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Una chispa de humor brilló en los ojos de Sammie, y entonces esbozó una sonrisa tímida y complacida. Sin embargo, por alguna razón ridícula aceleró el corazón de Eric.

– Le aseguro -dijo el conde- que me encantaría que usted y Hubert fueran mis invitados esta noche.

– En tal caso, milord, sólo puedo darle las gracias por su amable invitación. Hubert… y yo… acudiremos encantados.

– Excelente. Enviaré mi carruaje a recogerlos ¿Quedamos, digamos, a las ocho?

– Perfecto. Gracias.

Eric observó cómo formaban las palabras sus labios carnosos, con la atención fija en aquel fascinante lunar que adornaba la comisura de su boca. Los labios se fruncieron al pronunciar la palabra “perfecto” como si estuvieran a punto de ser besados.

Besados. Aquella palabra lo golpeó como un puñetazo en el estómago. Dios, tenía una boca increíble. A medida que iba tomando conciencia de aquel hecho, aquellos labios húmedos lo llamaban como un canto de sirena. El ardoroso impulso de tocar aquella boca seductora con la suya, sólo una vez, un instante, lo abrumó y se superpuso a su agudo sentido común.

Igual que un hombre en trance, se acercó lentamente a ella. Sammie lo miró con ojos cada vez más grandes a cada paso que daba él. Cuando se detuvo casi encima de ella, lo contempló con expresión confusa.

Eric apoyó un brazo en el tronco del sauce, junto al hombro de ella, y con la mirada la recorrió de arriba abajo. Era obvio que su proximidad la ponía nerviosa, hecho que no debería haberlo complacido, pero le complació. Se veía a las claras que no era el único que experimentaba aquella… sensación, fuera lo que fuese.

Los ojos agrandados de Sammie reflejaban desconcierto, y sus mejillas se tiñeron de color. Su pulso latía de forma visible en la base de su delicada garganta y el pecho le subía y bajaba con inspiraciones cada vez más rápidas. Su delicioso aroma embriagó a Eric, que se acercó aún más para captar mejor aquella esquiva fragancia.

– Huele usted a… gachas de avena -dijo en tono suave.

Ella parpadeó dos veces y después sonrió ligeramente.

– Vaya, gracias, milord. Sin embargo, será mejor que le advierta que esos cumplidos tan floridos podrían subírseme a la cabeza.

Eric frunció el entrecejo ¿Acababa de compararla con las gachas de avena? ¿Cómo demonios se las arreglaba aquella mujer para despojarlo de toda su cortesía? Incapaz de contenerse, se acercó todavía más, hasta quedar a escasos centímetros de ella. Respiró hondo y dijo:

– Gachas de avenas rociadas con miel. Mi desayuno favorito. -Sus labios se encontraban a escasa distancia de la fragante curva de su cuello-. Calientes. Dulces. Deliciosas.

Inhaló una vez más y sintió un hormigueo en todo el cuerpo. Dios, olía como para comérsela. El deseo que le vibraba en las venas era tan fuerte, tan ardiente e inesperado, que lo sacó de su estupor. “¿Qué diablos estás haciendo?” Estaba claro que había perdido el juicio.

Reprimió su deseo y retrocedió unos pasos. Maldición, ni siquiera la había tocado y ya estaba jadeando como si hubiera corrido una milla. Y su mirada le confirmó que ella estaba igual de turbada; sus ojos eran fuentes de agua que lo observaban fijamente, con absoluta perplejidad; de sus labios entreabiertos salían respiraciones agitadas y el pecho le subía y bajaba de un modo que le hizo posar los ojos en sus amplias curvas. A duras penas consiguió tragarse el gemido que pugnaba en su garganta.

¿Por qué no la había besado, al menos brevemente, para satisfacer su curiosidad y terminar de una vez? Obviamente, porque su sentido común había vuelto para recordarle que la señorita Briggeham era una joven respetable con la que no se podía jugar. Pero de igual modo que habló su sentido común, también lo hizo su insidiosa vocecilla interior: “No la has besado porque sabes, en lo más hondo de ti, que no te bastaría con saborearla un breve instante”.

Maldición. Lo mejor era marcharse enseguida, antes de que hiciera algo que pudiera lamentar, como aceptar la invitación casi irresistible que llameaba en sus ojos, aunque dudaba de que ella se hubiera percatado siquiera. Se obligó a alejarse unos pasos más e hizo una reverencia formal.

– Debo irme -dijo, arreglándoselas para ignorar el seductor arrebol que coloreaba las sedosas mejillas de la joven-. Pero la veré esta noche.

Frunció el entrecejo de repente. Tal vez no fuera buena idea tenerla en su casa. Pero al instante desechó esa preocupación; iban a estar debidamente acompañados por el hermano, y seguro que no tendría dificultad en resistirse a la leve atracción que pudiera sentir hacia ellas. Las extrañas ideas que le habían acudido a la mente momentos antes habían desaparecido ya, y de nuevo poseía un total dominio de sí mismo. La señorita Briggeham se encontraba perfectamente a salvo con él.

Sammie se colocó las gafas y se aclaró la garganta.

– Hasta esta noche -dijo con una serenidad que por alguna razón lo irritó.

Naturalmente, él sí que había hablado con serenidad… pero no esperaba que lo hiciera ella.

Fue hasta donde estaba Emperador y montó. Tras despedirse de la señorita Briggeham con un gesto de la cabeza, emprendió el regreso a su caso a un vivaz trote.

Qué peligro de mujer. Debía de estar loco para haberla invitado a su casa. Pero no importaba; no sería más que una noche, unas pocas horas en su compañía. Fácil de soportar.

Después de todo ¿acaso no acababa de demostrarse a sí mismo que era plenamente capaz de resistirse a ella?

Sammie se quedó recostada contra el tronco del árbol, con la mirada fija en el camino mucho después de que él hubiera desaparecido de la vista, y con el puso acelerado y errático.

Cielo santo, había estado a punto de besarla. Besarla, con aquellos labios firmes y maravillosos. Exhaló un suspiro femenino, de una clase que nunca había sentido. Cerró los ojos mientras recordaba la manera en que él había apoyado el brazo en el árbol, junto a ella, la manera en que se le acercó y la envolvió en su límpido aroma a bosque. Despedía un intenso calor, y tuvo que apretar las palmas de las manos contra la áspera corteza del sauce para no comprobar si aquel calor era tan fuerte como parecía.

Otro suspiro soñador le subió hasta la garganta, pero esta vez, cuando estaba a punto de soltarlo, recobró la cordura con un sonoro palmetazo.

Por supuesto, tenía que estar equivocada. ¿Por qué demonios iba a desear besarla lord Wesley? Sin duda, simplemente había mostrado curiosidad por su fragancia y se preguntaba por qué olería a gachas de avena.

Pero el modo en que la miró… con aquella expresión tan intensa que casi la dejo sin respiración. Seguro que no había sido su intención acercarse tanto, no cabía duda de que lo único que buscaba era más sombra.

¿Y qué había hecho ella? Comportarse como una perfecta idiota, quedarse sin resuello y con las rodillas flojas por su proximidad, con el corazón desbocado por la emoción y ansiando el contacto de sus labios.

Sintió una oleada de vergüenza. ¿Se habría dado cuenta él? ¿Habría visto el anhelo en sus ojos? Se llevó las manos a las mejillas, que le ardían. El conde no deseaba otra cosa que ponerse a la sombra, y toda su lógica había quedado hecha añicos, igual que un puñado de cenizas en una tormenta. Dios santo, ¿qué le había ocurrido? No lo sabía, pero no podía negar que aquel hombre le afectaba de un modo de lo más perturbador.

Tal vez no debería ir a su casa… pero tenía que ver ese telescopio Herschel. No podía negarse a sí misma ni a Hubert esa oportunidad. Además, Hubert iba a acompañarla a modo de carabina. No habría motivo para que lord Wesley se le acercase demasiado y por tanto tampoco para que se le acelerase el corazón o se quedase sin respiración. Lord Wesley y ella compartían tan sólo su interés por la astronomía. Era natural que sintiera… afinidad con él; al fin y al cabo, no era muy diferente de hablar de las estrellas con su hermano.