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Se llevó al pecho las dos manos de Sammie y le apretó las palmas contra su corazón, que latía acelerado. Después, deslizó muy despacho un dedo por su mejilla, mientras murmuraba:

– Fíjese en su piel, por ejemplo. Es muy suave, sin un solo defecto. Como la seda más fina.

– Tengo pecas en la nariz

Una sonrisa afloró a los labios del conde

– Ya lo sé. Y son de lo más seductoras -Tomó un mechón de pelo suelto entre los dedos-. Y su cabello es…

– Rebelde

– Brillante. Suave -Se acercó el mechón a la cara y aspiró.- Fragante -Acto seguido, procedió a quitarle las gafas despacho y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta- Y luego están sus ojos. Son extraordinarios. Grandes y expresivos, cálidos e inteligentes. ¿Sabía que cuando sonríe brillan como aguamarinas? ¿Sabía que su sonrisa sería capaz de alumbrar una habitación a oscuras?

Ella lo miraba fijamente. Parpadeó dos veces y luego se limitó a negar con la cabeza.

La mirada de Eric se posó en su boca y el pulso le dio un brinco. Recorrió lentamente el contorno de los labios con la yema del dedo y susurró:

– Su boca es… fascinante. Exuberante. Para ser besada.

Se inclinó y le rozó los labios con los suyos una vez, dos, para continuar después a lo largo del mentón. Cuando llegó a la oreja, atrapó el lóbulo entre los dientes con suavidad y disfrutó del estremecimiento que la sacudió. Inhaló profundamente para llenarse de su fragancia, como si fuera un elixir.

– Su olor -susurró junto a su suave cuello- es mucho más que encantador. Aunque viva cien años, jamás volveré a oler la miel sin que usted me venga a la memoria. Resulta torturante, tentador -Le tocó la piel con la lengua y se le escapó un gemido- Un tormento. Hay muchas palabras con t para describir a una mujer.

Un gemido tembloroso subió a la garganta de ella y Eric retrocedió para contemplar su rostro sonrojado.

– Encantadora -reiteró firmemente- En todos los sentidos. Por dentro y por fuera. Nunca permita que nadie le diga lo contrario. Y no se lo crea jamás.

Ella lo contemplaba sin pestañear, con los ojos como platos. Tenía las manos apoyadas en su camisa, irradiando calor sobre su pecho, un calor que se le extendía por el abdomen y le llegaba a la ingle. Teniendo su blando cuerpo presionado contra el suyo desde el pecho hasta las rodillas, sabía que Sammie notaba su erección, y quería que así fuera; quería que ella apreciara la evidencia innegable de su deseo, la prueba física de la sinceridad de sus palabras.

En ese momento Sammie se humedeció los labios con la lengua.

– Nadie me ha dicho nunca cosas como ésas

– Eso me resulta imposible de creer. Pero recuerdo que anoche coincidíamos en que la mayoría de las personas son necias.

Sammie tardó varios segundos en reaccionar, mientras una lenta sonrisa se le extendía por toda la cara. Para Eric fue como si el sol lo inundase con su dorado resplandor.

– Yo también creo que usted es encantador -susurró ella al fin.

Aquel sencillo cumplido lo conmovió como ninguna otra frase pronunciada jamás por mujer alguna. Sintió la corriente del deseo vibrando en sus venas, anulando su sentido común, apartando a un lado su raciocinio. En su mente comenzó a sonar una única palabra, un mantra que manifestaba su deseo.

Mía. Mía. Mía.

Incapaz de detenerse, hundió los dedos en el cabello de ella, tirando horquillas al suelo, hasta que su melena castaña se derramó suelta sobre sus hombros. Lo envolvió su aroma, inundó sus sentidos, ahogó su razón. Inclinó la cabeza y la besó muy despacho, muy hondo, deslizando la lengua en su boca para retirarla a continuación, en una sensual danza que su cuerpo ansiaba practicar con ella. Sammie respondió a cada uno de sus movimientos moviendo su lengua contra la de él, hundiendo los dedos en su cabello, apretándose contra su cuerpo.

Mía. Mía. Mía.

Sin interrumpir el beso, fue retrocediendo hasta que se apoyó contra el grueso tronco de un árbol. Atrajo a Sammie hacia sí para deslizar las manos hasta sus redondos glúteos. Luego la izó contra su tensa erección y empezó a frotarse lentamente contra ella, un movimiento que le provocó una llamarada que le incendió todo el cuerpo. Con un gruñido grave y gutural, fue subiendo las manos hasta la cintura de Sammie y después hasta sus pechos. Las manos se le llenaron de la muselina que los recubría y sus pezones endurecidos se le hincaron en las palmas.

Apartó sus labios de los de ella y comenzó a recorrerle el cuello con besos húmedos y febriles. Sammie dejó escapar largos y femeninos gemidos de placer al tiempo que se arqueaba contra él, enardeciéndolo. Eric deslizó los dedos dentro de su corpiño y le acarició los pezones. Su gemido se confundió con el de ella y entonces levantó la cabeza para devorarle la boca en otro beso ardoroso. Sammie se agitó contra su cuerpo y su erección reaccionó con una sacudida. Que Dios lo ayudase: la deseaba, la necesitaba. Mía. Mía. Mía.

Bajó una mano para buscar el borde del vestido y comenzó a levantarlo muy despacio. Introdujo la mano por debajo de la tela y pasó los dedos por el muslo desnudo, suave como la seda. Ella contuvo una exclamación y Eric se irguió ligeramente para mirarla con ojos nublados por el deseo.

Santo cielo, era una mujer increíble. Ruborizada, excitada, los labios hinchados por sus ardientes besos, los pezones duros bajo el delgado vestido, el pecho subiendo y bajando por la excitación. Era todo lo que podía desear un hombre y la tenía allí, lista para él. Si movía la mano sólo unos centímetros podría acariciar su parte más íntima… aquellos pliegues inflamados que él sabía que estaban suaves y húmedos. Preparados para él. Y luego…

“Y luego ¿qué? -le gritó la voz de la conciencia rompiendo la niebla de sensualidad que lo envolvía- ¿Piensas tomarla así, contra el árbol? ¿A una virgen? Y si lo haces ¿qué harás después con ella? ¿Desposarla?” Y a continuación de la voz irritada de su conciencia le llegaron las palabras de Arthur: “Es inocente, justo la clase de mujer que podría ver en sus intenciones más de lo que usted pretende”.

Entonces se abatió sobre él la realidad, como un manto frío y húmedo. Sacó la mano de debajo del vestido, sujetó a Sammie por la muñecas y la apartó de él.

Ella respiró hondo para llenarse los pulmones. Sentía un vívido deseo en todo el cuerpo, sobre todo en la ingle. Notaba su feminidad húmeda y tensa, dolorida de un modo que no había experimentado jamás; un dolor maravilloso, del que aún no estaba saciada.

Pero como ya no sentía la excitante presión de la entrepierna de Eric, hizo un esfuerzo de abrir los ojos. Lo vio reclinado contra el árbol, sujetándola a un brazo de distancia por la cintura. Entrecerró los ojos para mirarlo, y aunque estaba borroso, distinguió con facilidad su respiración trabajosa y su expresión intensa.

Gracias a Dios todavía la sujetaba, pues de lo contrario se habría derrumbado en el suelo fláccidamente. Aspiró aire varias veces e intentó calmar su frenético pulso y recuperar el dominio de sí misma.

Cuando por fin encontró la voz, preguntó:

– ¿Por qué no continúa?

Las manos de él, le ciñeron la cintura aún más.

– Porque no habría podido parar -Soltó una risita carente de humor- Créame, este esfuerzo ha estado a punto de matarme. ¿Tiene idea de lo cerca que ha estado de hacerle el amor?

Sammie sintió un profundo júbilo. Hizo acopio de todo su valor para decir:

– ¿Y tiene usted idea de lo mucho que yo deseaba que me lo hiciera?

Eric se quedó patidifuso.

– No podemos hacerlo – graznó cuando consiguió recuperarse.

Ella alzó apenas la barbilla y pronunció las palabras que esperaba de todo corazón que le hicieran emprender la mayor aventura de su vida.