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Antes de que pudiera olvidar todas las razones por las que no debía hacerlo, bajó la cabeza y rozó suavemente los labios de la señorita Briggeham con los suyos. Suaves. Melosos. Una pizca de jerez. Con la curiosidad apenas satisfecha, la atrajo a sus brazos y la besó de nuevo, probando sus labios, envolviéndolos, jugando con ellos.

Cálidos. Dulces… Más. Necesitaba más.

Con la punta de la lengua recorrió el contorno del labio inferior para instarlo a abrirse para él. Ella dejó escapar un leve jadeo que llevó hasta él una ráfaga de su respiración tibia y perfumada con jerez. Eric lanzó un gemido y deslizó la lengua al interior del sedoso terciopelo de su boca.

Calor. Miel. El paraíso.

Se llenó de su sabor dulce, y todas las cosas desaparecieron excepto ella. Dios, sabía maravillosamente, hasta el punto de que se sintió abrumado por un fuerte impulso de simplemente devorarla. La estrechó un poco más contra sí, apretándose a sus exuberantes curvas, saboreando su suavidad, enardecido por el modo sobrecogedor en que encajaba entre sus brazos. Así la había sentido el día en que la raptó, sólo que este abrazo era mucho más, porque esta vez ella se lo estaba devolviendo… con una sorpresa titubeante que se convirtió rápidamente en un creciente entusiasmo, el cual disolvió todo vestigio de autodominio que conservase.

Ella imitaba todas sus acciones, al principio tímidamente, como un estudiante al que se le presentara una nueva ecuación, pero aprendía deprisa. Y con resultados devastadores. Mientras él la saboreaba, ella exploraba su boca con gesto igual de concienzudo, deslizando su suave lengua contra la de él. Incluso cuando sus dedos se hundieron en su sedoso cabello esparciendo horquillas, los de ella le acariciaron el pelo de la nunca; cuando sus brazos la estrecharon por la cintura, ella se elevó de puntillas y acercó la boca aún más.

Un grave gemido retumbó entre ambos ¿Procedente de él? ¿De ella? Eric no lo supo. Lo único que supo fue que la sensación de tocarla era increíble, que sabía de manera increíble, y que quería más.

Mientras con una mano le sujetaba la cabeza, con la otra bajó lentamente por su espalda deleitándose en sus curvas suaves y femeninas. Acarició con la palma sus glúteos y después la apretó más contra sí, sabiendo que notaría su erección; pero en vez de retroceder, ella se tensó más contra su cuerpo.

Un remolino de calor recorrió a Eric de arriba abajo, como una llamarada sobre hojarasca seca. Su pulso se disparó y batió en sus oídos, borrándolo todo excepto a ella: la textura de su cabello, la fragancia de su piel, el sabor de su boca.

Más. Tenía que probar más. Le separó los labios y le recorrió el cuello dejando un rastro de besos, saboreando las vibraciones que percibía en la boca cada vez que ella dejaba escapar un ronco gemido.

– Samantha…

El nombre le salió como un susurro entre los labios, incapaz de contenerlo. Acarició con la lengua el frenético latir de su pulso en la base de la garganta. Miel. Dios, ¿todo su cuerpo olería a miel? ¿Tendría en todas partes aquel sabor? Pasó rauda por su mente una imagen de ambos, desnudos en su cama. Ella con los ojos vidriosos a causa del deseo y las piernas extendidas, expectante. Él aferrado a sus caderas, tocando con la lengua su entrepierna humedecida…

La frente se le perló de sudor. Tenía que poner fin a aquella locura. Ahora, mientras todavía pudiera hacerlo. Aspiró aire, tembloroso y se obligó a incorporarse y finalizar el beso.

Al mirarla fijamente contuvo un gemido. Diablos, ella estaba tan excitada como él; sus labios húmedos e inflamados exhalaban breves suspiros y permanecían entreabiertos, como si le rogasen que los besara otra vez. Tenía los ojos cerrados y las mejillas teñidas de carmesí. Eric posó la mirada en el pulso que latía veloz en la base de su cuello y luego en los senos, que aún seguían apretados contra su pecho. Imaginó sus pezones erectos y ansió introducir los dedos por debajo del corpiño para tocarla.

En ese momento se abrieron sus párpados, y todo el control de Eric estuvo a punto de desmoronarse ante aquella expresión turbia y lánguida. Notó que la asaltaba un estremecimiento y se apresuró a envolverla en su abrazo para absorber su temblor y empezar a sentirlo él mismo. Le apartó un mechón castaño de la mejilla arrebolada y esperó a que su mirada borrosa se enfocara en él.

Cuando por fin sucedió, tuvo que apretar los dientes para resistir la expresión de sorpresa y candor que se leía en sus ojos.

– Cielos -dijo ella-. Ha sido…

– Delicioso. Deleitable. Divino -Una sonrisa curvó la comisura de sus labios-. Cuántas letras d para describir a una mujer. O tal vez fuera mejor utilizar palabras con e.

– No puedo negar que me viene a la cabeza la palabra “embriaguez”

Eric sintió pura satisfacción masculina. Tocó con el dedo el seductor lunar que tenía ella junto al labio superior y murmuró:

– Yo estaba pensando en exquisita. Y encantadora.

Sammie se quedó inmóvil. De sus ojos fue desapareciendo lentamente todo vestigio de deseo, hasta que lo miró fijamente con una expresión vacía. No, no estaba vacía del todo; se apreciaban sombras de decepción en sus ojos. Casi le pareció oírla decir: “Yo no soy encantadora. Usted es como todos los demás que han pasado estas últimas semanas soltándome cumplidos hipócritas”.

Su expresión provocó en Eric una sensación de dolor que no supo describir. Antes de que pudiese encontrar una manera de borrar aquella mirada de desilusión, ella apretó los labios y dio un paso atrás para liberarse de sus brazos.

– ¿Puede darme mis gafas, por favor? -dijo en un tono sin inflexiones.

– Por supuesto

Eric tomó las gafas de la repisa de la chimenea y se las entregó. Ella se apresuró a ponérselas y acto seguido se rodeó con los brazos como si quisiera protegerse de un súbito frío. Aspiró hondo varias veces y después levantó la barbilla y se encaró de frente a Eric.

Él se sintió golpeado por un sentimiento de culpa. Maldición, ¿en qué estaba pensando para haberla besado de una manera tan apasionada? ¿Para haberla besado, siquiera? Un caballero jamás haría nada semejante y sabía que debía excusarse con sinceridad. Pro ¿cómo podía pedir disculpas por algo que parecía tan… ineludible? ¿Y cómo hacerle entender que de veras la consideraba encantadora? Y muy a su pesar, además.

Antes de que pudiera decidirse, ella dijo:

– Creo que lo mejor será que vaya a buscar a Hubert y me marche enseguida, lord Wesley.

Tenía razón. Las cosas entre ellos se habían salido de cauce, y él aceptaba toda la responsabilidad de la situación. Pero de todos modos se sintió abrumado por una aguda sensación de pérdida al percibir la frialdad de su tono. Apretó los puños mientras la miraba salir de la habitación; sí, lo mejor sería que se fuera. Pero, diablos, en su interior todo su ser deseaba que se quedase. No podía negarlo.

Mas ¿qué diablos podía hacer al respecto?

9

Del London Times:

El baile anual de máscaras celebrado en la casa de campo en Devon de la condesa de Ringshire constituyó, como siempre, un evento memorable. Varios caballeros se disfrazaron del infame Ladrón de Novias, lo cual llevó a muchos invitados a especular, entre risas, con la idea de que tal vez se encontrara entre ellos el auténtico Ladrón de Novias, ¿Sería posible que fuera tan osado? Muchos invitados señalaron, además, que el Ladrón de Novias llevaba varias semanas sin ser noticia. Uno no puede por menos de preguntarse dónde y cuándo atacará de nuevo. Sin embargo, dado que todos los hombres no imposibilitados del país se hallan deseosos de cobrar la recompensa de siete mil libras que han puesto como precio a su cabeza, es seguro que el próximo secuestro del Ladrón de Novias será el último de su infame carrera.