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– Maravillosa sugerencia.

Eric desmontó con la intención de ofrecerse a cargar con el cesto, pero la invitación murió en su garganta al mirar a la joven. El brillo del sol arrancaba de su pelo destellos de rojos vibrantes y dorados ocultos. Llevaba el moño más bien despeinado, seguramente a causa de dar tantas vueltas, pero aun así aquellos mechones parecían haber sido revueltos por las manos de un hombre… un hombre que hubiera cedido al impulso de acariciar aquellos bucles que parecían de seda.

El resplandor se reflejaba también en sus gafas, lo cual atrajo la mirada de Eric hacia sus ojos… unos ojos que lo miraban ligeramente expectantes, como si aguardaran a que él dijera algo, hazaña que al parecer era incapaz de llevar a cabo.

Su piel brillaba bañada por un sol que hacía florecer sus mejillas como si fueran rosas. Eric posó la mirada en aquellos labios carnosos, en los que permanecía una media sonrisa y tuvo que hacer un esfuerzo para desvíar la vista. La joven llevaba un vestido de muselina azul pálido, absolutamente modesto y sin adornos, pero a juzgar por los latidos de su corazón podía haber llevado un camisón de encaje…

Al instante la imaginó así vestida, con sus atractivas curvas apenas cubiertas por la tela transparente. Sintió un súbito calor en la ingle y a duras penas logró contener el gruñido de frustración que le subió a la garganta.

Diablos, ¿qué le estaba pasando? Sacudió la cabeza para disipar aquella imagen tan perturbadora.

– ¿Sucede algo, lord Wesley?

– Eh… no.

Sammie se acercó y le escrutó el rostro. Eric percibió un sutil aroma a miel que le inundó la cabeza; apretó con fuerza los dientes.

– ¿Está seguro? Parece un poco… sonrojado.

¿Sonrojado? Sin duda la joven se equivocaba, aunque sí era cierto que los pantalones le ardían.

– Es que hace calos. Aquí, al sol -Maldición, ¿aquel sonido tan ronco era su voz? Le ofreció su brazo y señaló con la cabeza el sendero que se internaba en el bosque-. ¿Le apetece?

– Naturalmente. A la sombra se estará más fresco.

Sí, más fresco. Aquello era lo único que deseaba. Por alguna razón inexplicable, el sol ejercía un extraño efecto en él. Tirando de las riendas de Emperador con una mano y con la mano de la señorita Briggeham levemente apoyada en su brazo, ambos se dirigieron al bosque.

Dejó escapar un suspiro de alivio cuando la sombra que proporcionaban los altos árboles se tragó el calor y le ofreció el frescor que tanto necesitaba. Comenzaron a pasear rodeados de suaves sonidos: el leve murmullo de las hojas, el trino de un pájaro, el crujido de las ramas rotas bajo sus pies, un suave resoplido de Emperador.

Eric buscó algo que decir, algo inteligente que la hiciera reír o sonreír, pero por alguna razón se sentía como un colegial tímido e inmaduro. Lo único que se le ocurría preguntarle: “¿Sabe usted lo bien que huele?”, pero era evidente que no podía decir semejante cosa. Por primera vez se veía privado de su habitual soltura mundana; si tuviera una mano libre, se la habría pasado por el pelo. Deseaba ver a aquella mujer, hablar con ella, conocerla mejor y allí la tenía. Sin embargo, parecía que se le hubiera comido la lengua el gato.

Se vio salvado de iniciar una conversación cuando llegaron al lago. El agua resplandecía en un tono azul oscuro y reflejaba retazos dorados de sol. Soltó las riendas de Emperador y lo dejó ir tranquilamente hasta la orilla para que bebiera. La señorita Briggeham se soltó de su brazo, y él experimentó el impulso de recuperar su mano a toda prisa. Ella se alejó unos metros y fue a apoyarse contra un grueso sauce.

– Estas últimas tardes ha hecho un tiempo de lo más despejado -comentó la joven, rompiendo el silencio- ¿Ha aprovechado el buen tiempo para observar las estrellas?

Eric se abalanzó sobre aquel tema de conversación igual que un perro sobre un hueso.

– Pues sí, en efecto. Dígame ¿está contento Hubert con su nuevo telescopio?

– Sí. Es un instrumento muy bueno, pero tiene pensado construír él mismo uno, algún día. Está convencido de que es probable que existan más planetas, y quiere construír un telescopio lo bastante potente para descubrirlos.

– Como William Herschel cuando descubrió Urano -apuntó Eric.

Ella lo miró con sorpresa y agrado.

– Exacto. Hubert venera a ese hombre.

– Yo tengo un telescopio Herschel.

– ¿Un Herschel? ¡Oh! -Se ajustó las gafas y miró al conde con expresión de respeto- Debe de ser una maravilla.

– En efecto, lo es -confirmó Eric-. Hace varios años tuve la suerte de conocer a sir William y se lo compré directamente a él.

– Cielos, ¿lo ha conocido en persona?

– Sí. Es un tipo fascinante.

– ¡Oh, tiene que serlo! Su teoría de los sistemas de estrellas binarios es brillante -Su rostro se iluminó como si él le hubiera regalado un puñado de perlas… o estrellas, más bien- Dígame, ¿alcanza a ver Júpiter con su Herschel?

– Sí. -Eric agachó la cabeza para esquivar las ramas bajas y se reunió con ella a la sombra del sauce- Y anoche observé varias estrellas fugaces.

– ¡Yo también! ¿No eran maravillosas?

Él asintió con la cabeza y dijo:

– Cuando surcan los cielos dejando un rastro de pequeñas joyas me recuerdan a los diamantes.

Ella sonrió.

– Una descripción muy poética, milord.

Cautivado por su sonrisa, Eric se acercó un poco más.

– ¿Y cómo las describiría usted, señorita Briggeham?

Ella inclinó la cabeza hacia atrás y miró los retazos de cielo azul que se veían entre el follaje del sauce.

– Como lágrimas de ángeles -dijo por fin con suavidad-. Veo las estrellas fugaces y me pregunto quién estará llorando en el cielo, y por qué. -Bajó la vista hacia el conde, y a él se le cerró la garganta al contemplar su expresión soñadora- ¿Por qué cree usted que puede llorar un ángel?

– No se me ocurre.

Una leve sonrisa de timidez cruzó sus labios

– Lágrimas de ángel. Totalmente ilógico y nada científico, ya lo sé.

– Y sin embargo, una descripción muy clara y atinada. La próxima vez que vea una estrella fugaz, yo también me preguntaré si está llorando un ángel.

Sus miradas se encontraron durante unos segundos, y a Eric le pareció ver casi una chispa saltar en el aire. ¿La habría notado ella también? Antes de que pudiera llegar a ninguna conclusión, Sammie desvió la mirada y dijo:

– Ardo en deseos de contarle a Hubert que usted ha conocido a sir William Herschel, y que posee unos de sus telescopios. -Una sonrisa tocó sus labios-. Claro que quizá sea mejor no decirle nada; si se lo cuento lo asediará a preguntas, y las que no se le ocurran a él se me ocurrirán a mí.

– Tendré mucho gusto en contestarlas -le aseguró Eric, sorprendido de haber dicho aquello en serio-. No conozco a nadie que comparta mi interés por la astronomía. De hecho, a lo mejor a Hubert y a usted les agradaría venir a Wesley Manor a ver mi Herschel.

Sammie abrió unos ojos como platos y Eric apretó los puños para no arrancarle aquellas gafas.

– Hubert se moriría de la emoción, milord -contestó casi sin respiración.

– Y usted, señorita Briggeham… ¿también se moriría de la emoción?

– Por supuesto -respondió ella con un gesto perfectamente serio-. Jamás hubiese imaginado tener tan rara oportunidad.

– Perfecto. -Levantó la vista hacia los fragmentos de cielo azul visibles entre las hojas-. Al parecer, esta noche estará despejado. ¿Tiene compromisos hoy?

– Pues… no, pero ¿está seguro de que…? -Dejó la pregunta sin terminar y le dirigió una mirada ardiente.

– Parece usted bastante atónita por mi invitación, señorita Briggeham. Creía que las palabras que empezaban por a eran para describirme a mí.