– Pero si le he oído a usted llamarla “encantadora” -replicó su compañero con una risita.
– Jamás han pronunciado mis labios una mentira más evidente -repuso el señor Martin-. Casi me ahogué al proferirla.
Y ahora resulta que el conde también la había llamado encantadora.
Una lágrima resbaló por su mejilla y se la limpió con un gesto de impaciencia. No había esperado semejante falsedad en él…, en el hombre que había hecho latir su tonto corazón casi desde el principio. Había creído que él era diferente, pero estaba claro que de su boca fluían palabras huecas tan fácilmente como de la de los demás.
Por primera vez en mucho tiempo, se recreó en el inútil ejercicio de desear ser encantadora de veras, una de aquellas mujeres que atraían la atención de un hombre como él. Hacía años que había enterrado sin miramientos sueños tan fútiles, no era lógico perder el tiempo queriendo un imposible.
El ceño le arrugó la frente ante una repentina idea. Si bien cuestionaba la sinceridad de aquel cumplido, no cabía duda de que el conde había sentido deseo hacia ella. Estaba científicamente al tanto de cómo funcionaba el cuerpo humano, y no se podía dudar de las pruebas físicas de su excitación. Encantadora o no, él la había deseado. Y el cielo sabía que ella lo había deseado a él.
Se irguió y procedió a aplicar la lógica a los hechos, apretando los labios. Sí, él había musitado afirmaciones falsas en relación con su aspecto, pero ¿debía censurarlo por ser amable? ¿Por ser educado? Cielos ¿qué quería que dijera el pobre? ¿Que ella le recordaba a un sapo?
Hasta la noche anterior, ningún hombre había dado muestras de desearla, de querer besarla y tocarla. Pero él sí. Y, que Dios la ayudase, ella quería que la deseara de nuevo. Jamás se había atrevido a abrigar esperanzas de ser destinataria de la pasión de un hombre; era muy posible que aquélla fuera su única oportunidad de vivir una aventura que su corazón anhelaba: conocer a un hombre. En todos los sentidos en que podía conocerlo una mujer.
¿Podría pensar de verdad en la posibilidad de convertirse en la amante de lord Wesley? El corazón le dio un vuelco y sintió un intenso arrebol en el rostro. “Sí, ésta es mi oportunidad de experimentar algo con lo que siempre he soñado: pasión. Con un hombre capaz de hacer que corra fuego por mis venas”.
Por supuesto, el matrimonio quedaba descartado. Lord Wesley jamás se plantearía casarse con alguien como ella. Él desposaría a un diamante de primera, una dama joven, fresca y maleable de la aristocracia, que poseyera una cara bonita y una dote a su altura. Pero su reacción física de la noche anterior indicaba claramente que no rechazaba hacer el amor con ella.
Hacer el amor. La aventura de toda una vida. Cerró lentamente los ojos y dejó escapar un largo suspiro. Siempre había soñado vivir aventuras, pero desde su fallido secuestro era como si se hubieran abierto todas las compuertas. Sus antiguos y vagos anhelos se habían transformado en un deseo profundo y dolorido. Sí, el trabajo que realizaba en el laboratorio la llenaba, pero a medida que iba haciéndose mayor reconocía que, aunque su mente se encontraba satisfecha, algo dentro de ella quería más. Y sabía perfectamente qué era.
Lord Wesley.
Se sujetó el estómago para calmar los nervios que lo agitaban. La amante de lord Wesley. Santo Dios ¿se atrevería? Todos sus antiguos deseos reprimidos le contestaron a gritos: ¡Sí!
Pero había varias cosas a tener en cuenta. Desde luego, haría falta mucha discreción para evitar que cayera un escándalo tanto sobre ella como sobre su familia. ¿Y qué pasaría si se quedaba encinta? Aun cuando su aventura pudiera permanecer en secreto, no iba a poder ocultar un bebé. Por descontado, había maneras de evitar el embarazo, y aunque ella no sabía cuáles eran, seguro que sus hermanas sí. Pero lo mejor sería preguntar sólo a una de ellas; cuantas menos personas estuvieran al corriente de su plan, mejor. Quizá la más adecuada fuese Lucille, pues siempre estaba al corriente de los chismorreos de Londres y parecían fascinarla de modo particular las aventuras ilícitas. Diré que deseo saberlo meramente a efectos de investigación científica. Seguro que a Lucille no se le ocurrirá sospechar que tengo la intención de tener un amante”.
Sintió una punzada de emoción ante la perspectiva de vivir semejante aventura. Quería descubrir cómo era la pasión, y de primera mano. Cielos, aquel beso había estado a punto de derretirle las rodillas. ¿Cómo sería compartir otras intimidades con el conde, acariciarse mutuamente… unir sus cuerpos? No lo sabía, pero estaba desesperada por averiguarlo.
La sobresaltó el chasquido de una ramita al quebrarse. Volvió la cabeza y el corazón le dio un vuelco.
A su espalda se erguía lord Wesley.
Eric la miró y se quedó inmóvil al ver su expresión. Venía con la esperanza de que ella no lo mirase con el mismo gesto de desilusión que la noche anterior. Y no lo miró. Pero no estaba preparado para el espectáculo que encontró.
Diablos, parecía estar… excitada. Las mejillas arreboladas, la respiración agitada, un brillo inconfundible de deseo detrás de las gafas. ¿Qué demonios estaría cavilando?
Ella cogió sus gastados zapatos y se los calzó. Eric acertó a ver brevemente un tobillo esbelto, que afectó a su pulso mucho más de lo que debería.
Tendió una mano para ayudarla a levantarse y le dijo:
– Buenas tardes, señorita Briggeha
– Lord Wesley
Aceptó la mano del conde, y en el instante en que se juntaron sus palmas él experimentó un calor que le ascendió por el brazo.
La ayudó a incorporarse. La tenía a no más de treinta centímetros de sí, sus rizos castaños mostraban un encantador desaliño, su aroma a miel lo envolvía igual que una fragante red. El deseo de besarla, de sentirla, lo golpeó con la violencia de un puñetazo. Aunque su cerebro le decía que le soltase la mano, movió los dedos de modo que las palmas de ambos tuviesen un contacto más íntimo.
– Pensé que talvez la encontraría aquí -dijo con suavidad
– ¿Deseaba hablar conmigo?
“No. Deseo arrancar ese vestido de tu exuberante cuerpo y recorrerte entera con la lengua. Y cuando haya terminado de saborearte, quiero…” Eric sacudió la cabeza para despejarse.
– ¿Hablar con usted? Eh… sí
– ¿Sobre lo de anoche?
– Pues sí.
Demonios, estaba hablando como un imbécil, pero no esperaba un tono tan directo. Con todo, debería haberlo esperando de ella.
La señorita Briggeham asintió rápidamente.
– Estupendo, porque yo también deseo hablarle de eso. No debería haberme marchado de una manera tan brusca. Usted fue sumamente generoso con Hubert y conmigo, y le pido disculpas.
– No es necesario que…
– He reflexionado mucho sobre este asunto, y entiendo perfectamente por qué dijo lo que dijo.
– ¿Ah, si?
– Sí. Al fin y al cabo, no podía decirme la verdad. No obstante, agradezco su esfuerzo por…
– ¿A qué se refiere con “la verdad”? ¿Está sugiriendo que le he mentido?
Ella frunció el entrecejo y los labios, sopesando la pregunta.
– Considero que la palabra “mentir” resulta demasiado fuerte. Tal vez sea mejor decir que “disfrazó” las cosas. Comprendo que sólo intentaba ser cortés, pero en el futuro preferiría que no dijera esa clase de bobadas.
Eric comprendió a qué se refería. ¿Cómo era posible que aquella singular e increíble mujer no tuviera idea de su propio atractivo?
– No le mentí. Ni disfracé nada. -Se llevó la mano a los labios y depositó un beso en los dedos. A continuación, la rodeó con el otro brazo y la acercó hasta que los senos de ella le rozaron la camisa-. Es cierto que es encantadora -dijo con suavidad al tiempo que la miraba fijamente para que ella viera la sinceridad que había en su mirada. Los ojos de ella reflejaban desconcierto, como si quisiera creerlo pero no pudiera y Eric deseo demostrárselo, decírselo, hacérselo saber-. No lo digo por cortesía, sino porque es verdad.