En fin, ella sí que había visto aquella mirada ávida en los ojos de lord Wesley cuando creía que nadie lo estaba observando. Estaba enamorado de Samantha, apostaría cualquier cosa. Oh, el mero hecho de pensar en presumir delante de Lydia de la propuesta de un conde le provocó un gozoso estremecimiento. Lord Wesley era un caballero elegante que podría hacer muy feliz a Samantha. ¿Qué mujer en su sano juicio no encontraría atractivo a aquel noble tan gallardo? Y aunque no fuera muy atractivo, era terriblemente rico. Y provisto de buenos contactos.
¡Oh, era el sueño de una madre hecho realidad! Las posibilidades que se abrían eran embriagadoras. Desde luego, ahora que pensaba en ello se sentía un tanto mareada. Miró a Charles y apretó los labios; maldición. No merecía la pena desmayarse cuando el encargado de ir a buscar las sales estaba roncando.
En fin, no importaba. No había tiempo para entretenerse con los vapores cuando había tantos planes que hacer. Porque, a pesar de sus protestas, Samantha había pescado uno de los peces más gordos de Inglaterra.
Ahora, lo único que había que hacer era arrastrarlo hasta la playa.
18
Margaret levantó la vista del libro y observó a su hermano, que se paseaba arriba y abajo por la biblioteca. Con una copa de coñac en la mano, iba de la chimenea a las estanterías repletas de libros hasta el techo, sus pasos amortiguados por la gruesa alfombra persa. Ida y vuelta, una y otra vez, deteniéndose a cada poco junto a la repisa de la chimenea para contemplar fijamente las llamas con expresión pensativa, y después continuar paseando.
Al cabo de un rato de observarlo, dejó el libro sobre el diván de cretona en que estaba sentada. Aquella tarde lo había examinado detenidamente y le parecía saber exactamente qué le tenía preocupado. La siguiente vez que se detuvo junto al fuego, le preguntó:
– ¿Te encuentras bien, Eric?
Él se volvió y parpadeó con sorpresa; se veía a las claras que se había olvidado de su presencia. Una tímida sonrisa curvó la comisura de sus labios.
– Perdóname, estoy siendo un auténtico fastidio.
Margaret se levantó y fue hasta la chimenea para recibir el calor que despedían las suaves llamas. Aun grande y llena de corrientes, de algún modo la biblioteca era un ambiente acogedor y siempre había sido su habitación favorita, mucho más que la salita en la que colgaba el retrato de su padre sobre la chimenea. Había sentido un escalofrío al ver su semblante y sus ojos fríos mirándola desde el lienzo. Pero como su marido, su padre estaba muerto. Ninguno de los dos podría ya hacerla sufrir.
Miró a Eric y le apoyó una mano en el brazo, maravillada por la agradable sensación que producía poder tocar a alguien.
– Hay algo que te preocupa -le dijo con suavidad-. ¿Quieres hablar de ello?
Los ojos de Eric reflejaron ternura y cansancio.
– Estoy bien, Margaret.
No era verdad, pero obviamente no deseaba agobiarla, un gesto bondadoso pero innecesario por su parte que provocó en ella una chispa de indignación.
Eric volvió a fijar la vista en las llamas, con lo cual daba por terminada la conversación. Se estaba portando como un necio.
Entonces, adoptando un tono informal, ella señaló:
– Ayer disfruté de la visita a tus amigos. El joven Hubert es muy ingenioso, y la señorita Briggeham es…
La mirada de Eric se clavó en la suya a tal velocidad que le pareció oír contraerse sus músculos.
– ¿Qué?
Cualquier duda que pudiera haber albergado acerca de la fuente de la preocupación de su hermano se desvaneció.
– Pues bastante interesante
– ¿En serio? ¿En qué sentido?
– Admiré su talante al defender sus opiniones sobre el Ladrón de Novias frente al señor Straton. Y también me di cuenta de que siente una gran devoción por su hermano, sentimiento que comprendo muy bien.
Eric recompensó su comentario con una sonrisa.
– Hubert y ella están muy unidos
– No es el tipo de mujer que suele despertar tu interés.
Eric se quedó inmóvil unos momentos. Después, con un aire de naturalidad que podía confundir a cualquiera salvo a ella, preguntó:
– ¿Qué quieres decir?
– No merece la pena que lo niegues, Eric. Te conozco demasiado bien. He visto cómo la mirabas.
– ¿Y cómo la mirabas?
Margaret le apretó suavemente la mano.
– De la manera en que toda mujer sueña que la miren.
Eric no contestó, sólo se quedó allí, contemplándola con una expresión indescifrable. Margaret temió haberlo presionado demasiado y tal vez hubiera sido así, pero no soportaba verlo tan preocupado.
– Ella siente lo mismo por ti ¿sabes? -dijo con suavidad- Lo vi claramente, incluso en los breves instantes en que estuvimos juntos.
Un sonido torturado escapó de la garganta de Eric, que cerró los ojos con fuerza.
– ¿Por qué no eres feliz? Deberías dar gracias a Dios de que, por ser hombre, no te has visto atrapado por los dictados de tu destino, como me sucedió a mí. Tú tienes libertad para seguir los designios de tu corazón, para casarte con quien tú elijas.
Eric abrió los ojos y la perforó con una mirada que le hizo preguntarse si no habría cometido un error al valorar la situación.
– Ya sabes lo que opino al respecto. No tengo intención de casarme, jamás.
Su dura réplica la dejó atónita.
– Suponía que con los años habías ido cambiando de opinión sobre ello, y por supuesto a estas alturas, ya que es obvio que sientes algo por la señorita Briggeham -Al ver que él guardaba silencio, añadió-: Ella es la clase de mujer con la que se casan los hombres, Eric.
Un músculo se contrajo en su mejilla
– Me doy cuenta de ello
– Supongo que querrás tener un hijo que herede el título
– La verdad es que no me importa en absoluto perpetuar mi título -Eric hizo un ademán con la mano que abarcaba toda la estancia-. Si bien no puedo negar que prefiero vivir aquí en lugar en las chabolas de Londres, mi título no me ha dado ninguna felicidad. -Lanzó a su hermana una mirada penetrante-. Como tampoco te la ha dado a ti.
Aquellas palabras la hirieron como la hoja de un cuchillo
– Pero seguro que una esposa, una familia, te harían feliz
Él dejó escapar una risa breve y carente de humor.
– Me sorprende que precisamente tú me recomiendes que me case -Apuró su coñac y dejó la copa vacía sobre la repisa de la chimenea con un golpe seco-. El matrimonio de nuestros padres fue un verdadero infierno, igual que el tuyo con ese canalla de Darvin. ¿Por qué me deseas a mí la misma desgracia?
– Yo sólo deseo tu felicidad. Y he aprendido que el matrimonio puede ser una fuente de felicidad si es entre dos personas que se aman, como parece ocurrir entre la señorita Briggeham y tú. En Cornualles conocía a una mujer llamada Sally. Vivía en el pueblo y trabajaba en las cocinas de Darvin Hall. Era de la misma edad que yo y estaba casada con un tendero local. Oh, Eric, estaban tan enamorados… -Fijó la mirada en el fuego-. Y eran increíblemente felices, de un modo que me llenaba de alegría por ellos, pero también de envidia, porque yo deseaba con desesperación lo que ellos compartían. -Alzó la mirada hacia su hermano y dijo en un susurro-: En cierta ocasión yo estuve así de enamorada. Si me hubieran permitido escoger al hombre que deseaba, tal vez hubiera conocido la misma satisfacción que conocía Sally.
En los oscuros ojos de Eric brilló la confusión.
– No sabía que te hubieras enamorado de nadie
– Fue después de que tú partieras para incorporarte al ejército
– ¿Por qué no te pidió en matrimonio ese hombre?
Margaret sintió el fuerte escozor de las lágrimas y levantó la vista al techo para no derramarlas.
– Por muchas razones. Nunca me hizo ninguna indicación de que sintiera por mí algo más que amistad. Y aunque me la hubiera hecho, nuestro padre jamás lo habría consentido. -Clavó la mirada en los ojos interrogantes de su hermano-. No poseía título, ni riquezas, pero era el dueño de mi corazón. -Su voz disminuyó hasta convertirse en un susurro-: Y todavía lo s.