– Lo mismo que usted: ayudar a la señorita Barrow
– ¿Es que no se fiaba de mí?
Sammie se ajustó las gafas y lo miró con expresión seria.
– Yo le confiaría a usted mi vida, señor. Pero la señorita Barrow me pidió que la ayudara, y como yo no sabía si le llegaría a usted la noticia de su grave situación, tuve que prepararme para socorrerla yo misma.
– ¿Y cómo pensaba hacerlo?
Ella le describió de manera concisa un plan que a Eric lo llenó de admiración y furia a un tiempo. Desvió la mirada hacia el cochero dormido, al cual la señorita Barrow continuaba atando como si fuera un ganso. Diablos, ojalá hubiera estado despierto para ver cómo Samantha pinchaba en el trasero a aquel cabrón.
– Maldita sea, muchacha. ¿No se da cuenta del peligro al que se ha expuesto?
– No más que el peligro al que se expone usted, señor. Le aseguro que no me he lanzado a esta aventura sin haberlo reflexionado mucho, de manera lógica, y sin haber sopesado cuidadosamente los riesgos que entrañaba. Como sin duda usted comprenderá, no podía ignorar la petición de socorro de la señorita Barrow.
– Pero ¿y si la hubieran herido?
El hecho de imaginarla herida, tumbada en el bosque, a merced de aquel cochero o de cualquier otro tipejo, le provocó un estremecimiento de miedo y furia.
– Sabía que existían riesgos, por supuesto. Pero, como estoy segura de que usted coincidirá conmigo, el resultado deseado hace que merecieran la pena. -A continuación se incorporó y le tendió las manos-. Vamos a ponernos de pie. Muy despacio.
Eric se agarró a las manos de ella y se puso primero de rodillas, postura en la que permaneció unos instantes mientras mejoraba el mareo. Después, con la ayuda de ella, se puso de pie. Le flaquearon un poco las rodillas, pero apoyó las manos en los hombros de Samantha, cerró los ojos e hizo varias inspiraciones hasta recuperar el equilibrio.
– ¿Se encuentra bien? -le preguntó ella con preocupación.
Eric abrió los ojos y contempló su semblante tenso.
– Sí, pequeña
– Qué alivio. Casi me muero antes, cuando lo golpeó ese hombre horrendo. -Su tono adquirió una nota de timidez-. Para mí ha sido un honor ayudarlo, señor, y… y con gusto lo haría de nuevo.
A Eric se le heló la sangre al oír aquellas palabras. Santo Dios, si no tomaba medidas drásticas, ya se la imaginaba ataviado con una máscara y una capa y cabalgando por el bosque con un saco lleno de aquellos alfileres. Se aferró con más fuerza a sus hombros, y a duras penas logró evitar sacudirla.
– Su lealtad me deja anonadado, y puede contar con mi eterna gratitud por haberme rescatado. Pero a decir verdad, si no fuera por su interferencia, el rescate se habría llevado a cabo sin problema alguno.
Los ojos de Samantha adoptaron una expresión de sorpresa, y Eric adivinó que había dado en el blanco.
– No era mi intención…
– No importa. Su presencia me distrajo, lo cual le proporcionó al cochero la oportunidad de golpearme. Fue un error que bien podría haberme costado la vida.
Sammie abrió los ojos con expresión de horror y con un brillo que, maldita sea, se parecía mucho al de las lágrimas. Eric sintió el aguijón de la culpa por ser tan duro con ella e, incapaz de dominarse, le pasó los dedos enguantados por la mejilla.
– También podría haberle costado la vida a usted. Y yo jamás podría cargar con el sentimiento de culpa que me causaría el que usted sufriera algún daño. Quiero que me prometa que no volverá a intentar ayudarme en mi misión. Es demasiado peligroso.
– Pero…
– Prométalo, señorita Briggeham. No pienso marcharme hasta que obtenga su promesa.
Ella titubeó, y a continuación asintió rígidamente.
– Muy bien, lo prometo. Pero quiero que sepa… -alzó una mano lentamente y la posó sobre la mejilla enmascarada de él- que tiene usted toda mi admiración.
Eric sintió una oleada de calor y tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no besar ardorosamente aquella mano que olía a miel.
– Y mi más profundo afecto -agregó Samantha en voz baja.
Se quedó congelado, como si le hubieran echado un cubo de agua helada. ¿Afecto? Y no sólo un afecto cualquiera, sino el más profundo. Maldición, no quería que ella sintiera ningún profundo afecto por ningún otro hombre, ¡aunque resultara que aquel otro hombre era él!
En ese momento se reunió con ellos la señorita Barrow, y Eric hizo un esfuerzo para apartar a un lado su irracional e irritante ataque de celos.
– ¿Está bien atado su cochero? -le preguntó a la joven.
Ella lanzó una mirada de desprecio al aludido.
– Sí, señor.
– ¿Todavía desea que la ayude a escapar, señorita Barrow?
– Más que ninguna otra cosa, señor.
– En ese caso, hemos de irnos. Recoja las pertenencias que desee llevarse consigo. -Se volvió hacia Samanta-. Vaya por su montura y por el caballo que ha traído para la señorita Barrow.
Mientras ellas lo hacían, Eric fue hasta donde se encontraba Campeón, a unos metros de allí, y se cercioró de que el semental no había sufrido ningún daño. Acto seguido, regresó junto al cochero; se agachó con una mueca de dolor al notar una punzada en la cabeza y comprobó las ataduras que lo sujetaban. Una sonrisa sin humor tocó sus labios. Ciertamente, la señorita Barrow había maniatado a aquel cabrón a conciencia.
La señorita Barrow bajó del carruaje portando un maletín de viaje.
– No se mueva de ahí -le ordeno, y se volvió hacia Samantha, que en ese momento salía del follaje conduciendo dos caballos-. La señorita Barrow montará conmigo. Usted llevará el otro caballo y yo la acompañaré de vuelta al bosque, hasta cerca de su casa.
– No -protestó ella, al tiempo que aceptaba su mano para montar-. Usted debe desaparecer.
– Desapareceré en cuanto la vea a usted sana y salva de regreso en su caso. El trayecto dura más de una hora, demasiado para que lo haga usted sola, sobre todo a estas horas de la noche. No pienso discutir con usted, señorita.
Samantha lanzó un gruñido de malhumor.
– En ese caso, por lo menos llévese esto. -Le dio su redecilla-. Contiene el dinero y el pasaje para el Dama de los Mares que tenía preparados para la señorita Barrow. -Eric abrió la boca para protestar, pero ella insistió-. Por favor, cójalo. Significa mucho para mí poder ayudarla.
Él necesitó de todas sus fuerzas para no estrecharla entre sus brazos y besarla.
– Yo también había dispuesto lo necesario para la señorita Barrow. Ya que es su deseo, le entregaré el dinero, pero destruiré el pasaje; no quiero que queden pruebas que puedan conducir hasta usted. Y cuando vuelva a casa, debe asegurarse de destruir todo lo que pueda implicarla. ¿Lo ha entendido?
– Sí
– Entonces, vámonos.
Fue a grandes zancadas hasta Campeón y, después de ayudar a la señorita Barrow a montar, se subió a la silla detrás de ella. Acto seguido hizo girar el caballo y encabezó la marcha por el bosque, en dirección a la casa de Samantha.
Hubert se ajustó las gafas sobre la nariz y contuvo el impulso de propinar una patada de pura frustración a un árbol. Lo que había comenzado como una gran aventura, de algún modo se había transformado en un enorme fiasco. Basándose en la información que proporcionaba la señorita Barrow en su carta, sabía dónde se suponía que debía estar, pero no tenía ni idea de cómo llegar hasta allí.
¿Cómo era posible que hubiera perdido de vista a Sammie? La tenía a no más de diez metros de él, y al momento siguiente había desaparecido. Como si se hubiera esfumado.
Lo invadió la irritación. Maldita sea, ¿cómo iba a protegerla si no lograba dar con ella? ¿Y cómo podría abrigar esperanzas de poder descubrir la identidad del Ladrón de Novias? Tenía que encontrarla.
Continuó avanzando por aquel desconocido paraje en la dirección en que la había visto la última vez, deteniéndose a cada poco para aguzar el oído. Al cabo de casi un cuarto de hora, se detuvo en seco al oír unas débiles voces a lo lejos. Se agachó y avanzó con cautela. El corazón le dio un brinco de alivio cuando distinguió a Sammie a lomos de Azúcar. Y su alivio se convirtió en emoción cuando divisó la figura que le estaba hablando… un hombre enmascarado que sólo podía ser el célebre Ladrón de Novias.