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– Eso parece, en efecto, incluso sin las propiedades caloríficas que espero incorporarle.

– Un lacayo mío sufre de rigidez en las articulaciones y quizá su crema pudiera ayudarlo. Será un placer suministrarle varias jarras más como ésta si usted consiente en fabricar un poco de crema para él.

La sonrisa se ensanchó.

– Ya le estoy proporcionando mi crema al señor Timstone.

– ¿En serio?

– Pues sí. Llevo varios meses. Si bien no es una cura, le proporciona cierto alivio pasajero. No tendría inconveniente en fabricar un lote de más para él. No es necesario que me dé más de una jarra, milord, una ya es bastante generosidad. Es usted muy… amable.

– Estoy seguro de que no será su intención parecer demasiado sorprendida -sonrió él.

– No estoy sorprendida, milord. -Se apreció un brillo travieso detrás de sus gafas-. Por lo menos, no mucho. -Su diversión disminuyó lentamente-. Agradezco su amabilidad conmigo, pero deseo expresarle mi gratitud por la generosidad que ha demostrado hacia Hubert. -Extendió una mano y lo tocó ligeramente en el brazo-. Gracias.

– No ha supuesto ningún esfuerzo. Hubert es un chico estupendo, y posee una mente aguda e inquisitiva.

– Sí, así es, pero muchas personas simplemente… lo tratan con desdén.

– Hay muchas personas necias.

Una lenta sonrisa, llena de inconfundible admiración, se extendió por el rostro de la señorita Briggeham, y Eric tuvo la sensación de haber sido agraciado con un regalo de valor incalculable. Contempló la pequeña mano de la joven apoyada en su manga y se maravilló de que un contacto tan inocente fuera capaz de prender semejante fuego en él. Alzó la mirada y la clavó en los ojos de Sammie, que lo contemplaban a su vez con un afecto que no hizo sino abrasarle aún más la sangre.

Ella bajó la mirada al lugar donde descansaba su mano, sobre la manga de él. Con una tímida exclamación ahogada, retiró la mano, y él apenas pudo resistir el impulso de aferrarle los dedos y apretarlos contra sí.

De repente pareció hacer demasiado calor en aquella habitación cerrada. Eric necesitaba poner distancia entre ambos, pero antes de que pudiera moverse, ella dejó la jarra sobre la mesa y se incorporó. ¿Habría notado también el calor?

Fue hasta la chimenea y contempló el enorme retrato que colgaba sobre la repisa de mármol.

– ¿Es su padre? -preguntó

– Sí -Eric miró desapasionadamente al hombre que lo había engendrado.

Marcus Landsdowne había proporcionado la semilla para crear a su hijo, y hasta allí llegó su labor de “padre”.

Supuso que muchos hombres habrían retirado el retrato, pero a él nunca se le ocurrió tal cosa; el imperdonable trato que dio su padre a Margaret era la fuerza motriz que alimentaba la misión del Ladrón de Novias, y se aseguraba de mirar todos los días la cara de su padre para no olvidar que… que aquel codicioso bastardo había negociado con una hermosa joven como si ésta fuera un objeto, ni que sus imprudentes infidelidades habían avergonzado a su madre, ni que había tratado a su hijo con una cruel mezcla de indiferencia y desprecio.

No, jamás olvidaría la clase de hombre al que había jurado no parecerse nunca.

Sin embargo, el retrato lo obsesionaba cada vez que lo miraba, porque no se podía negar el parecido físico existente entre su padre y él, un hecho que le dolía. “Puede que me parezca ti, pero no soy en absoluto como tú, cabrón”.

La señorita Briggeham examinaba el retrato con gran interés.

– Me doy cuenta de que ha advertido el parecido -dijo él, haciendo acopio de fuerzas para la inevitable comparación, aunque de nuevo se dijo a sí mismo que no importaba; el parecido era tan sólo físico.

– En realidad -respondió ella al tiempo que se volvía a mirarlo a él- no lo veo.

Eric se quedó perplejo.

– ¿No lo ve? Todo el mundo dice que me parezco a mi padre.

Ella se tocó la barbilla con los dedos y lo estudió con expresión ceñuda.

– Físicamente, supongo

– ¿Y de qué otro modo puede ser?

La joven se ruborizó y desvió la mirada. Eric se levantó y se acercó a ella. El resplandor del fuego la iluminaba desde atrás y dejaba su rostro en sombra. Eric le alzó la barbilla suavemente con un dedo hasta que los ojos de ambos se encontraron.

– Dígamelo -la instó, sorprendido por la extraña necesidad de saber a qué se refería la joven-. Se lo ruego.

– Sólo he querido decir que su padre parece… es decir, por lo visto poseía cierta… aspereza de carácter. Se aprecia ahí, en sus ojos. Alrededor de su boca. En su postura. Usted no tiene un espíritu tan severo.

– ¿Lo cree así? -Eric rehusó preguntarse por qué le latía tan fuerte el corazón, ni por el placer que le produjeron aquellas palabras.

Su sorpresa debió de verse reflejada en su rostro, porque de inmediato la señorita Briggeham compuso una mueca de remordimiento.

– Perdóneme, milord. Me temo que soy demasiado directa al hablar, pero no pretendía ofenderlo. Lo que intentaba decir es que usted es mucho más apuesto.

– Entiendo -La comisura de su boca se curvó hacia arriba y no pudo resistirse a tomarle el pelo- ¿Me considera apuesto, señorita Briggeham?

Ella abrió los ojos con desmesura y se humedeció los labios.

– Bueno… sí. Estoy segura de que la mayoría de la gente estaría de acuerdo en que es usted… agradable a la vista. Desde luego muchas mujeres.

– Ah. Y resulta innegable que usted es una mujer. Pero es bastante corta de vista, ¿no es así?

– Sí, pero…

El conde la interrumpió y cedió al impulso que le perseguía desde la primera vez que la vio: le retiró las gafas de la nariz. Luego retrocedió unos pasos y le preguntó:

– ¿Y ahora qué piensa, señorita Briggeham?

Ella lo miró entornando los ojos y apretó los labios como si reprimiese una sonrisa.

– Estoy segura de que sigue siendo apuesto, aunque no lo vea con nitidez.

– En ese caso, acérquese

Ella dio un vacilante pasito y volvió a entornar los ojos.

– ¿Y bien? -inquirió Eric

– Me temo que sigo viéndolo borroso, milord. Pero la lógica científica indica que su aspecto no ha cambiado.

– Ah, pero en la ciencia siempre hay que poner a prueba las teorías. -Eric dio un paso hacia ella- ¿Me ve ahora?

Sammie se esforzó por no sonreír.

– Continúa siendo un simple borrón, me temo.

Ella dio otro paso más. Ahora ya no los separaba ni un metro. Eric la miró fijamente, preparado para hallar nerviosismo, esperando ver ansiedad, anhelando contemplar el deseo arder en sus ojos; pero, en cambio, ella se limitó a observarlo con mirada firme, con lo que parecía una distante frialdad, con las cejas levemente alzadas, como si él fuera una especie de… espécimen científico. ¡Diablos!

– ¿Sigo siendo un… cómo me ha llamado… ah, sí, un simple borrón?

– Se está volviendo más nítido, pero todavía lo veo borroso en el contorno.

– En ese caso, avíseme cuando consiga enfocarme.

Se inclinó hacia delante, muy despacho, observándole fijamente, deseando que reaccionase al calor que sabía que ardía en su mirada. Supo el instante exacto en que quedó enfocado; las caras de ambos estaban a no más de quince centímetros la una de la otra. Sammie respiró hondo y sus pupilas se dilataron.

– ¿Me ve ahora con nitidez? -preguntó Eric suavemente

Ella tragó y afirmó con la cabeza.

– Eh… sí. Está aquí. Aquí… mismo. Tan… cerca.

Su voz contenía una nota ronca y falta de alimento que Eric sintió como una caricia. Y sus ojos… sí, ahora brillaba en ellos la conciencia de la situación, el nuevo ardor que él buscaba. Alargó una mano para tomarle la muñeca y quedó complacido al comprobar que el pulso de ella latía acelerado.

Posó la mirada en su boca y en ese momento sintió el fuerte zarpazo del deseo. Lo embargó aquel dulce aroma a miel, anegó sus sentidos. Simplemente, tenía que saber si sabía tan dulce como olía. Tenía que comprobarlo. Sólo una vez.