Выбрать главу

Habían transcurrido tres días desde que fuese a visitarla. Tres días desde que su sinceridad, su inteligencia y su falta de astucia lo habían cautivado, tal como en las dos ocasiones anteriores en que había hablado con ella. Tres días deseando verla otra vez, hasta el punto de tener que obligarse a no partir en su busca.

Diablos, no había necesidad de preocuparse más por el bienestar de aquella joven: no le habían quedado secuelas de su fallido secuestro. Pero lo cierto era que no lograba quitársela de la cabeza.

¿Por qué? ¿Qué tenía que lo atrajera tanto? Por supuesto que podía mentirse afirmando que su interés radicaba sólo en el hecho de que la había secuestrado equivocadamente. Pero mentirse a sí mismo constituía un ejercicio fútil.

No: había algo más en Samantha Briggeham que lo conmovía inexplicablemente. ¿Qué era? Desde luego no era hermosa, aunque la combinación de ojos y labios demasiado grandes lo fascinaba como nunca lo había conseguido una belleza clásica. Había gozado de la compañía de muchas mujeres espléndidas, mujeres cuya belleza podía dejar a un hombre sin aliento, pero todas le habían resultado olvidables. De hecho no se acordaba de la cara de ninguna. El rostro que llenaba su mente de día y de noche no era el de un diamante, sino el de una muchacha rural y sin pretensiones que, de forma incomprensible, lo atraía como ninguna otra mujer antes.

Fue hasta el bar y se sirvió un dedo de coñac. Se quedó contemplando el líquido ambarino como si éste guardara la solución de aquel molesto rompecabezas.

De acuerdo, lo intrigaba el inusual aspecto de la joven. Era agradable. Pero eso no explicaba del todo aquello que no sabía nombrar… aquella preocupación. Se apoyó contra el escritorio de caoba y bebió un sorbo, disfrutando del calor que le bajó hasta el estómago. A su mente acudieron en tropel una serie de imágenes de la señorita Briggeham: escondida detrás de las palmeras de la señora Nordfiel; riendo mientras contemplaban las horrendas pinturas de la señorita Nordfield; su pánico cuando la secuestró; su expresión soñadora cuando reveló sus ansias de aventura; su deseo de nadar en el Adriático…

Diablos, a lo mejor ése era el problema. Sabía cosas de Samantha Briggeham que no debería saber, que no sabría si no la hubiera conocido en su papel de Ladrón de Novias. Y no sólo estaba al tanto de sus deseos de aventura, sino que también sabía lo que era tenerla entre sus brazos, la sensación de su cuerpo suave apretado contra él, la embriagadora sensación de galopar con ella a través de la oscuridad, el aroma a miel de su piel.

Luego estaba su furia… no, su “fastidio”, cuando él se atrevía a criticar al Ladrón de Novias, un hombre al que ella admiraba. Su obvio amor por su hermano y su indulgencia hacia su madre. Su esperanza de inventar una crema medicinal para ayudar a su amiga. Era inteligencia, amable, leal, divertida, tremendamente directa al hablar y…

Le gustaba.

Estaba a punto de beber otro sorbo de coñac cuando lo comprendió de repente y el vaso se detuvo a medio camino de sus labios.

Maldición, aquella joven le gustaba.

Le gustaba su sonrisa, su forma de reír, hasta su indignación. Nunca mostraba la actitud prepotente de tantas mujeres que había conocido; Samantha abrigaba sueños de éxitos científicos y de aventura que iban mucho más allá de qué vestidos ponerse o qué sombrero comprar.

Y sus ojos… aquellos extraordinarios ojos como el agua, llenos de esperanzas y deseos por cumplir, que insinuaban sentimientos y vulnerabilidades que él deseaba descubrir. Sí, en eso consistía su preocupación: en el simple deseo de saber más de una mujer interesante. De conversar con ella, de descubrir todas aquellas ideas fascinantes que él notaba bullir bajo sus gruesas gafas.

Bebió otro sorbo de coñac mientras hacía uso de lo aprendido en el ejército a la hora de tomar decisiones; identificó el problema, con lo cual tenía ganada la mitad de la batalla: no podía olvidarse de la señorita Briggeham porque le gustaba y quería saber más de ella.

Pero ¿cómo solucionar el problema?

Tenía dos opciones: obligarse a sacarla de su mente, pero dado que no había sido capaz de hacerlo desde que la conoció, descartó dicha alternativa. Así pues, sólo le quedaba verla otra vez, hablar con ella y descubrir más cosas acerca de su persona. Una vez que lo hiciera, su curiosidad quedaría satisfecha y por fin podría colocar su preocupación por ella en la perspectiva adecuada. Perfecto.

Levantó la copa para celebrar su brillante lógica y brindó por su infalible plan.

Eric tiró de las riendas de Emperador para detenerlo detrás de unos robles que se alzaban junto a la linde del bosque. Entornó los ojos para protegerse del sol de primeras horas de la tarde y observó cómo se aproximaba la señorita Briggeham, que venía del pueblo. En lugar del paso vivo que le había visto en su anterior encuentro, caminaba despacho entre el verdor, con la cara hacia arriba, saboreando la bonanza del tiempo. El sombrero le colgaba a la espalda, sostenido por las cintas, de modo que el cabello castaño le resplandecía a la luz del sol. Una sonrisa iluminó su semblante y giró sobre sí misma balanceando con alegre abandono el cesto que llevaba, antes de inclinarse a oler un matojo de flores silvestres.

Eric envidió de pronto aquella imagen despreocupada y relajada. ¿Cuándo había sido la última vez que había disfrutado simplemente de la luz del sol, que se había solazado en un día estupendo, que se había inundado de los aromas y sonidos de la naturaleza sin el peso de sus responsabilidades y obligaciones? Nunca desde aquel último verano antes de ingresar en el ejército, concluyó al cabo de un momento. Margaret y él habían disfrutado de largos paseos a caballo por todo el condado, a menudo llevándose la comida consigo. En varias ocasiones no se habían aventurado más allá de los establos y habían pasado la tarde atendiendo a los caballos con Arthur.

Había transcurrido demasiado tiempo desde su última tarde libre y relajada, y sintió el repentino impulso de unirse a la señorita Briggeham, levantarla en vilo y ponerse a girar con ella y compartir su mismo placer.

Desechó ese impulso, totalmente impropio de un conde, y continuó observándola. Sus labios se curvaron en una sonrisa cuando ella salvó de un salto unas rocas con una alegría que le recordó a un cachorro.

Permaneció oculto hasta que ella estuvo a muy corta distancia. Entonces espoleó los flancos de Emperador y salió al camino.

– Vaya, señorita Briggeham, es un placer verla de nuevo.

Ella se detuvo en seco como si se hubiera topado con una pared. El color de sus mejillas ya sonrosadas se intensificó y distintas expresiones cruzaron su rostro. Pero aunque claramente sorprendida de verlo, no pareció disgustada.

– Lord Wesley -dijo sin resuello- ¿Cómo está?

– Muy bien, gracias. ¿Va de regreso a casa desde el pueblo? -inquirió, como si Arthur no lo hubiera informado de que la señorita Briggeham recorría aquel camino casi todas las mañanas.

– Sí. He ido a ver a mi amiga, la señorita Waynesboro-Paxton.

– ¿Y cómo se encuentra hoy de su dolor en las articulaciones?

– Peor, me temo. Le he llevado otra jarra de mi crema de miel y le he dado un masaje en las manos, lo cual la ha aliviado temporalmente. -Se protegió los ojos con una mano a modo de visera y levantó la vista hacia el conde-. ¿Se dirige usted al pueblo?

– No, simplemente he sacado a Emperador a que haga un poco de ejercicio y a disfrutar de este día tan espléndido. -Sonrió a la joven-. Creo que está agotado de tanto correr, así que ¿me permite pasea con usted?

El caballo bajó las orejas, relinchó suavemente y escarbó el suelo con la pata una vez. Sammie rió y dijo:

– Por supuesto. Pero, según parece, a Emperador no le agrada que usted lance calumnias sobre su vitalidad. De hecho, jamás hasta ahora he visto un caballo capaz de mostrar indignación. -Acarició el cuello del animal y dijo-: Si lo desea, podemos dar un rodeo hasta el lago para que Emperador beba un poco de agua.