Eric arrojó el periódico sobre la mesa de cerezo de la salita y lanzó un suspiro.
Toda aquella especulación e interés por sus actividades constituía un arma de doble filo. Si bien llamaba la atención sobre el calvario de las mujeres que eran canjeadas mediante un matrimonio como si fueran posesiones de la familia, hacía que sus esfuerzos por rescatarlas fueran todavía más peligrosos. ¿Una recompensa de siete mil libras? Nadie resistiría a semejante suma. Si cometía el menor error, era hombre muerto.
¿Cómo iría la investigación? ¿Se habría descubierto alguna pista más acerca de la identidad del Ladrón de Novias? Arthur no le había comunicado nada, pero quizás fuera ya hora de acudir directamente a las fuentes. Sí, tal vez fuera una acertada idea tener una charla informal con el magistrado; Adam Straton y él eran conocidos desde hacía mucho tiempo. Tal vez aquel mismo día o al siguiente se acercase hasta el pueblo, y de vuelta a casa…
Su mirada voló hasta la jarra de miel que descansaba sobre la mesa, al lado del periódico arrojado con descuido. La señorita Briggeham la había olvidado la noche anterior, en su prisa por marcharse. Había pensado en la posibilidad de recordárselo, pero luego descartó la idea; devolverle la jarra era la excusa perfecta para verla una vez más, y por mucho que él deseara lo contrario, por alguna razón le era necesario hacerlo.
Se levantó y comenzó a pasear por el parqué con expresión ceñuda. Maldición ¿cómo podía un simple beso, que había durando sólo unos instantes, haberlo afectado tan profundamente? Se acordaba de cada segundo vivido, de cada uno de los matices de aquella boca, de la huella del cuerpo de Samantha apretado contra el suyo, del modo en que aquellas suaves curvas encajaban en sus manos. Maldición, a lo largo de los años había pasado incontables horas disfrutando de los sensuales encantos de otras mujeres. Y siempre, una vez saciada la pasión y completado el acto, simplemente las había… olvidado. Sin embargo, el beso que había compartido con Samantha, aquel encuentro ardiente y sin aliento de dos bocas, había quedado en su memoria como una marca grabada a fuego.
La noche anterior apenas había dormido. Acostado en su cama y dolorosamente excitado, revivió aquel beso una y otra vez. Después se torturó aún más imaginando lo que podría haber sucedido si ella no se hubiera marchado. Con un gemido, aferró la repisa de la chimenea con ambas manos y bajó la cabeza para perder su mirada en las alegres llamas. Lo estaban bombardeando las imágenes que había intentado apartar durante toda la noche, y cerró los ojos con fuerza para hacerlas desaparecer. Pero en lugar de eso, se vio a sí mismo quitándole el vestido a Samantha y desnudándola centímetro a centímetro, sus bellos ojos al principio agrandados por la sorpresa, luego cerrados mientras él la besaba larga y profundamente. Acto seguido la llevaba hasta el sofá y abría la jarra de miel para introducir el dedo en ella. Luego, muy despacio, dibujaba un círculo dorado alrededor de su pezón erecto. Oyendo los roncos gemidos que le evocaban sensaciones habituales para sus oídos, lamía la delicia que acababa de crear. Cuando por fin levantaba la cabeza y volvía a introducir el dedo en la jarra, ella lo miraba con un brillo especial en sus ojos nublados por el deseo. “¿Qué piensa saborear a continuación, milord?” “Todo tu cuerpo. Y luego…”
En ese instante unos golpes en la puerta lo sacaron de su fantasía erótica. Se pasó las manos por la cara, que le ardía. Bajó la vista y sacudió la cabeza al ver la protuberancia que mostraban sus pantalones. Diablos. Se trataba de la, por lo visto, nunca calmada erección que le provocaba la señorita Briggeham. Se ajustó los estrechos pantalones con una mueca y regresó casi cojeando al sofá. Se deslizó hasta sentarse sobre el cojín, cogió el periódico y lo situó estratégicamente sobre su regazo.
– Adelante
Entró un criado que le tendió una bandeja de planta en la que descansaba un sobre sellado.
– Acaba de llegar esto, excelencia. El mensajero ha indicado que es urgente y que debía aguardar respuesta.
Eric tomó la carta y se quedó de una pieza al reconocer su nombre escrito con la inconfundible y elegante caligrafía de Margaret. Despidió al criado con un gesto.
– Llamará cuando tenga lista mi contestación.
En el instante en que se cerró la puerta, Eric rompió el sello de lacre. Le temblaban las manos de miedo cuando desplegó la gruesa vitela ¿Habría vuelto a hacerle daño aquel bastardo de Darvin? “En ese caso, ya puede darse por muerto”.
Con el corazón desbocado, leyó rápidamente la carta.
Mi queridísimo Eric:
Te escribo para informarte de que Darvin ha muerto. Falleció el miércoles pasado, con ocasión de un duelo. Su hermano menor Charles se trasladará a Darvin Manor tan pronto se lo permitan sus asuntos. Me ha indicado que puedo continuar viviendo aquí, pero yo desearía partir lo antes posible. Abrigo la esperanza de que la oferta que me hiciste siga aún en pie y que pueda quedarme en Wesley, al menos hasta encontrar otro alojamiento.
Quedo ansiosa a la espera de tu respuesta.
Tuya,
Margaret.
La tensión fue abandonando lentamente los hombros de Eric, que dejó escapar un largo suspiro. A continuación, fue hasta el escritorio, extrajo papel con el membrete de Wesley y escribió con todo cuidado tres palabras a su hermana: “Ven a casa”.
Sammie estaba sentada en su roca plana favorita, con la barbilla apoyada en las rodillas levantadas y asomando los pies por debajo de su viejo y cómo vestido verde oscuro. Contempló las tranquilas aguas del lago y después lanzó un puñado de guijarros a la superficie espejada. Surgieron decenas de anillos que comenzaron a dispersarse, a unirse con aquella quietud añil, a entrecruzarse unos con otros a modo de eco de la miríada de emociones que la inundaban.
Por su mente pasaron de nuevo las vívidas imágenes de la noche anterior, que le provocaban una mezcla contradictoria de alegría, desilusión y vergüenza, ingredientes emocionales que se combinaban para dar lugar a una dolorosa confusión.
Cerró los ojos con fuerza e intentó borrar al conde de su memoria… borrar el momento en que la tocó, la miró, la besó, la hizo sentirse más viva de lo que se había sentido nunca, mientras en su interior bullían sensaciones desconocidas que enardecían su cuerpo de una manera tan maravillosa que la dejaba sin respiración. Que la dejaba dolorida. Febril. Con ganas de más.
Y entonces le sobrevino la decepción.
Lanzó un gemido y volvió la cabeza para apoyar la mejilla contra el lado que iluminaba el sol. “Tal vez fuera mejor utilizar palabras con e. Yo estaba pensando en “exquisita”… y “encantadora”.”
La había halagado, de forma muy parecida a los falsos admiradores que últimamente no cesaban de reclamar su compañía con uno u otro pretexto, con tal de interrogarla acerca del Ladrón de Novias. Casi todos la habían atiborrado de cumplidos, desde adorable hasta maravillosa, y ella los había soportado arreglándoselas de algún modo para no poner los ojos en blanco.
“Encantadora”. Dios, ¿por qué le habría dicho el conde que era encantadora? Era una descarada falsedad. ¿Acaso pensaba que ella no sabía que era más anodina que una pared? Por alguna razón, el oírle pronunciar aquella palabra había surtido el efecto de un cubo de agua que le hubiera caído encima y la hubiera devuelto brusca y cruelmente a sus cabales.
“Encantadora”. Sí, lord Wesley había escogido la misma palabra que había empleado uno de sus nuevos admiradores, un tal señor Martin, justo al comienzo de su reciente popularidad. Por un momento de locura, sorpresa y placer, creyó a aquel joven… hasta que lo oyó una hora más tarde riendo con otro caballero junto a las ventanas francesas, por las que había salido ella para tomar un poco de ansiado aire fresco.
– Es más fea que un saco de arpillera, esa señorita Briggeham -comentó el señor Martin.