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– No. Estoy decepcionada. No obstante, sí estoy enfadada por la situación en que me encuentro, la misma que la de miles de mujeres. Como no somos hermosas ni inteligentes ni ricas herederas, o por el motivo que sea, nos vemos obligadas a convertirnos en célibes solteronas. Obligadas a vivir nuestras vidas sin haber experimentado nunca el contacto de un hombre. -Casi le saltaban chispas de los ojos-. Una mujer debería poder escoger. Por Dios santo, es tan horrible como verse obligada a contraer un matrimonio no deseado.

Eric se quedó inmóvil.

– No es lo mismo…

– Sí lo es. Es exactamente lo mismo. -Se soltó de un tirón de los dedos súbitamente relajados del conde y dio unos pasos para alejarse de él-. El Ladrón de Novias lo entendería.

Él se puso en tensión.

– ¿El Ladrón de Novias? Menuda tontería. Ése no es más que un delincuente común, que rapta a mujeres que…

“Que no tienen alternativa”, pensó ella y dijo:

– Que se ven forzadas a llevar una vida que no desean -Le tembló la voz por la emoción-. Él les da una oportunidad, y les ofrece el regalo impagable de ser libres. Eso es más de lo que tendrá nunca una mujer como yo.

Eric sintió una punzada en el corazón, ya que no podía negar la verdad que encerraban aquellas palabras. Las opciones de las mujeres eran de lo más limitadas. Él también se rebelaba ante aquella injusticia, pero de un modo que no podía relevarle a la señorita Briggeham.

Apretó los puños a los costados para no tocarla y dijo:

– Aunque efectivamente el Ladrón de Novias lo entendiera, usted no volverá a verlo nunca.

La mirada de determinación que ella le devolvió le provocó un escalofrío que le bajó por la espalda.

– Eso es lo que usted cree -replicó Sammie con voz tensa. Y, antes de que él pudiera recuperarse, echó a andar raudamente por el sendero.

Eric se la quedó mirando, estupefacto. Seguro que no habían sido otra cosa que palabras acaloradas, pronunciadas en un momento de apasionamiento, algo muy típico de las mujeres. Pero al punto se desdijo: Samantha Briggeham era la mujer más directa que había conocido jamás. No se la imaginaba capaz de hacer una afirmación semejante a menos que estuviera convencida de ella.

Estaba claro que tenía la intención -o como mínimo la esperanza- de ver de nuevo al Ladrón de Novias. Naturalmente, no podría llevar a buen puerto dicha intención sin la colaboración de él, pero eso no lo sabía ella.

Sintió miedo. Miedo por ella. Y por sí mismo.

Maldición ¿qué estaría planeando hacer?

12

Cuando Eric llegó a los establos, todavía no había logrado adivinar qué estaría tramando la señorita Briggeham. Distraído, desmontó y entregó las riendas de Emperador a Arthur.

– Tenemos que hablar -le dijo éste bajando el tono.

Eric lo miró y el corazón le latió con fuerza al reconocer de forma instantánea la expresión que vio en sus ojos. Asintiendo, repuso:

– Nos veremos en el lugar de siempre, dentro de media hora.

Treinta minutos más tarde, Eric penetró en el mirador que se lazaba junto a la parte posterior de los jardines. Arthur se paseaba dentro de la estructura de mármol, con su curtido rostro tenso por la preocupación.

– He tenido noticia de otro caso que necesita ayuda -dijo sin preámbulos.

Eric se apoyó contra la balaustrada y cruzó los brazos sobre el pecho.

– Te escucho

– Una joven llamada Anne Barrow. Parece la situación habitual, pero…

Al ver que Arthur no continuaba, Eric lo apremió:

– ¿Hay algo que te preocupa?

– Bueno, es que me resulta muy extraño el modo en que me he enterado. -Su mirada se clavó en la de Eric-. Al parecer, el rumor ha partido de la señorita Sammie.

Eric se quedó petrificado.

– ¿Cómo has dicho?

– A mí también me ha sorprendido, porque la señorita Sammie no es dada a contar chismorreos. Pero lo he sabido directamente de la boca de Sarah, la cocinera de los Briggeham. Me ha dicho que esta mañana entró la señorita Sammie en la cocina y le contó que a esa muchacha iban a obligarla a casarse con un hombre horrendo, y que sería maravilloso que la rescatase el Ladrón de Novias. Incluso le contó que dentro de dos noches la joven iba a recorrer determinada ruta. -Arthur frunció el entrecejo y se rascó la cabeza-. Todo esto me resulta muy extraño. ¿Dónde cree usted que habrá oído una cosa así la señorita Briggeham?

– No estoy seguro -contestó Eric despacho- ¿Hay alguien más que te haya contado la misma historia?

– No. Y eso también es raro. Una historia como ésta por lo general me llega desde varias fuentes.

– Dime exactamente qué te ha contado Sarah.

Arthur lo hizo, y a continuación dijo:

– Esa Brigada contra el Ladrón de Novias se hace más numerosa cada día, y están decididos a atraparlo. Y también el magistrado. Toda esta historia podría ser una trampa ¿Qué va a hacer?

– Te lo diré tan pronto lo haya decidido. Mientras tanto, trata de averiguar discretamente acerca de esa Anne Barrow.

Eric entró en su estudio privado y se sirvió un coñac. Echó la cabeza atrás y apuró el fuerte licor de un solo trago, disfrutando del rastro ardiente que le dejó en sus congeladas entrañas. Se sirvió otra copa y acto seguido fue hasta la chimenea, donde se quedó contemplando las llamas mientras en su mente giraba un sinfín de preguntas.

¿Por qué había divulgado Samantha la noticia de la señorita Barrow? Ella misma había dicho que no le interesaban los chismorreos. ¿Se habría enterado por casualidad o la supo por otra persona y simplemente se puso a contarla por ahí? En tal caso, ¿por qué no se la había contado a él cuando hablaron junto al lago? ¿Le habría relatado la historia un miembro de la cada vez más grande Brigada contra el Ladrón de Novias, con la esperanza de hacer correr el rumor y así tender una trampa al Ladrón? Quizás. Aun así, ¿por qué servirse de Samantha? No tenía sentido. A no ser que…

¿Esperaba alguien que Samantha acudiera a él con la historia? ¿Sospecharía alguien de él?

Pero si se encontraba bajo sospecha, ¿por qué no habían venido a contárselo directamente a él, en vez de depender de lo imprevisible de los chismorreos de la servidumbre, sobre todo si le estaban tendiendo una trampa?

Depositó la copa sobre la repisa de la chimenea y se pasó las manos por la cara mientras estudiaba la otra posibilidad, la que había apartado a un lado pero que ya no podía continuar ignorando.

¿Se habría inventado Samantha toda aquella historia para atraer al Ladrón de Novias y así verlo de nuevo? ¿Podría tratarse del “proyecto” que había mencionado? Recordó su respuesta cuando él le dijo que nunca volvería a ver al Ladrón de Novias: “Eso es lo que usted cree”. Maldición, ¿existiría de verdad una joven que necesitaba ser rescatada, o no era más que una estratagema? Y si dicha joven existía, ¿cómo encajaba Samantha en todo aquello?

Una parte de él se rebeló contra la idea de que Samantha pudiera mentir y difundir una historia falsa para servir a sus propios planes; era demasiado honrada y sincera.

Pero otra parte lo advertía: “¿Cómo, sino, podría esperar ver otra vez al Ladrón de Novias? Es un plan muy inteligente y ella es una mujer inteligente…, una mujer que sin duda admira tu segunda personalidad, una mujer que quiere vivir aventuras. Una mujer que quiere un amante”.

Sintió una punzada de celos y se le escapó una risa amarga. Diablos, estaba perdiendo el juicio. Estaba ardiendo de celos… de si mismo. Pero había un modo de arreglarlo.

Después de tomar precauciones extraordinarias para garantizar su seguridad, el Ladrón de Novias rescataría a la señorita Barrow, si es que existía de verdad. Y si resultaba que estaba implicada la señorita Samantha Briggeham, ya se vería a qué grado de familiaridad esperaba ella llegar con el Ladrón de Novias.