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Aún así, se le hacía imposible la idea de no verlo más. Necesitaba abrazarlo, tocarlo, al menos una vez más, para acumular los recuerdos que tendrían que durarle todas las noches vacías y solitarias que la esperaban. Habían acordado reunirse aquella noche, a las once, en la verja del jardín, para después dirigirse a la cabaña de él. Lo abrazaría una vez más y luego rezaría para encontrar las fuerzas necesarias para dejarlo marchar.

Eric estaba de pie frente a las ventanas de su estudio privado, tomando su café matinal. Su mirada vagó hasta el reloj situado en la chimenea y una sonrisa irónica curvó sus labios. Habían pasado exactamente tres minutos desde la última vez que había consultado la hora.

Catorce horas para volver a Samantha de nuevo. No, en realidad eran catorce horas y treinta y siete minutos. ¿Cómo demonios iba a hacer para ocupar el tiempo? Echó un vistazo a su escritorio; había una docena de cartas que requerían su atención, al igual que las cuentas de su propiedad de Norfolk.

Lanzó un largo suspiro de frustración. Por mucho que intentara enfrascarse en el trabajo, nada lograría borrar los recuerdos de la noche anterior: la sensación de tener a Samantha debajo de él, encima de él, enroscada alrededor de él; su nombre pronunciado por ella en el momento de alcanzar el clímax entre sus brazos, descubrir los fascinantes secretos de su cuerpo, el asombro con que ella exploraba el suyo, aquella candente intensidad aplacada por las risas.

Ninguno de sus encuentros sexuales anteriores le había preparado para lo experimentado con Samantha. Jamás había sentido aquel abrumador impulso de proteger a una mujer, aquella ternura que le dolía en el pecho, aquel afilado deseo de saberlo todo de ella, tanto de su cuerpo como de su mente; aquella acuciante necesidad de complacerla en todos los sentidos, de estrecharla contra sí y simplemente no soltarla más.

Apuró el último sorbo de café y dejó la taza de porcelana sobre el escritorio. Después se presionó las sienes en un vano intento de aliviar los turbadores sentimientos que lo asaltaban. Maldición, se sentía nervioso y, al mismo tiempo, extrañamente vulnerable. Y eso no le gustaba nada. ¿Cómo se las había arreglado Samantha -ingenua en los caminos del amor- para excitarlo y cautivarlo como jamás lo había conseguido ninguna mujer experimentada? ¿Por qué la noche anterior no estaba resultando como todas las noches que había pasado en brazos de una amante: placentera mientras duró, pero totalmente olvidable una vez consumado el acto?

Se le ocurrieron una docena de palabras para describir la noche anterior, pero “olvidable” no era ninguna de ellas. Soltó una amarga risita al recordar que menos de dos semanas antes había imaginado que podría ver a Samantha Briggeham una vez más y luego olvidarse de ella. ¡Qué broma tan cruel! Ya antes de hacerle el amor no había podido apartarla de sus pensamientos y ahora ocupaba todos los rincones de su mente.

¿Olvidarse de ella? ¿Cómo abrigar semejante esperanza cuando tenía su tacto, su olor, grabados de manera indeleble en el cerebro? Y temía que en más lugares también; era como si le hubiera escrito su nombre a fuego en el corazón, y en el alma. Resultaba inquietante.

Aquel deseo, aquella necesidad de tenerla suponía una prueba dolorosa para su autocontrol, una faceta de sí mismo de la que siempre se había enorgullecido. La noche anterior había hecho un esfuerzo hercúleo para no derramar su simiente en ella. A decir verdad, apenas había conseguido retirarse a tiempo.

Sintió que se le retorcían las entrañas y se maldijo mentalmente. ¿Cómo había permitido que la relación llegase a aquel punto? ¿Por qué había perseguido algo que era totalmente imposible? “Porque eres un maldito egoísta y no podías quitarle las manos de encima”. Por mucho que aquello lo avergonzara, no podía negar la verdad que le anunciaba su vocecilla interior. Y sólo existía un modo de reparar lo que su egoísmo había dañado.

Tendría que poner fin a la relación.

Todo su ser elevó un grito de protesta, y juraría que su corazón había clamado: “¡No!”. Pero, maldita sea, todos aquellos… sentimientos, aquellas sensaciones dulces y tiernas que Samantha generaba en él lo inquietaban sobremanera. Lo asustaban. No podía ofrecerle el futuro que ella merecía. Ciertamente, era posible que una relación a largo plazo con él supusiera un peligro para Samantha.

Su relación tarde o temprano tendría que terminar. Por el bien de los dos, necesitaba que fuera más bien temprano.

Pero Dios, todavía no.

Tenía que verla de nuevo, una vez más, para memorizar cada una de sus miradas, su contacto, cada centímetro de ella; porque sabía, en su imprevisto agitado fuero interno, que nunca conocería a otra mujer como Samantha Briggeham.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por unos golpes en la puerta del estudio.

– Adelante.

Entró Eversley, con su rostro de mayordomo, por lo general impasible, iluminado por una animación inusual.

– Tiene una visita, milord.

El corazón le dio un brinco. ¿Había venido a verlo Samantha? Hizo un esfuerzo por conservar un tono sin inflexiones y preguntó:

– ¿De quién se trata?

En los ojos de Eversley destelló un brillo inconfundible.

– Es lady Darvin, milord.

En ese momento apareció detrás de Eversley su hermana Margaret, el rostro enmarcado por su hermoso cabello negro perfectamente peinado. Mostraba signos de fatiga y tensión, y las lágrimas afloraban a sus ojos oscuros, unos ojos exactamente iguales a los de él. Eric clavó la mirada en ellos y sintió alivio al no encontrar sufrimiento, aunque resultaba dolorosamente obvio que su hermana continua sufriendo una sensación de acoso y una penosa inseguridad en sí misma.

Le tembló el labio inferior cuando dijo:

– Hola, Eric. Gracias por…

Él se acercó en tres grandes zancadas y la estrechó contra sí en un fuerte abrazo que ya no le permitió seguir hablando. Ella le pasó los brazos por la cintura y, con los puños apretados contra su espalda, hundió el rostro en su hombro. Bruscos estremecimientos sacudieron su cuerpo, y Eric la estrechó con más fuerza, preparado para pasar todo el día así y absorber sus lágrimas si eso era lo que necesitaba Margaret.

Se le hizo un nudo en la garganta y maldijo su incapacidad para absorber también su sufrimiento. Maldición, Margaret parecía pequeña y frágil en sus brazos, y sin embargo él sabía que poseía una sólida fortaleza interior.

Hizo una seña a Eversley, que se retiró con discreción. En el momento en que se cerró la puerta, Eric apoyó una mejilla contra el suave cabello de su hermana; entonces esbozó una sonrisa: todavía olía a rosas. Siempre había olido así, incluso cuando era pequeña. Incluso a la edad de diez años, en una ocasión en que se escapó del ojo atento de su institutriz y anduvo jugando en el barro hasta que regresó a casa terriblemente sucia y mojada, por Dios que seguía oliendo a rosas.

Al cabo, los estremecimientos fueron cediendo. Margaret alzó la cabeza y miró a su hermano a través de sus pestañas húmedas. La triste desolación que ensombrecía sus ojos oprimió el corazón de Eric, que juró hacer desaparecer aquella expresión.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó en voz queda.

Ella asintió lentamente.

– Lamento haberme derrumbado así. Es que he sentido una gran alegría al verte y por estar aquí.

Él le depositó un breve beso en la frente.

– No tienes idea de lo estupendo que es tenerte aquí. Éste es tu hogar, Margaret, puedes quedarte todo el tiempo que quieras -Le obsequió con una sonrisa-. Ha estado muy solitario sin ti.

Ella no le devolvió la sonrisa y Eric sintió un vuelco en el estómago: su hermana ya no era la niña risueña y de ojos luminosos que él había conocido en su juventud. Maldijo a su padre para sus adentros y también al hombre con el que la había obligado a casarse, por haberle robado la alegría y las risas. “Por Dios que voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que no vuelvas a estar triste nunca más”.