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– Exacto. Poseo varios contactos en Londres a los que podría hablar en tu nombre. Y yo mismo estaría dispuesto a invertir dinero si decidieras lanzarte, con el permiso de tu padre, naturalmente.

La oferta de Eric dejó estupefacto al chico.

– Eso es muy amable por su parte, milord, pero aún no he terminado el diseño. Además, yo soy un científico, no un comerciante.

– En ese caso, podrías estudiar la posibilidad de vender tu idea a un tercero. Sea como fuere, mi oferta continúa en pie. Piénsalo, coméntalo con tu padre y comunícame lo que decidas. Si quieres, yo también hablaré con tu padre.

– Muy bien. Gracias -Hubert se ajustó las gafas y dijo con cierta timidez-: De hecho, hay otra cosa de la que quisiera hablar con usted, milord.

Dirigió una mirada incómoda a Margaret que, percibiendo que se trataba de algo privado, inclinó la cabeza y dijo:

– Gracias por enseñarme tu máquina, Hubert. Si me perdonas, quisiera dar un paseo por los jardines y disfrutar de este tiempo tan maravilloso… si no te importa.

– En absoluta, lady Darvin -Se sonrojó-. Espero no haberla aburrido. Mamá siempre me advierte que no suelte discursos a los invitados.

– Al contrario, he disfrutado mucho de la visita.

Una sonrisa trémula cruzó su semblante, como si hubiera olvidado que su rostro era capaz de hacer aquel gesto. Segundos más tarde, dedicó a Hubert una sonrisa plena y auténtica y Eric dejó escapar la respiración sin darse cuenta de que la había estado conteniendo. Dios, aquella muestra de felicidad era un bálsamo para su alma. Se sintió inundado de gratitud hacia Hubert por haberle dado a Margaret un motivo para sonreír.

Ella salió y cerró la puerta de la cámara a sus espaldas. Eric se volvió hacia el chico y se sorprendió al ver la turbación que mostraba su rostro.

– ¿Ocurre algo malo, muchacho?

– Necesito preguntarle una cosa, milord.

Eric lo escudriñó. El chico parecía estar soportando el peso del mundo sobre sus delgados hombros. Sintió un escalofrío de intranquilidad. ¿Tendría algo que ver con Samantha? Maldición ¿podría ser que el muchacho los hubiera visto la noche anterior en el lago?

– Puedes preguntarme lo que sea -le aseguró Eric, rezando para que no fuera nada, pero aun así haciendo acopio de fuerzas.

Hubert abrió un cajón y extrajo una bolsita de cuero negro. Desató el cordón y esparció sobre su mano un poco de polvo.

– Esto es un polvo que tiene propiedades fosforescentes, inventado por mí -dijo en voz baja-. Que yo sepa, nadie más tiene algo así.

Eric sintió una punzada de alivio y confusión a un tiempo. Se acercó más para examinar la sustancia.

– ¿Y para qué sirve?

– Despide un ligero brillo y se adhiere a todo -Dejó la bolsita sobre la mesa y se limpió la mano en sus pantalones negros. Luego intentó sacudirse el polvo, pero no lo consiguió del todo-. En realidad es el brillo, más que el polvo en sí, lo que no se puede quitar del todo de la tela.

Eric se quedó mirando fijamente los pantalones de Hubert y de pronto comprendió. Se acordó de haber observado recientemente aquel mismo brillo extraño en sus botas.

Hubert se irguió y lo miró a los ojos.

– Hace dos noches esparcí este polvo sobre la silla, las riendas y los estribos de la montura de cierto caballero.

Había algo en la mirada firme de Hubert que provocó en Eric un gélido presentimiento.

– ¿De qué caballero?

– El Ladrón de Novias

El nombre quedó flotando en el aire por unos segundos. Después, con el semblante totalmente impávido, Eric preguntó:

– ¿Qué te hace pensar que aquel caballo pertenecía al Ladrón de Novias?

– Que yo lo vi. En el bosque. Vestido todo de negro, con una máscara que le cubría toda la cabeza. Rescató a la señorita Barrow.

Durante breves instantes todo quedó congelado en Eric: su respiración, su sangre, sus latidos. Al cabo, alzó las cejas y repuso con tono controlado:

– No hay duda de que estás en un error…

– No hay ningún error -lo interrumpió Hubert meneando la cabeza-. Lo ví con mi hermana y con la señorita Barrow. Esparcí los polvos sobre su silla, sus riendas y sus estribos. Al día siguiente… ayer… usted vino a ver a Sammie, y traía restos de esos polvos en las botas. Y también en la silla, las riendas y los estribos de su caballo.

– Mis botas y mis arreos simplemente venían sucios del polvo del camino.

– No era polvo, lord Wesley. Eran mis polvos. Los reconocería en cualquier parte. Pero, sólo para confirmar mis observaciones, limpié un poco de su silla. Y coincide perfectamente.

Dios santo. Eric logró tragarse una carcajada de incredulidad. Todas las autoridades de Inglaterra, junto con la Brigada contra el Ladrón de Novias y otros cientos de personas deseosas de cobrar la recompensa que pesaba sobre su cabeza, querían capturar al Ladrón de Novias, y he aquí que un muchacho de catorce años había triunfado donde todos fracasaban. Si no estuviera tan estupefacto y alarmado, habría felicitado a Hubert por un trabajo bien hecho. Por desgracia, la inteligencia del chico bien podía costarle a él la vida.

Se apresuró a estudiar varias coartadas que podía intentar hacer creer a Hubert, pero con la misma rapidez comprendió su futilidad; Hubert no sólo poseía una aguda inteligencia, sino también una gran tenacidad. Estaba claro que le resultaría más ventajoso confiar en él que intentar engañarlo, pero antes tenía varias observaciones que hacer.

– Estás preguntándome si el Ladrón de Novias soy yo.

Hubert asintió al tiempo que tragaba saliva.

– ¿Pretendes cobrar la recompensa por su captura?

Los ojos del muchacho se nublaron de sorpresa y angustia.

– Oh, no, milord. Siento el mayor respeto por la misión que usted… que él… que usted desempeña. Es usted la personificación de la valentía y el heroísmo. Quiero decir él… bueno… usted. -Se sonrojó intensamente-. Los dos lo son.

Eric entrecerró los ojos.

– ¿Te das cuenta de que si el Ladrón de Novias es apresado, lo ahorcarán?

El sonrojo huyó al instante de las mejillas de Hubert.

– Le juro por mi alma que nunca se lo diré a nadie. Jamás. Nunca haría algo que pudiese perjudicarlo, milord. Usted ha sido un buen amigo conmigo y también con Sammie.

Al oír el nombre de ella, Eric cerró los puños.

– ¿Has hablado con tu hermana de esto?

Hubert negó con la cabeza con tanta vehemencia que casi se le cayeron las gafas.

– No, milord. Y tiene usted mi palabra de honor de que no lo haré. -Se aclaró la garganta- Y le sugiero que usted tampoco lo haga.

– ¿Eres consciente de que si el magistrado descubre que Samantha ha ayudado al Ladrón de Novias en el rescate de la señorita Barrow, podrían acusarla de delito?

El rostro de Hubert se tornó blanco como el papel.

– El magistrado no se enterará de nada por mi boca. Pero insisto en que no debe usted decírselo a Sammie, porque creo que eso la pondría furiosa. Verá, me ha dicho que… -Dejó la frase sin terminar y frunció el entrecejo.

El corazón de Eric se desbocó.

– ¿Qué es lo que te ha dicho?

– Que la sinceridad es algo crucial y que la mentira destruye la confianza -Su voz fue transformándose en un susurro-. Y que sin confianza no hay nada.

Eric apretó los dientes ante el dolor que le produjeron aquellas palabras. Por supuesto, no había esperanza de que Samantha y él pudieran tener un futuro juntos algún día, debido a su cometido como Ladrón de Novias, y tampoco pensaba arriesgar la seguridad de ella revelándole su identidad. Aun así, si por un momento de locura pensara en revelársela, la perdería de manera irremisible por haberla engañado. “Sin confianza no hay nada”.

Hubert se enderezó y buscó su mirada resueltamente.

– No quiero que hieran a mi hermana, lord Wesley.

– Yo tampoco, Hubert. Te doy mi palabra de honor de que no permitiré que le pase nada.