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– ¿Si?

Sammie se llevó una mano al corazón.

– Te ruego que no lo hagas -En sus ojos llameó una fugaz emoción que no supo identificar-. No te lo pediría si no fuera importante para mí. Ya sé que la mayoría de la gente opina que el Ladrón de Novias es un criminal…

– Y en efecto lo es, Samantha. El secuestro es un delito.

– ¡Pero si él no secuestra a nadie! No obliga a las mujeres a que lo acompañen. No les hace ningún daño ni exige rescate alguno. A mí me devolvió a casa sana y salva cuando se dio cuenta de que había cometido un error, con gran riesgo para sí mismo, debería añadir. -Escrutó el rostro de Eric, consternada por su expresión tranquila-. Créeme cuando te digo que no es el tipo despreciable que la gente hace que parezca; es honorable, y sólo pretende ayudar a las mujeres que rapta. Les ofrece una alternativa. Ya sé que no tengo derecho a pedirte que no contribuyas a su captura, pero te lo pido de todas formas. Por favor.

Eric miró aquellos ojos suyos tan serios detrás de las gafas, y el miedo le heló el corazón. Maldición, ¿es que no se daba cuenta del peligro en que se ponía ella misma al hacerle semejante petición? ¿Qué pasaría si le pidiera lo mismo a otra persona y se enterase Adam Straton? ¿Y si Straton descubría su participación en el último rescate del Ladrón de Novias, y que había comprado un pasaje para América?

Las consecuencias eran demasiado horribles para tenerlas en cuenta siquiera. Su familia quedaría completamente destrozada. Ella misma resultaría destrozada. Y también él.

La sujetó por los hombros y la miró a los ojos, resistiéndose al impulso de sacudirla.

– Samantha, escúchame. Debes olvidarte de este asunto del Ladrón de Novias. Ese hombre es peligroso.

En los ojos de ella relampagueó un fuego azul.

– No lo es

– Sí lo es. Su propia vida corre peligro, de una forma que tú no comprendes. Hay un precio enorme puesto a su cabeza y todo el que esté a su alrededor, todo el que intente ayudarlo podría correr peligro también. Quiero que me prometas que no vas a intentar nada.

– No estoy intentando ayudarlo. Lo único que estoy haciendo es pedirte que no contribuyas a su captura.

– ¿No ves que eso es ayudarlo, aunque sea de forma indirecta? -La sujetó con más fuerza-. Prométeme que te olvidarás de ese asunto.

Sammie lo estudió con mirada seria y escrutadora.

– ¿Me prometes tú que no vas a ayudar al magistrado?

– No puedo prometerte eso.

El dolor y la decepción que vio en los ojos de Samantha casi acabaron con él.

– En ese caso, me temo que yo tampoco puedo prometerte nada.

A Eric lo impresionó la trémula determinación que había en su voz. Sammie trató de zafarse, pero él la retuvo por los hombros. No podía dejarla marchar así.

– ¿No ves -le dijo, luchando contra la desesperación que lo acosaba- que me preocupa tu seguridad? No soporto la idea de que corras peligro.

Antes de que ella pudiera replicar, fuera se oyó una voz que llamaba a lo lejos.

– Samantha ¿dónde estás?

Ella abrió los ojos como platos.

– Cielos, es mi madre. Vamos, deprisa.

Se dirigió rápidamente a la puerta. Él la siguió y cerró suavemente al salir. Samantha lo condujo hacia los jardines. Apenas habían puesto un pie en el sendero cuando los alcanzó Cordelia.

– ¡Estás aquí, querida! Y también lord Wesley -Hizo una reverencia hacia Eric-. En cuando Hubert mencionó que había venido usted acompañado de su hermana, he salido en su busca. Debe usted quedarse a tomar el té, sobre todo dado que la última vez que nos visitó tuvo que marcharse. -Estiró el cuello para mirar alrededor- ¿Dónde está lady Darvin?

– Me temo que acaba de escapársele -contestó Eric inyectando en su tono la cantidad justa de pesar- Estaba fatigada a causa del viaje y ha regresado a casa para descansar. -Sabiendo que no tenía otro remedio que quedarse, ordenó a su boca que sonriera y ofreció su brazo-. Sin embargo, yo tendré sumo placer en tomar el té con ustedes.

La aguda mirada de la señora Briggeham rebotó velozmente entre Samantha y él, y luego sonrió.

– Bien, eso sería maravilloso ¿no cree?

Si el dolor que pesaba sobre su corazón revelaba algo, Eric sospechaba que no era precisamente nada que pudiera describirse con aquel adjetivo.

El carruaje de Adam avanzaba lentamente por el sendero jalonado de árboles. La luz del sol se filtraba entre las copias formando sombras moteadas que mitigaban el calor de la tarde. Los únicos sonidos que rompían el silencio era el piar de los pájaros y el leve chirriar del asiento de cuero. Lanzó con el rabillo del ojo una mirada furtiva a su pasajera, buscando desesperadamente algo que decirle, pero seguía teniendo la lengua más atada que el nudo de una cuerda.

Dios, era encantadora. Llevaba cinco años sin poner los ojos en ella. “Cinco años, dos meses y dieciséis días”. No hubiera creído posible que pudiera ser más bella que la imagen que conservaba en su corazón, pero lo era. Sin embargo, observó que la muchacha despreocupada de la que él se había enamorado perdidamente había desaparecido. Era evidente que la pérdida de su esposo la había afligido mucho.

Respiró hondo y apretó con labios con fuerza. Cielos, aún olía a rosas. En su alocada juventud, cuando se torturaba con sueños inútiles de que un hombre como él, que carecía de títulos nobiliarios, pudiera cortejar a la hija de un conde, plantó una docena de rosales en un rincón del jardín de su madre. Todos los años aguardaba impaciente a que florecieran, y después se sentaba en el banco de piedra con los ojos cerrados a respirar su delicado aroma, imaginándose el rostro sonriente de Margaret. Cuando comprendió que ella iba a casarse con lord Darvin, no volvió a visitar aquella parte del jardín.

– Da alegría volver a casa -dijo Margaret con una voz suave que irrumpió en los pensamientos de Adam.

Aliviado de que ella hubiera iniciado una conversación, le preguntó:

– ¿Cuánto tiempo tiene pensado quedarse?

– He venido para siempre

El corazón se le disparó al oír aquellas cuatro sencillas palabras y una súbita euforia lo recorrió de arriba abajo, sólo para ser sustituída al momento por el miedo. Se volvió hacia ella y ambos se miraron. Le inundaron como fuego líquido unos sentimientos que creía haber enterrado definitivamente: deseo, necesidad y un amor tan vehemente y desesperado que casi lo asfixió. No había logrado olvidarla, ni siquiera cuando se mudó a la propiedad de su marido en Cornualles. ¿Qué iba a hacer para comportarse con normalidad ahora que ella estaba aquí? La tendría lo bastante cerca para verla, para tocarla, y sin embargo no para reclamarla como algo suyo.

Apartó la mirada con esfuerzo y volvió a fijar su atención en el camino. El hecho de que hubiera regresado a Tunbridge Wells no iba a significar más que una tortura para él. Los años no habían cambiado nada, él seguía siendo un plebeyo y ella una dama, una vizcondesa. Se dio cuenta de que el silencio entre ambos se volvía opresivo y entonces preguntó:

– ¿Le gustaba vivir en Cornualles?

– Lo odiaba -contestó ella en un tono tan implacable que Adam se volvió otra vez, sorprendido, no muy seguro de cómo reaccionar. Margaret tenía la mirada fija al frente, el semblante pálido, las manos enguantadas apoyadas sobre el regazo-. Pasaba el tiempo en los acantilados, contemplando el mar, preguntándome…

– ¿Preguntándose qué?

Ella se volvió y lo miró a los ojos con una expresión de tristeza que le provocó un escalofrío.

– Cómo sería saltar desde el acantilado, caer en medio de aquellas aguas gélidas y agitadas.

Impresionado, Adam detuvo los caballos. Escrutó su rostro en busca de algún indicio de que estuviera bromeando, pero era obvio que sus palabras eran de una terrible sinceridad.

Tragó saliva:

– Lo siento -dijo, encogiéndose por dentro al percibir la insuficiencia de sus palabras- No tenía idea. Todos estos años… creía que era usted feliz.