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Eric se sintió tocado.

– ¿Por qué de pronto tienes esa opinión de mí? No tengo intención de hacerla sufrir.

– Lo tengo en más alta estima que nadie, y usted lo sabe -replicó Arthur con mirada serena y firme-. Usted no desea hacerla sufrir, pero la señorita Sammie no es una mujer corriente. NO es una de sus viudas mundanas ni una de sus actrices con tanta experiencia de la vida.

– ¿Y crees que no lo sé? -Volvió a mesarse el pelo-. Maldita sea, lo dices como si estuviera a punto de seducirla. Resulta insultante y molesto que pienses siquiera algo así. ¿Es que no te fías de mí?

La dura expresión de Arthur se suavizó. Se incorporó sobre sus débiles rodillas y cruzó la estancia para ponerle una mano en el hombro.

– Claro que sí. Con toda mi alma. Es usted el mejor hombre que conozco. Pero hay ocasiones en que el criterio de un hombre puede nublarse. Hasta el del hombre mejor intencionado. Sobre todo si hay una mujer de por medio. -Los ojos de Arthur reflejaban comprensión y preocupación-. La señorita Sammie es… una joven buena. Decente. Incluso con las personas que se ríen de ella a sus espaldas. Y además es inocente. Es justo la clase de mujer que podría ver en sus intenciones más de lo que usted pretende. -Le dirigió a Eric una mirada penetrante-A menos, claro está, que lo pretenda de verdad.

Eric resopló sin pizca de humor.

– Pareces muy interesado en mis intenciones respecto de la señorita Briggeham. ¿Por qué? Nunca habías mostrado tanto interés en mi vida privada.

– Me ha interesado siempre. Sólo que nunca he hecho ningún comentario.

– Pero ahora sí.

– Sí. Porque conozco a la señorita Sammie, y la aprecio.

– ¿Y se te ha ocurrido que a lo mejor también la aprecio yo?

– A decir verdad, sería usted un necio si no la apreciara. La señorita Sammie es la sal de la tierra. Lo único que espero es que sea… cuidadoso con ella. Tiene muy buen corazón, y no me gustaría nada que se lo destrozaran. -Le dio un apretón en el hombro-. Usted también tiene buen corazón y me gustaría mucho que se lo entregase a alguien antes de que me haga demasiado viejo para verlo.

Eric entrecerró los ojos.

– Estás interpretando demasiadas cosas a partir de una simple invitación.

Arthur tardó unos segundos en contestar. Contempló a Eric con la misma mirada penetrante de antes.

– Sí, probablemente tenga razón. -Le apretó una vez más el hombro y luego se dirigió hacia la puerta-. Que disfrute de la velada, milord. Estoy seguro de que a la señorita Sammie y al señorito Hubert les encantará su estupendo telescopio.

En el instante mismo en que Arthur cerró la puerta al salir, Eric apuró su copa de coñac. Sintió cómo le bajaba el calor por el cuerpo y calmaba la inquietante sensación que lo atenazaba.

Una simple invitación, maldita sea. No era más que eso. No tenía la menor intención de enredarse con Samantha Briggeham; tenía sus responsabilidades, su vida secreta. Un precio puesto a su cabeza.

En su vida no había sitio para ella.

De pie en el espacioso nicho acristalado que había en un rincón del amplio invernadero de lord Wesley, Sammie contemplo a Hubert acercarse al Herschel con expresión reverencial. El chico lanzó una exclamación que la hizo sonreír, y se concentró en la emoción y el entusiasmo de su hermano, un sentimiento que ella misma debería experimentar también… si no fuera porque era casi dolorosamente consciente de la presencia de aquel hombre alto y de cabello oscuro que contestaba con suma paciencia la andanada de preguntas que le disparaba Hubert sin cesar.

Cielos, ¿era posible que un hombre pudiera dejarla a una sin respiración? Jamás lo hubiera imaginado. Hasta aquel momento. Hasta que se encontró en su casa, intentando centrar la atención en lo que decía, en su magnífico telescopio, y fracasando estrepitosamente. Hasta que él volvió la vista hacia ella y todo el oxígeno pareció desaparecer del aire.

Vestido totalmente de negro salvo por la camisa y la corbata de lazo, blancas como la nieve, tenía un aire elegante y al mismo tiempo daba la sensación de que por debajo de aquel pulido barniz bullía una energía apenas contenida. Una fuerza reprimida que sugería que aquel hombre era más de lo que indicaba su impecable apariencia.

– Ahí esta Sagitario -dijo Hubert sin aliento debido a la emoción, mirando por el visor-. Y el Águila. ¡Ya las había visto antes, pero no de esta forma! Parecen al alcance de la mano. -Se volvió, agarró a su hermana de la mano y tiró de ella-. Mira, Sammie, nunca has visto nada parecido.

Sammie hizo un esfuerzo para apartar la vista de su inquietante anfitrión y se recordó que estaba deseosa de experimentar el esplendor de un telescopio tan magnífico, de modo que se acercó al instrumento. Tras efectuar ciertos ajustes en el enfoque, lanzó una exclamación de sorpresa.

– Es como si el cielo estuviese a unos metros de mí.

Las estrellas titilaban como diamantes contra terciopelo negro, con un brillo cercano que le hizo desear alargar la mano para cogerlas y jugar con ellas entre los dedos.

– Las estrellas son fabulosas, ciertamente -comentó lord Wesley a su espalda-, pero si mira aquí…

La frase quedó en suspenso cuando él se acercó un poco más y Sammie sintió que la rodeaba el calor de su cuerpo. Eric apoyó una mano en su hombro y extendió la otra por delante para hacer girar lentamente el telescopio.

– Ya está -dijo con voz profunda, junto al oído de Sammie-, ahora debe poder ver Júpiter.

Sammie observó cómo cambiaba el cielo tachonado de diamantes conforme él ajustaba el telescopio, con la respiración atascada en la garganta al sentir el roce de su cuerpo. Su aroma limpio y masculino inundó sus sentidos, y tuvo que luchar por reprimir el impulso de reclinarse contra él, de envolverse en él como en una manta cálida y aterciopelada.

Sintió un leve hormigueo allí donde la mano de él le tocaba el hombro, al tiempo que un estremecimiento de placer le bajaba por la columna vertebral. Entrecerró los ojos al notar las sensaciones que la recorrían de arriba abajo e hizo un esfuerzo por inhalar aire. Pero aquel comportamiento ilógico y nada científico por su parte no podía ser. Abrió los ojos, parpadeó, y entonces lanzó una exclamación ahogada.

– Oh, cielos -jadeó-. Es un milagro ver algo que se encuentra tan lejos.

– Cuénteme qué ve -dijo lord Wesley con suavidad.

– Es… increíble. Rojo. Ardiente. Misterioso. Demasiado distante para imaginar siquiera cómo es.

Con el cuerpo del conde tan cerca de su espalda, observó el lejano planeta y trató, sin éxito, de convencerse de que el rápido latir de su corazón se debía únicamente a la emoción de aquel descubrimiento.

Respiró hondo para recuperarse y se reprendió interiormente. Luego se volvió hacia Hubert, que casi daba saltos de alegría. Se ajustó las gafas y le dirigió una sonrisa claramente temblorosa.

– ¿Es grande, Sammie? -preguntó Hubert.

– Es lo más grande que he sentido… digo, visto nunca.

Se apresuró a apartarse del telescopio para que Hubert aplicase el ojo a la lente. Su exclamación de asombro resonó por toda la habitación, y Sammie se atrevió a espiar a lord Wesley; éste la estaba observando, y cuando sus miradas se encontraron, le sonrió.

– ¿Está emocionada?

– Oh, muy emocionada, milord. -Cielos, ¿aquella voz sin resuello era la suya? Señaló con un gesto a su hermano, completamente absorto-. Y diría que Hubert está a punto de ponerse a dar brincos.

Eric rió quedamente.

– Yo reaccioné del mismo modo la primera vez que miré por el telescopio.

A Sammie le pasó por la mente una imagen de lord Wesley dando brincos con juvenil despreocupación, imagen que le provocó una sonrisa.

– Cielo santo, esto es increíble -exclamó Hubert en tono bajo y reverente. Luego se volvió hacia ellos, hurgó en su chaleco y extrajo una libreta con tapas de cuero-. ¿Le importaría que tomase algunas notas, milord?