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Satisfecha con su explicación lógica, se apartó del árbol y echó a andar por el sendero que conducía a su casa. Con un suspiro, cayó en la cuenta de que un posible problema de su visita a la mansión de lord Wesley iba a ser su madre. No quería que malinterpretara la invitación del conde y la tomara por algo más de lo que era: un gesto amable y generoso hacia otros entusiastas como él para ver un telescopio fabricado por el astrónomo vivo más famoso del mundo. Lord Wesley estaba siendo simplemente… amigable. De hecho, tan amigable que resultaba… alarmante. Asombroso.

Sí, iba a tener que cerciorarse de que su madre entendiera que allí no había nada más. De lo contrario, en la mente casamentera de Cordelia se dispararían pensamientos imposibles, sin esperanzas.

“Y tú también harías bien en recordar que son pensamientos imposibles y sin esperanzas”.

Sin embargo, aunque aquella severa advertencia interior le tensó la espalda, no consiguió apagar el imposible anhelo que el conde de Wesley había despertado en su corazón.

8

– Es la tercera vez que mira el reloj de la chimenea en los últimos diez minutos, milord -comentó Arthur Timstone con su voz ronca desde el otro extremo de la habitación-. Sus invitados no tardarán en llegar. Mirar tanto la hora hace que el tiempo transcurra más despacio.

Eric, situado junto a la chimenea de su estudio privado, se volvió y miró a su fiel mayordomo por encima de su copa de coñac. Arthur se hallaba cómodamente arrellanado en su sillón favorito junto al escritorio de caoba de Eric, con un vaso de whisky medio lleno entre sus curtidas manos.

Con frecuencia se reunían de aquel modo por la noche, y compartían una copa mientras Arthur le relataba las noticias de las que se había enterado por los rumores de la servidumbre y que podían resultar de interés para Eric y el Ladrón de Novias. Sin embargo, aquella noche el centro de todos los chismorreos era Eric.

– Esta invitación a la señorita Briggeham ha causado un gran revuelo en la casa de los Briggeham -comentó Arthur-. Su madre es un auténtico manojo de nervios; ya ha invitado a la señora Nordfield a tomar el té mañana para hablar de ello.

Eric había temido que ocurriese algo parecido, pero estaba muy versado en el arte de esquivar a madres casamenteras.

– No hay nada de que hablar. Sencillamente he invitado a la señorita Briggeham y a su hermano a que vengan a ver mi telescopio.

– Por supuesto -convino Arthur con un gesto de la cabeza-. Sería una necedad sugerir que está usted interesado en la señorita Sammie.

– Exacto. Y tanto Cordelia Briggeham como Lydia Nordfield, al igual que todo el mundo, saben muy bien la opinión que siempre he tenido acerca del matrimonio. Sería una estupidez por su parte creer que he cambiado de idea.

– Bah, ya podría usted ponerse a gritar desde los tejados que no tiene ninguna gana de casarse. A nadie le importaría. Probablemente pensarían que es usted un miedoso.

– ¿Miedoso? -exclamó-. Después de haber sido testigo de primera mano de la pesadilla que fue el matrimonio de mis padres y de saber cuán infeliz es Margaret en el suyo, no tengo la menor intención de atraer sobre mí semejante desgracia. Y aun cuando estuviera lo bastante loco para casarme, desde luego no podría someter a una esposa y a unos hijos al peligro al que me expongo. Si me apresaran, sus vidas quedarían destrozadas.

– Sabia decisión -convino Arthur-. Claro que esas casamenteras no tienen forma de saber esos motivos. -Paladeó un sorbo de whisky y lanzó un suspiro de placer-. Con todo, es una locura que piensen que milord desea a la señorita Sammie; no es el tipo de mujer que atrae a un hombre como usted.

– En efecto, no lo es -coincidió Eric en un tono más áspero de lo que pretendía. Se terminó el coñac y se sirvió otra copa.

– Aun así, con toda la atención que está suscitando, es posible que algún caballero se fije en ella. Cabe pensar que por lo menos habrá un sujeto lo bastante listo para ver más allá de las gafas de esa mujer. -Arthur meneó la cabeza y emitió un ruidito de disgusto- Pero, bah, esos jóvenes cachorros no quieren otra cosa que caras bonitas, sonrisas tímidas y risitas tontas. No sabrían distinguir a una mujer especial ni aunque se la pusieran delante de las narices. Y desde luego, la señorita Sammie es muy especial. -Señaló a Eric con su grueso dedo índice- Déjeme decirle que si yo fuera unos años más joven y un caballero, tal vez me decidiera a hacerle la corte.

La mano de Eric se detuvo a medio camino de la boca. Bajó la copa muy despacio y replicó:

– ¿Cómo dices?

Arthur agitó la mano para restarle importancia al asunto.

– No se preocupe. Yo estoy loco por mi Sarah. De todas formas, hay que estar ciego para no reparar en la sonrisa de la señorita Briggeham. O en lo bonito que tiene el pelo. O en esos ojos suyos, tan grandes y… brillantes. Y además es más lista que el hambre. Ha tomado al joven Hubert a su cuidado, y gracias a lo que ella le enseña el chico sabe ya más que nadie. Sí, la señorita Sammie vale mucho más de lo que la gente cree.

Eric se apoyó contra la repisa de mármol de la chimenea en una postura relajada, en vivo contraste con el inexplicable desasosiego que lo acuciaba.

– No sabía que estuvieran tan… enterado de los encantos de la señorita Briggeham. -En el instante en que salieron de sus labios aquellas palabras, supo que había cometido un error.

Arthur parpadeó varias veces, se inclinó hacia delante y contempló a Eric. Éste intentó conservar una expresión impasible, pero al parecer no lo logró, porque Arthur le dijo:

– Soy viejo, no ciego. Y no sabía que usted estuviera enterado de que esa joven posee encantos.

Eric levantó las cejas.

– Yo no soy viejo ni ciego.

La confusión de Arthur se demudó en azoramiento.

– ¡Que el diablo me lleve!, no estará usted poniendo el ojo en la señorita Sammie ¿verdad?

Eric abrió la boca para negarlo, pero antes de que pudiera decir nada, Arthur exclamó con ojos como platos:

– Maldita sea, muchacho, ¿acaso ha perdido el juicio? No es la clase de mujer que le gusta a usted.

Aguijoneado por aquella observación, Eric preguntó a su vez en tono glaciaclass="underline"

– ¿La que me gusta a mí? ¿Qué significa eso?

– Oh, vamos, no se haga el duro. Yo lo quiero como a un hijo, es sólo que… -Sus ojos se ensombrecieron y dejó la frase sin terminar.

Eric enarcó una ceja.

– Está claro que quieres decirme algo, Arthur ¿Por qué no lo dices sin más, como has hecho siempre?

Arthur se echó al coleto un buen trago de whisky y a continuación se enfrentó a la mirada de Eric.

– Muy bien, ¿Por qué, exactamente, la ha invitado a venir aquí?

Vaya. ¿Cómo iba a poder explicar algo que él mismo no comprendía? Dejó su copa sobre la repisa y se mesó el pelo.

– Supongo que siento cierta responsabilidad hacia ella, que deseo cerciorarme de que no sufre problemas en sociedad por culpa del secuestro.

– No los ha sufrido. Ya le he dicho que desde entonces todo el mundo la requiere.

– Lo sé, pero…

– Se le ha metido a usted en la piel.

Se miraron a los ojos y entre ambos fluyó una corriente de entendimiento, nacido tras años y años de compartir cosas, primero de niño a criado, luego de joven a mentor, después de hombre a hombre. De amigo a amigo. De confidente a confidente. Lo que Eric había experimentado siempre por Arthur era el sentimiento de un hijo hacia un padre, más incluso de lo que había sentido hacia su verdadero progenitor.

– En la piel -repitió Eric despacho- Sí, me temo que así es.

Arthur soltó un profundo suspiro.

– Ahora sí la hemos hecho buena -Se recostó contra el respaldo y observó a Eric con los ojos entornados-. Sería una lástima que ella sufriera.