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Pasó varias horas en compañía de la señorita Waynesboro-Paxton. Sammie le leyó un fragmento de una manoseada edición de Sentido y sensibilidad y después le dio un masaje en sus rígidas manos con crema de miel. Tras disfrutar de una reconstituyente taza de té, se despidió de ella, deseosa de regresar a casa y averiguar cómo le había ido a Hubert en la residencia del mayor.

Mientras caminaba observando el sol de últimas horas de la tarde que se filtraba entre los árboles, elevó una plegaria para que su plan diera resultado y la noticia del matrimonio forzado de Anne Barrow llegara a los oídos del Ladrón de Novias… y no a los del magistrado. Al hacer correr el rumor, tendía una tensa cuerda entre la posibilidad de estar poniendo en peligro al Ladrón de Novias e intentar facilitarle la libertad a una mujer desesperada. Pero las situaciones críticas requerían medidas desesperadas.

Por supuesto, era sumamente probable que el rumor no alcanzara al Ladrón de Novias a tiempo para socorrer a la señorita Barrow. No dudó de que él la rescataría si conociera su situación, pero si no sabía nada, no podía hacerlo. Tenía que lograr que la señorita Barrow fuera liberada de la boda que se le venía encima. Pero ¿cómo?

Por su mente pasó una fugaz imagen del Ladrón de Novias, y entonces tuvo una idea como caída del cielo. Comenzó a darle vueltas, sopesándola desde todos los ángulos. Suponía un riesgo terrible, pero estaba en juego la vida de una mujer. Su mente la advertía de que había un centenar de cosas que podían salir mal, pero su corazón le decía que una podía salir bien: la señorita Barrow sería libre.

Si el Ladrón de Novias no acudía a rescatarla, entonces la rescataría ella misma.

Eric miraba alternativamente a Emperador, que pastaba junto al lago, y al camino que procedía del pueblo y se internaba en el bosque. Extrajo su reloj del bolsillo del chaleco y lo consultó con un gesto de impaciencia. Maldición ¿ya habría pasado? No parecía probable, ya que llevaba más de una hora esperándola. Tal vez aquel día no había ido al pueblo. Tal vez estaba enferma…

El crujido de una rama le hizo fijar de nuevo la vista en el camino. Cuando la vio, dejó escapar un suspiro que no creía estar reprimiendo, lo cual lo irritó. Y aún lo irritó más el súbito brinco que le dio el corazón. Por todos los diablos, estaba empezando a comportarse como un colegial imberbe. Allí, de pie en el bosque, sosteniendo una jarra de miel como su fuera un necio embobado. “Y lo eres”, lo informó una vocecilla interior.

Apretó la mandíbula y mandó al cuerno su irritante -por no decir acertada- vocecilla interior. No estaba embobado, sino simplemente… Frunció el entrecejo; no sabía qué demonios le pasaba, aparte de estar inexplicablemente irritado. Consigo mismo por desearla, por ella por parecer tan…

Tan Samantha.

Si no se sintiera tan nervioso, se habría reído de sí mismo cuando el deseo se le despertó al ver el sencillo vestido azul y el chal que llevaba. Ella venía a paso vivo por el sendero, con aire resuelto y las cejas juntas, como concentrada en algo. El sombrero le colgaba de las cintas como si fuera una redecilla, y su cabelle brillante parecía más despeinado de lo habitual. Con un gesto inconsciente, se ajustó las gafas, un ademán que desde luego no debería haber acelerado el pulso de Eric, pero que al instante evocó en él una imagen en la que le quitaba las gafas y se perdía en sus bellos ojos.

Se le escapó un gruñido, y se pasó una mano por el rostro. No debería haber ido allí; no debería haberla esperado. ¿Por qué diablos lo había hecho? “Porque no puedes estar separado de ella”.

Su grado de irritación aumentó un poco más ante aquella verdad innegable. Pero ¿cómo diablos iba a mantenerse apartado de una mujer que lo fascinaba, que lo cautivaba? Y todo eso sin una gota de artificio, coquetería ni esfuerzo por su parte. Una mujer que deseaba convertirse en su amante. No lo sabía, pero estaba claro que esperarla en el bosque desde luego no era el modo de apartarla de sus pensamientos.

Se limitaría a entregarle la jarra de miel. Se trataba de un acto de honor. Le había prometido la miel, e iba a dársela. Después se retiraría inmediatamente de su perturbadora presencia.

Sí, era un plan excelente.

Cuando ella se encontraba a unos metros de distancia, Eric salió de entre las bajas ramas del sauce y se plantó en mitad del camino.

Ella se sobresaltó y lanzó una exclamación ahogada.

– Cielo santo, lord Wesley. Me ha asustado usted.

– Perdóneme. No era mi intención.

Entre ellos se hizo el silencio más ensordecedor que él había oído jamás. Ella retorció entre los dedos las cintas de su sombrero, obviamente esperando a que hablara él, pero era como si su presencia lo hubiera privado de todo raciocinio. Se limitó a mirarla, mientras aún retumbaba en su mente la pregunta que le había formulado el día anterior: “¿Tiene idea de lo cerca que he estado de hacerle el amor?”. Y la sobrecogedora respuesta de ella: “¿Y tiene usted idea de lo mucho que yo deseaba que me lo hiciera?”. Dios santo, ¿cómo se las había arreglado para dejarla marchar?

Al final, se aclaró la garganta y dijo:

– En fin, es un placer verlo de nuevo, milord. Si me disculpa… -Inclinó la cabeza y se dispuso a continuar su camino.

Pero Eric la agarró por el brazo.

– Aguarde. Quería darle esto. -Le tendió la jarra de miel-. Se la dejó olvidada la otra noche.

Un súbito rubor tiñó las mejillas de ella, y Eric se preguntó si estaría pensando en el ardiente beso que ambos habían compartido en su casa.

Sammie cogió la jarra.

– Gracias. Me encargaré de que el señor Timstone reciba su crema. Y ahora, si me disculpa… -Intentó zafarse de su brazo, pero él no se lo permitió. Lo miró con expresión interrogante-. ¿Hay algo más, milord?

Eric entornó los ojos y estudió su rostro. En sus ojos no había nada parecido al deseo. De hecho, ella lo contemplaba con gesto de frío distanciamiento. Diablos, parecía haber perdido todo interés.

Maldita mujer caprichosa. Tan pronto deseaba ser su amante como quería alejarse de él a toda prisa. Su sentido común le dijo que aquello estaba bien; pero el resto de su ser se rebeló. ¿A qué se debía aquel súbito cambio? Aunque había rehusado ser su amante, su deseo no había disminuído. En absoluto.

– ¿Ocurre algo malo, señorita Briggeham? Parece usted tener prisa.

– No, milord. Pero hay un… proyecto que necesito iniciar lo antes posible.

– ¿Qué proyecto es ése?

Ella bajó los ojos, al parecer fascinada por lago que había en el suelo.

– Nada que pueda interesarle a usted.

Eric sintió una aguda punzada de pérdida. Samantha no quería compartir con él los detalles, detalles de un proyecto que saltaba a la vista era importante para ella. Diablos, no había previsto que fuera a echar tanto de menos la cómoda camaradería que habían compartido.

Debería simplemente dejarla marchar. Pero no pudo.

Se situó delante de ella y le alzó la barbilla hasta que los ojos de ambos se encontraron.

– Respecto de lo que estuvimos hablando ayer…

Ella se puso de un rojo carmesí.

– ¿Ha cambiado de idea?

“Sí”

– No -Frunció el entrecejo-. Pero abrigaba la esperanza de que pudiéramos seguir siendo… amigos.

Fuera cual fuese la reacción que esperaba de ella, desde luego no era la explosión de ira que vio en sus ojos.

– ¿Amigos? -repitió Samantha, levantando las cejas-. Sí, supongo que podemos seguir siendo amigos. Dios sabe que no tengo tantos como para rechazar uno más.

– Sin embargo, está enfadada conmigo.