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Sammie se tapó la boca con una mano para contener una exclamación. Si no actuaba con rapidez, aquel hombre horrendo iba a entregar al Ladrón de Novias a las autoridades. La embargó una firme determinación. No podía permitir que sucediera tal cosa. Pero viendo que el cochero ya estaba maniatando al inconsciente Ladrón de Novias, sólo había un modo de detenerlo.

Abrió su redecilla y extrajo con cuidado el alfiler que había preparado Hubert. Se cubrió un poco más con la capucha para ocultar el rostro lo más posible y, sosteniendo el largo alfiler como si fuera una espada, se agachó y comenzó a avanzar. El cochero estaba musitando para sí, absorto en su tarea de maniatar al Ladrón de Novias con una gruesa cuerda.

Sigilosamente, Samantha se colocó detrás del hombre. Entonces, rogando que la poción de Hubert diera resultado, le hincó el alfiler en las posaderas.

– ¡Ay!

El cochero soltó la cuerda y se llevó una mano al lugar del pinchazo al tiempo que se daba la vuelta.

Sammie se puso en pie de un salto y retrocedió hasta que chocó contra la portezuela del carruaje. El hombre clavó la mirada en ella y dio dos pasos amenazantes.

– ¿Quién diablos es usted?

Con el corazón desbocado, Sammie se apresuró a esconder el alfiler entre los pliegues de su vestido oscuro mientras su mente gritaba. “¡Duérmete!”

Como si hubiera oído aquella silenciosa orden, el cochero puso los ojos en blanco, dobló las rodillas y se desmoronó en el suelo, cayendo de espaldas junto al Ladrón de Novias. Sammie se le quedó mirando por varios segundos, con el corazón en la garganta. Luego se inclinó sobre él. De sus labios relajados salían unos ronquidos suaves. ¡Por Júpiter, Hubert era ciertamente un genio!

Moviéndose a toda prisa, se arrodilló junto al Ladrón de Novias y le comprobó el pulso en el cuello. Al notar el fuerte latido estuvo a punto de desmayarse de puro alivio. Pero antes de que pudiera atenderlo, volvieron a golpear la portezuela del carruaje.

– Por favor, déjeme salir -suplicó alguien desde dentro.

Sammie se acercó al cochero y hurgó en el bolsillo de su chaleco. Topó con la frialdad del metal y rápidamente sacó lo que esperaba fuera la llave correcta. Segundos después, abría de un tirón la portezuela del vehículo, del cual salió a trompicones una joven agitada y con los ojos muy abiertos.

– ¿Quién es…?

– Samantha Briggeham. Su cochero ha herido al Ladrón de Novias. Yo lo he dejado temporalmente fuera de combate, pero hemos de darnos prisa.

La mirada de la señorita Barrow voló hasta los dos hombres caídos.

– Cielo santo ¿Qué podemos hacer?

Sammie se arrodillo junto al Ladrón de Novias.

– Usted desátelo y yo intentaré que recupere el conocimiento.

Sin otra palabra, la joven se arrodilló junto al Ladrón y empezó a manipular los nudos que le sujetaban las muñecas. Sammie pasó con suavidad las manos por la máscara de seda que le cubría la cabeza y se detuvo al topar con un chichón del tamaño de un huevo de gallina justo encima de la oreja. Alternando los golpecitos en la mejilla con unas suaves sacudidas en el hombro, le dijo:

– ¿Puede oírme, señor? Por favor, despierte.

Eric percibió una voz como si le llegara a través de una densa niebla de dolor. Poco a poco fue tomando conciencia de unas manos suaves que le tocaban la cara. La cabeza. Los hombres, Inhaló y notó olor a miel.

– ¿Puede oírme, señor?

Eric se volvió despacio hacia la voz, con la respiración siseante entre los dientes debida a las punzadas de dolor que le atravesaban la cabeza. Obligó a sus ojos a abrirse y parpadeó varias veces, en un intento de alinear el trío de figuras que flotaban frente a sus ojos en una sola. Cuando por fin lo consiguió, se encontró mirando fijamente el rostro de ansiedad de Samantha Briggeham.

Cuando su mirada se clavó en ella, Sammie cerró los ojos y exhaló.

– Gracias a Dios que está usted bien -Le ofreció una sonrisa trémula y añadió-: No tiene nada que temer, señor. Soy yo, su amiga Samantha Briggeham.

Él trató de levantar la cabeza, pero un batallón de demonios armados de martillos inició un infame concierto en sus sienes. Dejó escapar un gemido.

Sammie le apoyó las palmas en el pecho.

– No intente moverse todavía. Descanse un poco más.

– Ya lo he desatado -dijo una voz femenina desconocida-. ¿Cómo está?

– Recobrando el sentido -respondió Samantha-. Aproveche esas cuerdas para atar al cochero, por si acaso se despierta.

– Será un placer -contentó la joven.

¿Qué cochero? ¿Habían salido a pasear?

– ¿Qué ha ocurrido? -susurró. Sentía la lengua como suela de zapato.

– Le ha golpeado el cochero de la señorita Barrow. -Sus ojos detrás de las gafas mostraban profunda preocupación- ¿No se acuerda? Estaba a punto de realizar un rescate.

¿Un rescate? Se llevó una mano a la cabeza, que le retumbaba. Al hacerlo su guante de cuero rozó la seda, y entonces recuperó la memoria como el rayo. Máscara. Ladrón de Novias. Rescate. Samantha al otro lado del camino. Distracción. El cochero golpeándolo con una estaca. Y ahora un tremendo dolor que le taladraba la cabeza.

Recordó que tenía que hablar con su ronco acento.

– Me acuerdo ¿Dónde está el cochero?

– Está inconsciente. La señorita Barrow lo está maniatando.

Experimentó una oleada de náuseas, y entonces cerró los ojos y respiró con inspiraciones cortas y superficiales. Ella le cogió la mano enguantada y continuó pasándole los dedos por el rostro enmascarado y por los hombros. Al cabo de un momento, el mareo cedió y recobró el raciocinio, junto con una horrible pesadez en las entrañas.

Menudo embrollo. Tenía que largarse de allí lo antes posible -y también las señoritas Briggeham y Barrow-, antes de que el cochero recuperase el sentido y decidiera entregarlo al magistrado, o antes de que pasara alguien más por el camino y se le ocurriera hacer lo mismo.

¿O su identidad ya habría quedado al descubierto?

Abrió los ojos y la miró directamente.

– ¿El cochero me quitó la máscara?

– No

Sintió una oleada de alivio

– ¿Y usted?

Ella abrió mucho los ojos y negó con la cabeza.

– No

Parte de su tensión se disipó. Ella aún no sabía quién era. Gracias a Dios. Samantha le apretó ligeramente la mano y él le devolvió el gesto.

– No tema, señor -susurró-. Yo me encargaré de que no le suceda nada malo. -Puso su mano libre sobre su mentón cubierto por la máscara y le obsequió con una gentil sonrisa.

Eric entrecerró los ojos. Desde luego, esta siendo de lo más solícita con el Ladrón de Novias: le cogía la mano, lo tocaba. Sí, estaba mostrándose demasiado cariñosa con aquella persona, maldición.

– ¿Le duele en alguna otra parte? -inquirió con una ternura que lo puso furiosos.

Diablos, le dolía en todas partes, pero por nada del mundo se lo diría precisamente a ella. Seguro que se ofrecería a darle un reconfortante masaje al Ladrón de Novias.

– Estoy bien -dijo con aspereza-. Quiero sentarme.

Cuando se apoyó sobre los codos, ella lo sujetó de los antebrazos y lo ayudó a pasar muy despacio a la postura de sentado. Todo giró a su alrededor, y tuvo que sostenerse la cabeza entre las manos. Hizo una mueca de dolor cuando sus dedos encontraron el enorme chichón. El mareo pasó al cabo de unos momentos y entonces bajó las manos.

Tras humedecerse los labios, susurró con su rudo acento escocés:

– ¿Qué está haciendo usted aquí?