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No tengas prisa y anota todo lo que quieras muchacho -respondió el aludido con una cálida sonrisa-. Se volvió hacia Sammie-: Quizá, mientras Hubert disfruta del Herschel, a usted le gustaría conocer mi hogar, señorita Briggeham.

Sammie vaciló. Se trataba de una invitación teóricamente inocente, y sin embargo le dio un vuelco el corazón ante la idea de estar a solar con el conde. Entonces estuvo a punto de romper a reír por su estupidez; por supuesto, no iban a estar solos, una casa de aquel tamaño tendría decenas de criados. Además, no se atrevía a quedarse allí para mirar por el telescopio y arriesgarse de nuevo a tenerlo a él tan cerca de su espalda. Y tampoco deseaba apartar a su hermano del Herschel.

– Espero que un paseo por mi casa no sea un asunto de tanta importancia -comentó Wesley en tono jocoso. Le ofreció su brazo y dijo-: Vamos. He pedido que sirvan el té en la salita. De paso, le enseñaré la galería de retratos y la mataré de aburrimiento con tediosas historias sobre mis numerosos antepasados.

Haciendo un esfuerzo para dar a su voz un tono ligero que distaba mucho de sentir, Sammie aceptó su brazo y murmuró:

– ¿Cómo podría resistirme a tan tentadora invitación?

Y mientras salían del invernadero, rogó que, en efecto, el conde la matara de aburrimiento; pero mucho se temía que lord Wesley ya le resultaba demasiado fascinante.

Se detuvieron junto al último grupo de retratos de la galería.

– Supongo que esta dama será su madre -dijo ella.

Eric contempló el bello rostro de su madre, que le devolvía una sonrisa serena y cuyo semblante no reflejaba rastro alguno de la amargura y la infelicidad que había padecido.

– Sí

– Es encantadora

A Eric se le hizo un nudo en la garganta

– Sí lo era. Murió cuando yo tenía quince años.

La pequeña mano que descansaba en su manga le dio un leve apretón de comprensión.

– Lo siento. No hay un buen momento para perder a un progenitor, pero ha de ser especialmente difícil para un chico en el umbral de convertirse en un hombre.

– Sí.

Eric consiguió pronunciar aquel monosílabo con dificultad. Lo asaltaron los recuerdos, como le ocurría cada vez que miraba el retrato de su madre. Voces airadas, su padre lanzando pullas verbales que herían profundamente, y su madre, desesperada en su desgracia, prisionera de la infelicidad de su matrimonio.

– ¿Quién es esta mujer? -preguntó Sammie tirando de él y sacándolo de sus turbadores recuerdos.

Eric miró el siguiente retrato, y experimentó el dolor que siempre lo acompañaba al pensar en Margaret. Aquel retrato había sido pintado para conmemorar su decimosexto cumpleaños.

Parecía joven y tan dulce e inocente con su vestido de muselina color marfil… que Eric se acordó vívidamente de cuando se colaba en la biblioteca durante las larguísimas horas que su hermana pasaba en ella posando, para hacerla sonreír. “¿Qué cara es esa, Margaret? Parece que te has comido un pimiento picante. Sonríe, o cogeré un poco de pintura roja y te dibujaré una gran sonrisa en la cara”. A modo de respuesta, Margaret encogía las mejillas y ponía cara de pez. A pesar de aquellas travesuras, el artista había logrado captar a Margaret con una sonrisa serena y una hispa de malicia en los ojos.

– Ésta es mi hermana Margaret

Ella se sorprendió

– No sabía que tuviera usted una hermana, milord

Eric la miró fijamente. Habría apostado a que casi todas las mujeres del pueblo conocían a los miembros de las familias de la nobleza.

– Margaret es la vizcondesa de Darvin. Vive en Cornualles.

– Yo siempre he deseado ver la costa de Cornualles. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo allí?

“Desde que mi padre la vendió como si fuera un saco de harina”

– Cinco años. Desde que se… casó

Ella notó la tirantez de su tono y sus ojos brillaron con un sentimiento de amistad.

– ¿No es feliz en su matrimonio? -preguntó con suavidad

– No

– Cuánto lo siento. Es una lástima que no haya podido salvarla el Ladrón de Novias.

Aquellas palabras lo atravesaron como un relámpago de culpabilidad

– Sí, es una lástima

– ¿La ve con frecuencia?

– No lo bastante, me temo

– Yo echaría mucho de menos a mis hermanas si vivieran tan lejos -comentó Sammie

– Tiene tres hermana ¿me equivoco?

– En efecto. Todas están casadas. Lucille y Hermione viven aquí, en Tunbridge Wells. Emily, que acaba de casarse con el barón Whiteshead, vive a una hora a caballo. Todas nos vemos muy a menudo.

– Recuerdo haber conocido a sus hermanas en una velada musical, hace varios años.

La señorita Briggeham sonrió brevemente.

– Y estoy segura de que no se olvidaría de ellas. Mis hermanas son todas preciosas; pero juntas dejan sin aliento a cualquiera.

Eric no pudo discrepar. Sin embargo, la hermana que a él le resultaba inolvidable era ella.

– Pero lo más asombroso y maravilloso de mis hermanas -continuó Sammie- es que por dentro son tan encantadoras como por fuera.

Eric no detectó envidia en su voz, sólo un profundo orgullo. Estudió su rostro vuelto hacia arriba mientras decidía si debía o no decirle que ella era igual de encantadora. ¿Aceptaría el cumplido como un sentimiento sincero, o creería que no era más que una cortesía superficial?

Incapaz de decidirse, dejó pasar el momento. Entonces dio media vuelta y condujo a la señorita Briggeham a la salita donde se había dispuesto el té. Cerró la puerta tras de sí y observó como ella cruzaba el suelo de parqué y se dirigía al centro de la habitación. Al llegar allí se volvió lentamente, mientras recorría con la mirada las paredes cubiertas de seda color crema, el mullido sofá, el diván y los sillones de orejas, las cortinas de terciopelo azul oscuro, los apliques de bronce que flanqueaban el gran espejo, el fuego acogedor que crepitaba en la chimenea y el conjunto de porcelanas antiguas que amaba su madre y que adornaban las mesitas auxiliares de caoba.

– Una estancia encantadora, milord -dijo completando el círculo para situarse nuevamente frente a él-. Al igual que toda su casa.

– Gracias -Eric señaló el servicio de té-. ¿Le apetece una taza de té? ¿O preferiría algo más fuerte? ¿Un jerez, quizá?

La señorita Briggeham lo sorprendió al aceptar un jerez. Mientras ella tomaba asiento sobre el diván, él sirvió la bebida, se preparó un coñac para sí y acto seguido se sentó en el otro extremo. Sammie bebió un pequeño sorbo de jerez, gesto que atrajo la mirada de Eric hacia sus labios. Al instante se imaginó que se inclinaba y tocaba su labio inferior con la lengua para probar su dulzor. Pero cerró los ojos y apuró su bebida de un trago para borrar aquella sensual imagen.

Cuando volvió a abrir los ojos, depositó la copa vacía sobre la mesilla y tomó una jarra de vidrio que descansaba junto al servicio de té. Se la tendió diciendo:

– Es para usted

– ¿Para mí? -Sammie dejó su copa sobre la mesa y cogió la jarra. La sostuvo en alto para captar la luz del fuego y exclamó-: Pero si parece miel.

– Y lo es. Recuerdo que Hubert mencionó que casi se le habían agotado las existencias, de modo que he…

Su voz se perdió al ver que ella esbozaba una delicada sonrisa, una sonrisa que lo hechizó por completo y le provocó una oleada de calor en todo el cuerpo, una sonrisa que no se debía a que le regalasen flores y que sospechaba que no se podía conseguir con ninguno de los demás presentes por los que suspiraba la mayoría de las mujeres.

– Es usted muy atento -dijo ella-. Gracias.

– De nada. No obstante, debo admitir que mi regalo va acompañado de una petición.

– Con sumo gusto se la concederé, si está en mi mano.

– Usted ha dicho que la crema de miel que fabrica alivia los dolores de su amiga.