Eric se acercó a ella
– Me temo que su esposo no está aquí para oírla, señora, y a mí se me han acabado las sales -le dijo con sequedad-. ¿Puedo ayudarla? ¿O quizás deberíamos llamar a un médico?
Cordelia parpadeó y se incorporó a medias
– ¿Un médico? Oh, no, eso no es necesario. Me recuperaré en un momento. Ha sido un instante de debilidad por la buena noticia.
La señora Nordfield avanzó un paso y lanzó un resoplido de burla.
– ¿Buena noticia? Por Dios, Cordelia, te has vuelto loca -Dedicó a Eric y a Sammie una mirada fulminante de la cabeza a los pies-. Esto es escandaloso. Horroroso. Insultante. Completamente inadmisible.
Cordelia se puso de pie con una agilidad asombrosa para una persona que acababa de desmayarse.
– Es una buena noticia -repitió con firmeza. Acto seguido se volvió hacia Eric y le obsequió con una sonrisa tan angelical, que a Sammie casi le pareció ver un halo alrededor de su cabeza-. No tenía idea de que había decidido declararse tan pronto, milord. -Extrajo del bolsillo de su vestido un pañuelito de encaje y se lo pasó por los ojos-. Me siento muy feliz por los dos.
Siguió un minuto entero del silencio más ensordecedor que Sammie había oído jamás. Se vio invadida por una profunda mortificación y rezó para que se la tragara la tierra. Cerró los ojos con fuerza, con la esperanza de que al abrirlos aquella escena no fuera más que una horrible pesadilla. Suplicó que le cayera un rayo encima.
Una sonrisa irónica curvó los labios de la señora Nordfield.
– Se ve a las claras que has interpretado mal la situación, Cordelia.
– Por supuesto que no -replicó la aludida con un gesto airoso del pañuelo-. El conde es un hombre honorable, y no se le habría ocurrido besar a Samantha de una forma tan… vigorosa a no ser que antes se le hubiera declarado. -Sacudió el dedo índice en dirección a Eric, a modo de fingida regañina-. Desde luego ha sido una travesura por su parte no haber pedido antes la mano de Samantha a su padre, milord, pero naturalmente cuanta con nuestras bendiciones.
– No creo en absoluto que haya habido ninguna declaración -insistió la señora Nordfield al tiempo que les dirigía una mirada colectiva de desdén-. No, es obvio, que en nuestro afán de encontrar plantas que florecen de noche, sin darnos cuenta hemos topado con una cita amorosa ilícita. ¿Por qué iba el conde a declararse a estas horas de la noche? Los caballeros se declaran durante el día, convenientemente acompañados y en un lugar apropiado, como el salón. -Sus ojos adoptaron una expresión taimada-. Pero no temas, Cordelia, que salga de mí una sola palabra acerca de este escándalo.
Cordelia alzó la barbilla en un gesto de lo más regio.
– No es en absoluto un escándalo. Es una declaración. Y, por supuesto, eso será lo que contarás a todo el mundo. -Posó su mirada imperiosa en Eric-. ¿Y bien, lord Wesley? ¿Qué tiene usted que decir?
Sammie lo miró con el rabillo del ojo. Eric permanecía erguido, al parecer tranquilo, pero un músculo le vibraba en la mejilla y estaba pálido.
– La señorita Briggeham y yo vamos a casarnos -articuló con un tono que sonó a cristales rotos.
Samantha sintió una oleada de náuseas y su cerebro profirió un largo y agónico ¡NO! En sus sueños más profundos y más secretos había ansiado una propuesta así, pero no de aquella manera, por Dios, atrapada contra su voluntad. Recordó las palabras de Eric, que la quemaron como el ácido: “No me encuentro en situación de ofrecerte matrimonio. No tengo intención de casarme nunca… Jamás quisiera verme obligado a casarme”.
La sonrisa de Cordelia podría haber alumbrado el reino entero.
– Mi esposo y yo esperamos tener mañana noticias suyas respecto de los planes de la boda. -Dirigió una mirada de soslayo a la señora Nordfield-. Lydia, tú puedes ser la primera en dar la enhorabuena y desear lo mejor a su señoría y a mi hija.
El semblante desencajado de la señora Nordfield indicaba que antes preferiría tumbarse sobre un lecho de carbones encendidos. La mandíbula se le abrió y cerró varias veces, hasta que por fin dijo:
– Mi enhorabuena a los dos -Luego masculló algo para sus adentros que sonó a “por todos los diablos, maldita sea”.
Todavía sonriendo, Cordelia se volvió hacia Sammie y la agarró firmemente del brazo.
– Vámonos, Samantha.
Demasiado aturdida para discutir, Sammie permitió que su madre tirara de ella por el sendero que conducía a la casa, con la señora Nordfield a la zaga.
Eric llegó a sus establos con necesidad de dos cosas: un milagro y una botella de coñac. Por experiencia sabía que los milagros eran imposibles; por suerte, de coñac disponía en abundancia.
Cuando desmontaba, Arthur salió por la doble puerta de los establos.
– Tenemos que hablar -dijo Eric entregándole las riendas de Emperador-. Reúnete conmigo en mi estudio dentro de treinta minutos.
Cuando llegó Arthur, Eric iba ya por el segundo coñac. Después de que el criado se acomodase en su sillón favorito con un vaso de whisky, el amo le relató sucintamente la conversación de aquella tarde con el magistrado Adam Straton. Al terminar, Arthur meneó la cabeza.
– Me parece a mí que se han terminado para siempre los rescates -dijo-. Ya sabíamos que algún día tendría que dejarlo, y ahora se ha vuelto demasiado peligroso continuar. Aunque el establo de Campeón se halle oculto detrás de esas puertas falsas, un tipo agudo de verdad como Straton que esté investigando podría dar con él.
Arthur se levantó y cubrió los pocos pasos que lo separaban de Eric, que estaba apoyado contra el borde de su escritorio. Le puso en el hombro una mano curtida por el trabajo y añadió:
– Lady Margaret ya no está casada. Ha salvado a muchas mujeres y debe sentirse orgulloso de sí mismo, como lo estoy yo. Ya ha pagado su deuda. Es hora de desprenderse de ese sentimiento de culpa y dejarlo. Ahora mismo -Apretó con más fuerza-. No tengo ningún deseo de verlo ahorcado.
Eric dejó escapar una risa sin humor
– Yo tampoco quiero verme ahorcado
– Entonces está decidido -Arthur alzó su vaso a modo de brindis-. Por su retiro. Que sea próspero y duradero.
Eric no levantó su copa
– Tengo otra noticia más, aunque entre tus contactos en la familia Briggeham y la velocidad con que se desplazan los chismorreos, es posible que ya estés enterado. Samantha Briggeham va a casarse.
Arthur arrugó la frente con desconcierto
– ¿Cómo es eso? ¿La señorita Briggeham va a casarse? Bah, debe de ser otra equivocación. Me habría llegado el rumor.
– Créeme, no es ninguna equivocación
Arthur se agitó indignado
– ¿Y quién es el pelmazo que le ha propuesto ahora su padre?
Esta vez Eric sí alzó la copa
– Ese pelmazo voy a ser yo
Si la situación no fuera tan apurada, Eric se habría reído de la expresión de aturdimiento y estupefacción de Arthur.
– ¡Usted! Pero… pero… ¿cómo? ¿Por qué?
– Esta misma noche, su madre y Lydia Nordfield nos han descubierto en una postura comprometedora.
Si los ojos de Arthur se hubieran abierto más, sin duda se le habrían salido de las órbitas.
– ¿Usted se ha comprometido con la señorita Sammie?
Eric se terminó el coña de golpe
– Del todo
Arthur retrocedió hasta que sus corvas chocaron contra el sillón. A continuación se le doblaron las piernas y se desplomó con un ruido sordo, mirando fijamente a Eric con un asombro que al punto se transformó en furia.
– El diablo me lleve, ya habíamos hablado de esto mismo -gruñó-. ¿En qué demonios estaba pensando? ¿Por qué no se ha buscado una de sus viuditas o sus actrices?
– Estoy enamorado de ella
Si imaginaba que aquella declaración, pronunciada en tono calmo, iba a valerle la comprensión de Arthur, se equivocaba.
– En ese caso, debería haberse comportado de manera honorable y haberse casado primero.