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La carta no estaba firmada, pero por supuesto no cabía duda sobre su remitente. Sammie cerró los ojos y apretó la carta contra su corazón.

La señorita Barrow estaba a salvo. Libre. Embarcada en una vida nueva y llena de aventuras. Experimentó alegría, teñida con una pizca de envidia, al desear que la joven tuviera una vida larga y feliz.

Era evidente que también estaba libre el Ladrón de Novias, gracias a Dios, pero ¿durante cuánto tiempo? Le recorrió un escalofrío al evocarlo tendido e indefenso en el suelo. Podrían haberlo matado. O capturado. Elevó una silenciosa plegaria de agradecimiento por que el rescate hubiera salid bien, pero ¿qué pasaría si no salía bien el siguiente? Según el Times, la Brigada contra el Ladrón de Novias crecía día a día, lo mismo que el precio que habían puesto a su cabeza. ¿Cuánto más podría durar su suerte? Le dio un vuelvo el estómago al pensar en aquel hombre tan vital colgando de la horca.

Aquel hombre tan vital. Se le escapó un suspiro involuntario al recordar la sensación de sus sólidos hombros y sus brazos musculosos. La inundó una sensación de calor y estrechó la carta con más fuerza contra el corazón. Por segunda vez, él le había proporcionado una gran aventura, un recuerdo que atesoraría siempre. El rubor tiñó sus mejillas al recordar el momento en que él le tocó el rostro con su mano enguantada. Había sido tierno y cortés. Tremendamente heroico. Amable y gentil. Precisamente igual que…

Lanzó un suspiro. Igual que lord Wesley. Pero, al igual que el Ladrón de Novias, lord Wesley no estaba a su alcance, si bien por motivos distintos. El Ladrón de Novias no quería que ella le ayudara en sus misiones y lord Wesley simplemente no la deseaba. Al menos del mismo modo que lo deseaba ella. Acudieron a su memoria los besos apasionados que habían compartido, dejando un rastro ardiente a su paso. La sensación del cuerpo de él pegado al suyo, de sus manos acariciándole los seños. “De acuerdo, está claro que sí me desea, pero a diferencia de mí, él no está dispuesto a asumir el riesgo que ello entraña”. ¡Ojalá lord Wesley fuera tan osado como el Ladrón de Novias!

Naturalmente, lord Wesley le había ofrecido su amistad, lo cual era más de lo que ningún hombre le había ofrecido nunca. Y aunque podía aceptar y valorar su amistad, había una parte de su corazón que continuaba deseando más de él. Sus besos. Su abrazo.

Pero ahora necesita dejar de pensar en lord Wesley y en el Ladrón de Novias y prender fuego a aquella carta incriminatoria. La vitela crujió contra la tela de su vestido y la abrumó un sentimiento de tristeza. Odiaba destruir el único recuerdo material de aquel hombre, pero debía hacerlo por seguridad. Tal como había prometido, jamás volvería a verlo, un voto que le pesaba en el corazón pero que no pensaba romper. Tenía que velar por la seguridad de él, y también por la suya.

Abrió los ojos y se volvió hacia la chimenea. Y entonces se quedó petrificada.

Lord Wesley estaba de pie en el umbral, mirándola con una expresión intensa.

La invadió un calor súbito, como si ella misma se hubiera prendido fuego. Escondió a la espalda la carta del Ladrón de Novias y retrocedió ligeramente hacia el escritorio.

– Lord Wesley ¿qué está haciendo aquí?

Él cerró la puerta y acto seguido se acercó a ella muy despacio, como un gato acechando a su presa, con la mirada clavada en ella.

– Quería hablar con usted. Su mayordomo me ha dicho que se encontraba aquí y me ofrecí a anunciarme yo mismo.

Samantha chocó contra el escritorio, y se apresuró a volverse y guardar la carta en el cajón superior, que luego cerró de un golpe. El ruido reverberó en la quietud de la habitación, y después reinó el silencio.

Eric avanzó hasta que estuvo delante de ella. Cerró los puños para contener el intenso ataque de celos que lo dominaba. Había permanecido al menos dos minutos enteros en el umbral, observándola, antes de que ella se percatase de su presencia. Vio cómo apretaba contra su corazón la carta del Ladrón de Novias, cómo cerraba los ojos y emitía suspiros soñadores, cómo se ruborizaba. Parecía inocente y seductora. Y profundamente excitada… por otro hombre.

Maldición, al diablo con todo. Había venido a verla para cerciorarse de que se encontraba bien después de la aventura vivida, y con la esperanza de averiguar si había recibido la visita del magistrado Straton. Pero su mente quedó vacía de todo pensamiento cuando la vio sostener aquella condenada carta, de todo pensamiento salvo el que no cesaba de decir: “Mía. Mía. Mía”.

Y ya era hora de hacer algo al respecto.

Se inclinó y apoyó las manos sobre el escritorio a ambos lados de Samantha, aprisionándola. Ella abrió los ojos con desmesura y se echó ligeramente atrás, pero no intentó escapar. Bien. Ahora la tenía justo donde quería tenerla: atrapada.

– ¿Qué ha escondido con tanta prisa en el cajón, señorita Briggeham? -le preguntó con voz sedosa.

– Oh, sólo una carta

– Parecía una carta importante.

Ella tragó saliva.

– Era de una… amistad

– ¿De veras? ¿De una amistad… masculina?

Samantha alzó la barbilla y enarcó una ceja.

– ¿Por qué quiere saberlo?

“Porque no quiero que pienses en ningún otro hombre, aunque ese otro hombre sea yo”. Levantó la mano y la pasó con lentitud por sus mejillas teñidas de carmesí.

– Se ha sonrojado. Me preguntaba si sería debido a esa carta.

– Si estoy sonrojada, es simplemente porque aquí hace mucho calor. Y porque usted está… muy cerca.

Eric bajó la vista y calculó los centímetros que los separaban. Luego su mirada fue ascendiendo lentamente, para hacer una pausa en la generosa curva de sus pechos, que ni siquiera el remilgado escote lograba disimular. Exhalo un profundo suspiro y sintió su aroma a miel, que lo abrumó. Volvió a fijar la mirada en los ojos de Samantha y le preguntó:

– ¿Y si me acercara todavía más?

Ella se humedeció los labios y Eric sintió un tirón en la ingle.

– Imagino que tendría aún más calor.

Sin apartar los ojos de ella, avanzó deliberadamente, suprimiendo los pocos centímetros que quedaban. Entonces lo envolvió plenamente su aroma, y tuvo que hacer uso hasta el último gramo de autodominio, cada vez más menguante, para no tomarla entre sus brazos y besarla apasionadamente. Bajó el rostro y le rozó el mentón con los labios.

– ¿Más calor? -le susurró al oído

Le pasó la punta de la lengua por el delicado lóbulo de la oreja y a continuación lo atrapó con suavidad entre los dientes, disfrutando de su exclamación de femenino placer.

– Mucho más calor -dijo Samantha con voz ahogada.

Eric retrocedió lo justo para mirarla, y a duras penas logró reprimir el gruñido que le subió a la garganta. El deseo dilataba los ojos de Samantha y su boca seductora suplicaba ser besada.

La deseó con una intensidad que jamás había experimentado por ninguna mujer. Todo su cuerpo vibraba con una necesidad que exigía ser satisfecha, una necesidad que sólo ella podía satisfacer. Pasaron por su mente todas las razones por las que no debía hacerle el amor, pero las aplastó como si fueran molestos insectos. Él la protegería; se valdría de la discreción que gobernaba todas las facetas de su vida. Y Samantha sería suya.

Le levantó la barbilla con los dedos y clavó su mirada en la suya.

– Quiero que sienta algo más que calor. Quiero que se abrase, que se funda, que se queme por dentro. Por mí. Conmigo -Contempló cómo ella absorbía sus palabras al tiempo que se sonrojaba más y se le aceleraba el puso en la base del cuello-. ¿Todavía está dispuesta?

– Nunca he dejado de estarlo

Aquel la respuesta le produjo un fuego abrasador. Dio un paso atrás, le pasó las manos por los brazos y entrelazó los dedos de ambos.

– Por desgracia, éste no es el momento ni el lugar.