio -le dijo a Hubert antes de darse la vuelta para despedirse de Cordelia con una reverencia formal-. Gracias, señora Briggeham, por su amable hospitalidad.

– Oh, no tiene por qué darlas, milord -replicó Cordelia. De hecho…

– Acompáñeme, lord Wesley -se adelantó Sammie a su madre.

Y salió rápidamente del laboratorio resistiendo el impulso de tirar del brazo de lord Wesley.

Ambos atravesaron el prado a toda prisa en dirección a los establos. Al cabo de unos segundos, lo oyó reír suavemente.

– ¿Es esto una carrera, señorita Briggeham?

– ¿Cómo dice?

– Va usted corriendo como si la persiguiera el mismísimo diablo.

Sin aminorar la marcha, Sammie le dirigió una divertida mirada de reojo.

– Puede que así sea.

La risa acabó en carcajada.

– Soy más bien todo lo contrario, se lo aseguro.

– ¿Intenta convencerme de que se le podría describir como “angelical”?

– Bueno, ésa es otra palabra que empieza por a

Sus palabras terminaron en una risita, y por alguna razón Sammie aceleró aún más el paso. Cuanto antes se fuera, mejor. Aquel hombre la ponía nervioso, de un modo horrible que, estaba segura, o casi segura, no le gustaba nada.

Llegaron a los establos en menos de un minuto. Mientras Cyril iba a buscar el caballo del conde, Sammie intentó recuperar el resuello después de aquella carrera casi al galope por el prado. Cuando Cyril regresó con un corcel de color chocolate, no pudo reprimir una exclamación.

– Es magnífico, lord Wesley -dijo, tocando el brillante pescuezo del animal, que se volvió y le hociqueó los dedos emitiendo un suave relincho que le hormigueó en la palma-. ¿Cómo se llama?

– Emperador

Montó con elegancia. Sammie se apartó y se protegió los ojos del sol para mirarlo. La cálida brisa le revolvía el cabello. Su mano sujetaba las riendas y sus musculosas piernas ceñían el caballo con la soltura de un jinete experto. Estaba increíblemente masculino a lomos de aquel hermoso corcel, y Sammie anheló poseer talento artístico para captarlo en un dibujo. Ya casi lo imaginaba a galope tendido por una pradera, saltando por encima de una valla, formando un solo ser con su montura.

– Gracias por su hospitalidad, señorita Briggeham -dijo él sacándola de su ensoñación.

– No tiene por qué darlas, milord.

Sintió una punzada de pesar al comprender que el tiempo que habían pasado juntos tocaba a su fin. El conde había demostrado poseer sentido del humor y ser educado y encantador, y el hecho de que hubiera mostrado tanta amabilidad hacia Hubert la había conmovido profundamente. Si las circunstancias fueran distintas… Si ella fuera una mujer que atrajese su atención durante algo más que un instante fugaz…

Pero, por supuesto, no lo era. Él era un conde y ella simplemente una… curiosidad pasajera. Alzó la barbilla y le dijo:

– Gracias por las flores.

Él la miró fijamente con una expresión indescifrable durante varios segundos, como si deseara decirle algo. Sammie sintió que el corazón se le aceleraba, esperando a que él hablara. Sin embargo, el conde se limitó a inclinar la cabeza y murmurar:

– De nada

Una inexplicable desilusión embargó a Sammie. Hizo un esfuerzo por sonreír y dijo:

– Le deseo un buen trayecto de regreso, lord Wesley. Adiós.

– Hasta pronto, señorita Briggeham -contestó él con tono grave y seductor.

Espoleó a Emperador y se alejó al trote por el sendero.

Sammie lo contempló hasta que desapareció por el recodo, mientras intentaba calmar su pulso errático.

“Hasta pronto”. Seguro que no había querido significar nada con aquella frase de despedida; no era más que una fórmula. Sería una idiota si pretendiera ver algo más, creer que él tenía la intención de visitarla otra vez. ¿Y por qué iba a querer ella eso? Aunque en ese momento no pudiera seguir pensando mal de él, ciertamente no guardaba ningún parecido con el caballero arrojado y valiente que siempre había imaginado que haría aletear su corazón. No, “aventurero”, no era una palabra con a que pudiese emplear para describir al conde de Wesley.

Por lo tanto, sería una estupidez desear que regresara.

Sin embargo, de pronto se sintió bastante estúpida.

7

Del London Times:

Varios padres agraviados más se han incorporado a la Brigada contra el Ladrón de Novias, contribuyendo con sus aportaciones a la recompensa económica, que ya asciende a siete mil libras. Adam Straton, el magistrado del lugar donde se produjo el último secuestro, afirma que ha redoblado sus esfuerzos para resolver el caso y que está seguro de que pronto apresará al Ladrón de Novias. “No pienso descansar hasta que lo vea ahorcado por sus crímenes”, ha prometido Straton.

Eric tenía la mirada perdida al otro lado de la ventana de su estudio. Normalmente, el cálido brillo del sol que resplandecía entre los árboles y la visión de sus establos a lo lejos le proporcionaba placer y consuelo. Sin embargo, aquel día no lograban serenarlo, pues había intentado por enésima vez olvidar la única cosa que al parecer no podía borrar de la mente.

Samantha Briggeham.