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Eric la miró fijamente, aturdido por aquella revelación. Acto seguido sintió una oleada de furia. Maldición, no sólo la habían vendido para casarla, sino que además le habían arrebatado al hombre que amaba. Una lágrima solitaria resbaló por la pálida mejilla de Margaret y Eric se sintió de nuevo abrumado por la culpa por haberle fallado.

“Ojalá lo hubiera sabido. Ojalá no hubiese estado en el ejército en aquellos momentos” Pero, según había dicho ella misma, todavía estaba enamorada de aquel hombre. “Por Dios que no volveré a fallarle. Tendrá al hombre que ama”.

La tomó por los hombros y le preguntó con suavidad:

– ¿Quién es?

– Eso no importa

– Dímelo. Por favor

Margaret apretó los labios y respondió con un hilo de voz

– El señor Straton

A Eric le pareció que la tierra se abría bajo sus pies.

– ¿Adam Straton? ¿el magistrado?

Ella asintió bruscamente con la cabeza. Dejó escapar un sollozo y Eric la envolvió en sus brazos. Sus lágrimas le humedecieron la camisa y sus hombros se agitaban mientras él, impotente, le acariciaba la espalda y le permitía desahogar toda su angustia.

El magistrado. Dios santo. Si no estuviera tan atónito, se habría reído por lo irónico de la situación. ¡De todos los hombres de Inglaterra, Margaret tenía que enamorarse del único que estaba empeñado en ahorcarlo a él!

Echó la cabeza atrás y cerró los ojos. No le costó imaginarse la desesperación de su hermana por su situación. ¿Estaría enamorado Adam de ella? No lo sabía, pero estaba claro que eso no había tenido importancia; su padre jamás habría permitido que un plebeyo cortejara a Margaret. Y no podía imaginarse a Adam Straton, estricto cumplidor de la ley, dejando a un lado las normas sociales y declarándose a la hija de un conde.

Bueno, aquél sí que era un embrollo de mil demonios. El cielo sabía que él deseaba la felicidad de Margaret, pero ¿cómo iba a alentarla a iniciar una relación que no haría sino involucrar a Straton más estrechamente en su vida?

Los sollozos de Margaret fueron cediendo, hasta que por fin se apartó. Sus ojos, rodeados de largas y húmedas pestañas, lo miraron suplicantes.

– Te lo ruego, Eric, ya es demasiado tarde para mí, pero para ti no. Tú has encontrado a alguien a quien amar, que te corresponde a su vez. No lo desperdicies. El amor es algo muy preciado y raro. No permitas que la infelicidad y la amargura que dominaron la vida de nuestros padres destruyan tu oportunidad de tener un futuro feliz. -Respiró hondo y prosiguió-: A pesar de la tristeza que conocimos aquí por obra de nuestro padre, tú y yo nos las arreglamos para labrarnos una existencia dichosa por nosotros mismos. Imagina lo maravilloso que podría ser Wesley Manor si estuviera lleno de amor y risas, y de niños nacidos de una relación basada en el cariño. Tú serías un padre increíble, Eric; bueno, paciente, cariñoso. No como él. Y yo estaría encantada y orgullosa de llamar hermana a la mujer que tú amases y de ser la tía de tus hijos. -Se alzó de puntillas y le depositó un beso en la mejilla-. Me temo que debo retirarme ya, porque estoy completamente exhausta. Por favor, piensa en lo que te he dicho.

Salió de la habitación y, tan pronto cerró la puerta, Eric se pasó las manos por la cara y dejó escapar un prolongado suspiro.

“Tú has encontrado a alguien a quien amar”.

Sí, eso parecía. Una mujer que lo estimulaba en todos los sentidos. Adoraba su apariencia, su contacto, su aroma y su sabor, adoraba su manera de reír y su inteligencia, su ingenio y su carácter afectuoso, adoraba su lealtad y…

La amaba.

Un gemido surgió de su garganta y se derrumbó en un sillón con un golpe sordo. Apoyó los codos en las rodillas y hundió el rostro entre sus manos temblorosas. Que Dios lo ayudase, estaba enamorado de Samantha.

¿Cómo había permitido que sucediera algo así? Siempre había protegido su corazón, pero la verdad era que ninguna mujer se había acercado a tocarlo. No resultaba difícil proteger una ciudadela que nunca ha sido acosada. Pero Samantha había logrado de algún modo llegar hasta su interior, escalar sus murallas y agarrarle el corazón en un puño.

Maldición, no debería haberle hecho el amor. En ese caso, quizás hubiera podido evitar esta catástrofe. Sin embargo, aunque aquella idea le entró en la mente, comprendió que no era verdad. No se había enamorado de ella a causa de lo sucedido la noche anterior, sino que lo sucedido la noche anterior se debía a que estaba enamorado de ella.

Aun así ¿cómo podía haberse enamorado y no haberse dado cuenta hasta ahora? ¿Cuándo había ocurrido? Trató de establecer el momento exacto en que cayó en aquel abismo emocional, pero no pudo. Se había sentido fascinado por Samantha desde el principio y había sido incapaz de olvidarla por más que se había empeñado.

“Ella siente lo mismo por ti”. La frase de Margaret reverberó por todo su ser. Se masajeó las sienes doloridas. Sabía que Samantha se preocupaba por él, pero, diablos, se preocupaba por todo el mundo. “Mas nunca ha hecho el amor con nadie más que contigo”. ¿Era posible que estuviera enamorada de él?

Caviló aquel punto seriamente, pero al final decidió que no. Ella deseaba una aventura, nada más. Y era mejor que no estuviera enamorada; él no quería destrozarle el corazón, como iba a sucederle a él. Porque si ella lo amaba, y por su bien rogó que no fuera así, era imposible soñar con un futuro en común.

Entre sus planes no entraba el matrimonio, pues había visto que no causaba más que desgracia. No obstante, si tenía que creer a Margaret, si dos personas se amaban la una a la otra el matrimonio podía ser maravilloso. Por un instante imposible se permitió pensar en lo impensable: Samantha como esposa suya, compartiendo su vida y su lecho todas las noches, dándole hijos.

Le abrumó un doloroso sentimiento de pérdida como no había sentido jamás, y por segunda vez aquella noche le abofeteó la ironía de la situación.

Maldición, lo quería todo: amor, hijos. Quería casarse con ella.

Pero la vida que había elegido como Ladrón de Novias lo hacía imposible. Aunque no volviera a rescatar a ninguna otra mujer, todavía podrían ahorcarlo por los secuestros anteriores y no podía convertir la vida de Samantha en un horror si tal cosa ocurría. Además, sus hijos no escaparían nunca de la vergüenza de haber tenido por padre a un criminal ajusticiado.

No, no podía casarse jamás. Cuanto más alejado se mantuviera de Samantha, mejor para ella. Pero Dios ¿cómo iba a soportar vivir sin ella el resto de su vida?

Levantó la cabeza y miró el reloj de la repisa. Faltaban dos horas para reunirse con ella en la verja del jardín.

Dos horas para decirle que su relación había terminado.

Dos horas para que su corazón quedara destrozado.

Sammie aspiró el aire fresco de l noche, dejando que las fragancias florales del jardín sosegasen sus agitados nervios a medida que avanzaba por el sendero que conducía a la entrada de atrás. Quedaban diez minutos para encontrarse con Eric, pero había tenido que escapar de los asfixiantes confines de su dormitorio. Poco después de la cena había llegado la señora Nordfield para echar una partida de cartas y cotillear un poco. Como no era habitual que Sammie participase en aquellas reuniones, a nadie le resultó extraño que se retirase temprano.

Ciertamente, en los ojos de su madre había detectado que ardía en deseos de informar a la señora Nordfield sobre el invitado que habían tenido aquel día a tomar el té. Sammie sólo pudo rezar para que su madre hiciera caso de su ruego y no mencionase que el conde la estaba cortejando. Por descontado, imaginaba que no diría abiertamente que se trataba de un pretendiente, pero sí lo insinuaría con una oportuna elevación de cejas. Y, naturalmente, no desengañaría a la señora Nordfield de las ideas incorrectas que ésta pudiera hacerse.