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No permitiría que el dolor y la desesperación que dominaban la vida de su hermana destruyeran también a la señorita Samantha Briggeham.

Él la liberaría.

Samantha iba sentada en el carruaje de la familia, contemplando por la ventanilla cómo disminuía la luz. Unas franjas de vivo color naranja y violeta se extendían por el cielo marcando el comienzo del crepúsculo, su momento favorito del día.

Se ajustó las gafas, respiró hondo y trató de calmar su estómago inquieto. Cuando llegase a casa tendría que hablar con sus padres, perspectiva nada halagüeña pues intuía que no iba a gustarles el recado que venía de hacer.

Mientras miraba por la ventanilla observó un diminuto destello de color en la luz menguante. Cielos, ¿podría haber sido una luciérnaga? En tal caso, Hubert se alegraría mucho; llevaba meses intentando criar insectos raros, tanto en el bosque como en su laboratorio, a partir de las larvas que había traído de las colonias. ¿Podrían estar dando fruto sus experimentos?

Indicó a Cyril que detuviera el carruaje y extrajo una pequeña bolsa de su redecilla. Una voz interior le dijo que sólo estaba retrasando la inevitable discusión con sus padres, pero tenía que capturar los insectos para Hubert; la mente de catorce años del chico se sentía fascinada por la suave luz intermitente que emitían.

Se apeó del carruaje y aspiró el fresco aire de la tarde. El intenso aroma a tierra mojada y hojas muertas le hormigueó las fosas nasales y la hizo estornudar, con lo cual las gafas le resbalaron hasta la punta de su nariz respingona. Volvió a ajustárselas con su gesto habitual y examinó la zona en busca de luciérnagas mientras Cyril se recostaba en el pescante para esperarla. Estaba acostumbrado a aquellas paradas inesperadas en el bosque.

Sammie echó a andar por el sendero hacia el punto donde había visto el resplandor. Se alegró al imaginar el rostro delgado y serio de Hubert, todo sonrisas si ella regresaba con un tesoro como aquél. Quería al adolescente con todo su corazón: su mente aguda y brillante, su cuerpo alto y larguirucho y sus pies grandes y torpones, a los que aún no se había acostumbrado.

Sí, Hubert y ella estaban hechos de la misma pasta; usaban gafas similares y poseían los mismos ojos azules y el mismo cabello castaño, tupido y rebelde. A los dos les gustaba nadar, pescar y explorar el bosque en busca de especímenes de flora y fauna, actividades que más de una vez habían puesto furibunda a su madre. De hecho, Samantha y Hubert tenían un nombre secreto para mamá: “Grillo”, porque emitía una serie de agudos gorjeos justo antes de “desmayarse” -siempre de manera artística- sobre uno de los muchos divanes estratégicamente distribuídos por el hogar de los Briggeham.

“Seguro que mamá va a cantar como un grillo cuando sepa dónde he estado. Y lo que he hecho”.

Unos minúsculos destellos de luz amarilla atrajeron su mirada, y el corazón le dio un vuelco de emoción. ¡Eran de verdad luciérnagas! Había varias cerca del suelo, junto a la base de un roble a poca distancia de allí.

– No eche a correr por ahí, señorita -le advirtió Cyril cuando ella se dirigió hacia el roble-. Está oscureciendo y mi vista ya no es la de antes.

– No te preocupes, Cyril. Aún hay luz de sobra, y no pienso alejarme más. -Se arrodilló, atrapó con delicadez el raro insecto en su mano y lo metió en la bolsa.

Acababa de introducir otro más cuando le llamó la atención un sonido procedente de la densa floresta. ¿El débil relincho de un caballo? Alzó la cabeza e intentó escuchar, pero sólo oyó el murmullo de las hojas en la brisa.

– ¿Has oído algo, Cyril?

El negó con la cabeza.

– No, pero es que mis oídos ya no son los de antes.

Con un encogimiento de hombros, Sammie volvió a concentrarse en su tarea. Sin duda se había equivocado. Después de todo, ¿quién iba a andar cabalgando en las tierras de su familia, y ahora que se estaba haciendo rápidamente de noche?

A lomos de Campeón, la observó en silencio por entre los árboles. La luna derramaba pálidos haces de luz, y se le encogió el corazón al fijarse en la postura de la muchacha.

Maldición, la joven en apuros estaba rezando. De rodillas y doblada por la cintura, tanto que la nariz casi rozaba el suelo. La rabia y la frustración le hicieron hervir la sangre. Maldita sea, él iba a salvarla de aquella aflicción.

Campeón se removió y relinchó suavemente. Él puso una mano sobre el brillante pescuezo del animal para tranquilizarlo y observó a la señorita Briggeham. Al parecer ella había oído el ruido, porque levantó la vista. Un débil haz de luz arrancó destellos a sus gafas cuando miró en derredor. A continuación, con lo que parecía un encogimiento de hombros, bajó la cabeza y reanudó sus oraciones.

La había seguido a través del bosque y había aguardado mientras ella se encontraba en la casa del mayor Wilshire, preguntándose por qué lo habría visitado. Se veía a las claras que el rato que habían pasado juntos no había terminado bien, pues ahora estaba arrodillada en el suelo rezando en medio del bosque, mientras iba oscureciendo. La compasión le oprimió el corazón.

Echó una mirada al cochero y se percató de que estaba dormitando en el pescante. Perfecto. Había llegado el momento.

Con serena concentración, se enfundó su ajustada máscara negra de modo que le cubriese toda la cabeza salvo los ojos y la boca, y tiró de la tela para situar dos pequeñas aberturas sobre sus fosas nasales. Su larga capa negra caía sobre la silla a su espalda, y sus manos estaban ocultas por unos entallados guantes de cuero. Su camisa, pantalón y botas también de color negro lo volvían casi invisible en la creciente oscuridad.

Entonces clavó la mirada en la angustiada muchacha, que permanecía de rodillas junto al roble.

“No tema, señorita Samantha Briggeham. La libertad la espera”.

2

Sucedió con la velocidad de un rayo.

De rodillas para tomar delicadamente una luciérnaga en la mano, Sammie alzó la cabeza al percibir un rumor en los arbustos cercanos. A continuación surgió de entre los árboles un caballo negro que saltó por encima de un pequeño matorral. El corazón estuvo a punto de parársele por la sorpresa, y acto seguido la embargó el miedo al darse cuenta de que el caballo se dirigía directamente hacia ella.

Se puso en pie de un brinco y retrocedió a toda prisa. Acertó a distinguir la silueta de un jinete que evidentemente no la veía a ella, pues había virado en su dirección. Abrió la boca para advertirlo con un grito, pero antes de que pudiera emitir siquiera un gemido, un fuerte brazo la izó del suelo.

El aire abandonó sus pulmones con un sonoro suspiro y sintió un latigazo en el trasero al verse depositada sobre la silla de montar de un golpe que le hizo temblar todos los huesos. Las gafas salieron volando y la bolsa de insectos se le escurrió entre los dedos. Pasó por su lado lo que parecía un ramo de flores. Entonces oyó el grito angustiado de Cyriclass="underline"

– ¡Señorita Sammie!

Un fuerte brazo la sujetaba como una barra de hierro, presionándola de lado contra un cuerpo grande y musculoso, mientras el caballo se internaba al galope en el bosque.

– No se preocupe -le susurró al oído una voz profunda y aterciopelada, teñida de un leve acento escocés-. Está perfectamente a salvo.

Sin habla a causa de la impresión, Sammie intentó mover los brazos, pero su captor la tenía atrapada por los costados con los suyos. Al volver la cabeza se encontró con una máscara negra. El pánico le recorrió la espalda y le atenazó la garganta. ¿Qué clase de loco era aquél? ¿Un salteador de caminos? Pero en ese caso, ¿por qué se la había llevado en vez de simplemente exigirle el dinero?