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– Éste es tu hogar, Eric -repuso Margaret- y yo me siento agradecida por tu generosidad.

– No es ningún esfuerzo disfrutar de la compañía de mi hermana favorita.

Ella no sonrió, pero Eric creyó ver una tenue chispa de diversión en sus ojos.

– Soy tu única hermana

– Ah, pero si tuviera una docena seguirías siendo mi favorita.

En vez de la carcajada que esperaba oír, Margaret se apartó de sus brazos y fue hasta la ventana para contemplar el florido jardín.

– Se me había olvidado que esto es… precioso.

Eric apretó los puños. Su tono de voz le conmovió. Hizo un esfuerzo por sonar desenfadado y le propuso:

– ¿Te apetece dar un paseo por los jardines y así te pongo al día de todas las noticias de por aquí? Luego, por la tarde, a lo mejor quieres acompañarme a hacer una visita.

Ella se volvió a mirarlo.

– ¿A quién vas a visitar?

– A los Briggeham ¿Te acuerdas de ellos?

Margaret apretó los labios, reflexionó unos segundos y asintió con la cabeza.

– Sí. Tienen varias hijas y un hijo, creo recordar.

– Cuatro hijas, todas casadas excepto la mayor. Es al hijo, Hubert, a quien voy a visitar. Es un muchacho de una inteligencia increíble. Ha construído en el antiguo granero un laboratorio fascinante que él llama la cámara. Le prometí ir a ver un invento en el que está trabajando -Se acercó a ella y la tomó dulcemente de las manos- Te gustará conocer a Hubert, y también a su hermana y a sus padres, si están en casa. Estoy seguro de que te encantará la señorita Briggeham, las dos sois de edades parecidas y…

– Te lo agradezco, Eric, pero no me siento con fuerzas para responder preguntas sobre… -Dejó la frase sin terminar y miró el suelo.

Eric le puso un dedo bajo la barbilla y le levantó el rostro hasta que las miradas se encontraron.

– No tengo intención de someterte a ningún sufrimiento, Margaret. Samantha… quiero decir, la señorita Briggeham no es amiga de chismorreos. Es amable y, al igual que te ocurre a ti, no le vendría mal una amiga.

De repente se quedó petrificado al comprender lo que había hecho: se había ofrecido a presentar su hermana a su amante. Había sugerido que ambas se hicieran amigas. ¡Por todos los diablos! Nunca en su vida se le habría ocurrido semejante ofensa al decoro de Margaret, pero es que no pensaba en Samantha en aquellos términos; maldición, ella era su… amiga.

La enormidad de lo que le había hecho a Samantha lo golpeó como una roca caída del cielo. La había convertido en su amante. En lo que a la sociedad concernía, el comportamiento de Samantha no la dejaba en mejor lugar que una ramera. Se enfureció al pensar que alguien pudiera considerarla de aquel modo. Samantha era una mujer cariñosa, inteligente, generosa y buena que merecía mucho más de lo que él le había dado.

Otra razón para poner fin a la relación. Aquella misma noche. Además, con el fin de conservar él mismo algo de su mancillado honor y no ofenderla más a ella, tenía que terminar con todo sin hacerle el amor otra vez. Un repentino malestar se instaló en su estómago, pues no tendría la oportunidad de tocarla de nuevo. Pero lo que le atravesaba el corazón como un cuchillo era el hecho de darse cuenta de que al tomarla como amante había destruído toda esperanza de que quedaran como amigos. No se imaginaba regresando a la natural camaradería de la que habían disfrutado anteriormente, cuando la deseaba con todas y cada una de las fibras de su ser.

La voz de Margaret lo sacó bruscamente de sus pensamientos.

– Está bien, te acompañaré a visitar a los Briggeham -Escrutó su mirada con ojos serios-. Eric, ya se que no quieres mi gratitud, pero he de darte las gracias; no sólo por permitirme vivir aquí, sino por no… presionarme para que te de detalles.

– No pienso hacerlo -dijo él-, pero estoy dispuesto a escuchar lo que tú desees contarme.

Por la mejilla de ella resbaló una lágrima solitaria, que a Eric le encogió el corazón.

– Gracias. Ha pasado tanto tiempo desde que… -Apretó los labios y tragó saliva-. No quiero hablar de… él. Ya no está -Alguna emoción profunda afloró a sus ojos-. No puedo llorar por él, su muerte me ha liberado.

Aquellas palabras, aquel tono vehemente, hicieron hervir la sangre a Eric, no sólo de rabia hacia Darvin sino también hacia sí mismo.

– Debería haber matado a ese canalla -espetó-. Ojalá hubiera…

Margaret silenció sus labios con los dedos.

– No. Entonces te habrían ahorcado por asesinato, y él no valía lo bastante como para perderte a ti. Yo hice mis votos matrimoniales ante Dios y era mi deber cumplirlos.

– Él no los cumplió. Yo debería haber…

– Pero no hiciste nada. Porque yo te pedí que no lo hicieras. Respetaste mi deseo por encima del tuyo y te estoy agradecida. -En sus ojos relampagueó la determinación-. He pasado los cinco últimos años en tinieblas, Eric. Quiero volver a disfrutar de la luz del sol.

Él le apretó las manos ligeramente.

– Entonces salgamos y gocemos del sol.

Por los labios de Margaret cruzó una sonrisa fugaz, y a Eric le dio un vuelco el corazón.

– Me parece -dijo ella- que es la mejor invitación que me han hecho en mucho tiempo.

Eric y Margaret se encontraban en la cámara de Hubert, escuchando con interés cómo el muchacho les explicaba su invento más reciente, un aparato denominado “cortadora de guillotina”.

– Hace unas semanas nuestra cocinera Sarah se lastimó cortando patatas -decía Hubert-. Se le resbaló el cuchillo de la mano y la hoja estuvo a punto de cortarle también un pie al caer al suelo. Con mi cortadora, esto deja de ser un problema. Observen.

Sacó un disco redondo y metálico tachonado de una docena de púas cortas y lo pinchó en el extremo de una patata. A continuación introdujo la mano por una correa de cuero unida al disco y colocó la patata sobre al artilugio, que en efecto parecía una guillotina horizontal apoyada en unas robustas patas de madera de quince centímetros de alto.

– Se fija la cuchilla en su sitio -explicó Hubert-. Agarro el disco metálico para no cortarme los dedos y simplemente paso la patata por la cuchilla.

Sujetó la cortadora en su sitio con su mano libre e hizo la demostración. En unos segundos apareció un montón de trozos de patata uniformemente cortados en el plato que había debajo de la cortadora.

Luego señaló una manecilla situada a un lado del artilugio y agregó:

– Estoy trabajando en la posibilidad de añadir un elemento que permita ajustar el grosor del corte. Una vez que lo haya perfeccionado, espero desarrollar una versión de mayor tamaño basada en los mismos principios, para cortar carne.

– Muy impresionante -comentó Eric examinando un trozo perfectamente cortado.

Las mejillas de Hubert se ruborizaron de satisfacción. Eric puso una mano en el hombro del chico y le dijo:

– Me interesaría comprar una de estas máquinas para mi cocinera.

Los ojos de Hubert se agrandaron detrás de las gafas.

– Oh, con mucho gusto le regalaré una, lord Wesley

– Gracias, muchacho, pero insisto en pagarla. De hecho, me atrevo a decir que si esto se pusiera a la venta, acudirían hordas de interesados -Se volvió hacia Margaret-. ¿Qué opinas tú?

Su hermana se quedó atónita al ver que le pedían su opinión.

– Yo… pues… me parece un invento ingenioso que sería de gran utilidad en cualquier casa.

Eric le sonrió y se volvió hacia Hubert.

– Creo sinceramente que es una máquina que posee un gran potencial, Hubert. Si te decides a comercializarla…

– ¿Quiere decir como un negocio?