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– Ninguna de mis anteriores amantes era tan inocente. Su relación conmigo, o con cualquier otro hombre, no ponía en peligro su estatus social. Pero el de usted resultaría arruinado. Y yo no puedo desentenderme de eso.

Aquellas palabras robaron toda expresión a sus ojos.

– Entiendo -Se apartó de él con un movimiento brusco-. En tal caso, supongo que lo mejor será que regrese a mi casa. ¿Me da mis gafas, por favor?

– Por supuesto.

Eric sacó las gafas del bolsillo de su chaqueta y se las entregó. Observó cómo se las ponía, sintiendo una aguda punzada de pérdida.

Tras ajustarse las gafas, Sammie le dedicó un gesto formal con la cabeza.

– Me despido de usted, lord Wesley -Y, girando sobre los talones, emprendió el regreso.

Una despedida. No había forma de confundir el significado de aquellas palabras ni el tono de su voz. Estaba claro que era la última vez que esperaba verlo. Mejor así. Debería estar contento. Pero, maldita sea, sentía un profundo dolor en el pecho ante la idea de no verla nunca más. De no ver su sonrisa, ni oírla reír, ni tocarla, besarla, hacerle el amor…

Apretó los labios para no gritar su nombre, plantó los pies el suelo firmemente para no echar a correr tras ella, apretó los puños para no abrazarla. Y finalmente cerró los ojos con fuerza, para no tener que ver cómo se alejaba de él.

Había obrado correctamente. Con nobleza. Por ella. Aunque jamás abría dónde había encontrado fuerzas para resistirse a su oferta.

Jamás lo sabría. En efecto, ya nunca sabría cómo era tener a Samantha Briggeham debajo de él. Encima de él. Enredada en él. Pronunciando su nombre en un gemido. Despertar en ella la pasión que tanto ansiaba conocer… y que deseaba compartir con él.

Entonces abrió los ojos. El sendero por el que se había marchado se veía ahora desierto. Se obligó a moverse y dio media vuelta con intención de irse, pero sus pies se pararon en seco al fijarse en la jarra de miel. La había dejado junto a unos matorrales antes de acercarse a ella. Al instante le asaltó un tropel de imágenes: el placer que experimentó ella al ver el regalo, sus ojos brillantes de deseo cuando él la besó, su expresión seria y dolorosamente esperanzada mientras le preguntaba si quería ser su amante.

Se maldijo a sí mismo.

Sí, ciertamente era un tipo noble.

Un noble idiota con un pesar en el corazón que no desaparecería jamás.

Sammie, sentada en su escritorio, tamborileaba con los dedos sobre la pulimentada superficie de madera de cerezo. “Ha rehusado. He de quitarme la idea de la cabeza”.

Por desgracia, su cabeza no colaboraba en absoluto.

Apretó los labios y dejó escapar un lento suspiro. Aquel rechazo debería haberla avergonzado, humillado, escarmentado. Pero sólo se sentía frustrada y decepcionada.

Y más decidida que nunca a salirse con la suya.

Pero ¿cómo? ¿Cómo convencerlo… incitarlo… seducirlo? ¿Por qué tenía que ser tan insoportablemente noble?

Sin embargo, aun cuando se formulaba aquella pregunta, lo admiraba todavía más por preocuparse de su bienestar y su reputación. Si no fuera tan honorable, seguramente no la habría atraído tanto. Con todo, no podía dejar pasar aquella oportunidad de experimentar la pasión. No se imaginaba siquiera desear vivir semejantes intimidades con otro que no fuera lord Wesley, y si no lograba convencerlo a él, temía hacerse vieja sin conocer nunca el amor físico. Tal vez si no hubiera aparecido lord Wesley se hubiera contentado con simplemente transcribir aquellos sueños en su diario.

Pero ahora que había probado sus besos, que conocía la fuerza de sus brazos alrededor del cuerpo, que había sentido el calor del deseo, tenía que saber más. Y ya que estaba decidida a seguir adelante, necesitaba aprender cómo evitar un embarazo.

Sacó una vitela del cajón superior y escribió una breve nota a Lucille, rogándole que la recibiese aquella noche después de cenas. Dobló la misiva, la selló con lacre y acto seguido fue en busca de Hubert. Sabía que el chico se alegraría de llevar la carta a la casa de su hermana en el pueblo, ya que Lucille siempre tenía en la despensa una caja repleta de las galletas de miel favoritas de Hubert.

Mientras aguardaba la respuesta de Lucille, confeccionaría una lista de preguntas que formular a su hermana respecto a los métodos para evitar el embarazo.

Y esperaba tener un motivo para hacer uso de aquella información.

A las nueve en punto de aquella noche Sammie entró en la acogedora salita de Lucille, pero se quedó perpleja al encontrarse con las miradas inquisitivas de tres pares de ojos.

– Buenas noches, Sammie -entonaron al unísono Lucille, Hermione y Emily.

Ay, Dios. Aquello no era en absoluto lo que tenía pensado. Normalmente, se habría alegrado de pasar una velada con todas sus hermanas, pero esta vez no se trataba de circunstancias normales. Comprendió que tendría que esperar otra ocasión para hablar del tema, y le desilusionó tener que postergarlo. Tragándose su decepción, avanzó y abrazó a sus hermanas.

Una vez finalizados los saludos, las cuatro tomaron asiento en sillones de cretona alrededor de la chimenea. Lucille, mientras servía generosos vasos de jerez, preguntó:

– Muy bien, adelante Sammie ¿Cómo va con él?

La mano de Sammie se quedó paralizada cuando iba a coger su vaso

– ¿Cómo dices?

– Venga, no seas tímida -la reprendió Hermione al tiempo que acercaba su sillón-. Nos morimos de ganas de que nos lo cuentes todo.

Sammie cogió el jerez y dio un buen trago. Cielos. Tenía el terrible presentimiento de saber a qué se referían sus hermanas con “él” y “todo”. Sus sospechas se vieron confirmadas cuando Emily, que compartía con ella el diván, se le acercó tanto que casi se le sentó en el regazo.

– Oh, es tan guapo, Sammie -suspiró con ojos brillantes- Y además es muy rico y…

– Con título -terció Lucille dejando la licorera sobre la mesa que había junto al sillón-. De un linaje de lo más impresionante. Es el octavo conde ¿sabes?

– No, no lo sabía -murmuró Sammie-. Pero…

– Su aversión al matrimonio es bien conocida, pero si está cortejando a nuestra Sammie, por lo visto ha cambiado de idea respecto de tomas esposa -dijo Hermione al tiempo que aceptaba una bandeja llena de galletas que le ofrecía Lucille.

Sammie estuvo a punto de atragantarse con el jerez, pero se lo tragó, aunque casi se ahogó. Aunque sabía que nadie podría creerse que el conde iba detrás de ella, debería haber imaginado que sus leales hermanas sí admitirían una idea tan improbable.

Emily le dio unas palmaditas en la espalda y agregó:

– Imagino que él afirmará que no piensa casarse nunca. Qué tontería. Todos sabíamos que cambiaría de opinión cuando encontrase a la mujer adecuada. -Con lágrimas en los ojos, miró a Sammie con algo parecido al respeto-. Lo que ocurre es que jamás pensamos que la mujer adecuada ibas a ser tú.

Sammie tosió y agitó la mano delante de sus ojos llorosos.

– No -exclamó ahogada-. No es así.

– Pásame su vaso para llenarlo, Emily -ordenó Lucille-. Y sigue dándole palmaditas en la espalda. Mira, ya le vuelve el color.

– ¿Cuándo piensa visitarte de nuevo? -inquirió Hermione mientras Lucille le servía más licor- Debes procurar no estar disponible cada vez que venga él.

– Hermie tiene razón -convino Emily-. Y cerciórate de que lo haces esperar por lo menos un cuarto de hora antes de aparecer. No te preocupes por eso; un caballero mundano como el conde está bastante acostumbrado a esas cosas.

– Y además -intervino Lucille-, debes pasar al menos media hora al día practicando miradas de coqueteo en el espejo. A mí siempre me ha funcionado ésta. -Bajó la barbilla y dirigió la vista hacia abajo con expresión recatada; luego levantó la mirada muy despacho y agitó las pestañas.

– Oh, lo haces maravillosamente -dijo Emily aprobando con la cabeza-. También puedes mirarlo por encima del borde del abanico…