Hablaban de los planes para la boda, señalaban puntos donde el borde del vestido parecía desigual -lo cual les costaba miradas reprobatorias de la costurera- y sonreían a Sammie con un orgullo que indicaba que había hecho algo maravilloso, cuando en realidad había cazado a un conde y lo había obligado a casarse.
Sammie hacía oídos sordos a la animada charla, una artimaña que había perfeccionado tiempo atrás, y reprimió un suspiro. Volvió la vista al espejo de cuerpo entero y se le hizo un nudo en la garganta. El vestido era precioso, una sencilla creación en seda de color crema con mangas cortas y abullonadas. Llevaba una delicada cinta de satén marfil atada bajo el busto que descendía por la falda sin adornos. Su madre había querido un vestido mucho más espectacular, repleto de encajes y volantes, pero Sammie se negó de plano.
Se preguntó si a Eric le gustaría el vestido, y de inmediato se le sonrojaron las mejillas. Dentro de dos días iba a ser su esposa. Sintió una profunda tristeza al pensar en lo diferente y dichosa que sería aquella ocasión si él la amara y de verdad quisiera casarse con ella, en lugar de verse obligado a ello.
Pero en los dos últimos días, desde la última conversación mantenida en la salita, había comprendido que, aunque la situación no fuera una bendición del cielo, tampoco era un infierno total. Ella lo amaba. Eran amigos y compartían intereses comunes. Eric era amable y generoso, paciente e inteligente. Seguro que muchos matrimonios se basaban en mucho menos. Y el modo en que la besaba y la acariciaba…
Dejó escapar un suspiro de ensueño. Cielos, compartir su cama no iba a suponer ninguna prueba. Él no la amaba, pero ella haría todo lo posible para ser una buena esposa.
Por supuesto, ser una buena esposa conllevaba convertirse en condesa, y se le hizo un nudo en el estómago ante semejante perspectiva. Tratar de encajar en su esfera social sería como intentar meter una llave redonda en una cerradura cuadrada.
Se encogió al pensar en todas las meteduras de pata que le aguardaban, y elevó una plegaria para no avergonzar demasiado al conde. Con suerte, su madre y sus hermanas podrían instruírla un poco para evitar el desastre total. Eric se merecía ser feliz y tener una esposa de la que sentirse orgulloso, pero ella cuestionaba seriamente su capacidad para encarnar a dicha mujer. Con todo, lo intentaría. Por él. Y tal vez, con el tiempo y un milagro, la amistad que él sentía por ella florecería en algo más profundo.
Estrechó aquella esperanza contra su corazón y volvió la vista hacia el escritorio. El corazón le dio un brinco al acordarse de la nota que había ocultado en el cajón superior. La misiva había llegado aquella misma mañana y contenía una única frase escrita con una letra elegante pero obviamente masculina: “Por favor, ven al lago esta noche, a las doce”.
Se le aceleró el pulso al pensar en ver a Eric, y posó la mirada en el reloj de la repisa de la chimenea; sólo había que esperar diez horas. Pero al mirar su cama y toparse con cuatro sonrisas radiantes y orgullosas, supo que iban a ser diez horas muy largas.
A primera hora de aquella larde, lady Darvin fue a ver a Sammie. Mientras tomaban asiento en la salita, Sammie rogó por que no se notara su nerviosismo. Aunque la hermana de Eric parecía una persona de lo más agradable, se preguntó acerca del propósito de su visita. ¿Sabría lady Darvin la verdad acerca de la proposición de Eric? ¿La acusaría de haberlo atrapado para obligarlo a casarse?
Una vez que estuvieron sentadas en el diván, lady Darvin le estrechó la mano.
– Ya sé que está usted muy ocupada con los preparativos de la boda, de modo que no voy a entretenerla mucho. He venido tan sólo a ofrecerle mis mejores deseos. Me doy cuenta de que apenas nos conocemos, pero espero que eso cambie. Yo siempre he deseado tener una hermana.
Sammie sintió un profundo alivio y respondió con una sonrisa.
– Gracias, lady Darvin.
– Por favor, llámame Margaret. ¿Me permites que te llame Samantha?
– Por supuesto. Para mí es un gran honor que vayamos a ser hermanas.
– Gracias. Aunque yo ignoro lo que significa una hermana, me temo. Pero como tú ya tienes tres, podrás enseñarme todo lo que necesite saber.
– Haré lo que esté en mi mano -Y, decidida a disipar todas las preocupaciones que pudiera abrigar Margaret, añadió-: Quiero que sepas que también voy a hacer todo lo que esté en mi mano para ser una buena esposa para Eric y para que se sienta feliz y orgulloso de mí.
Una dulce sonrisa curvó los labios de Margaret.
– Ya has conseguido hacerlo feliz, y sé que se siente orgulloso de ti. Me ha hablado en términos muy entusiastas de tus experimentos y tus esperanzas de conseguir un ungüento de propiedades medicinales. Yo opino que es una empresa fascinante. Y muy encomiable. -De pronto su expresión se vio nublada por un velo de tristeza-. Ojalá hubiera tenido yo algo útil en que ocupar el tiempo cuando vivía en Cornualles. Oh, atendía el jardín y bordé cientos de pañuelos, pero nada de importancia.
Sammie experimentó un sentimiento de afecto. Esperando no pasarse de la raya, tomó una de las manos de Margaret entre las suyas.
– ¿Te gustaría aprender a fabricar la crema de miel?
En los ojos de Margaret brilló una mezcla de desconcierto y agradable sorpresa.
– ¿Crees que puedo aprenderlo?
– Naturalmente que sí. Si tienes fortaleza suficiente para bordar, podrás dominar la técnica de fabricar crema de manos en un santiamén. Según mi experiencia, la ciencia no es tan complicada como trabajar con la aguja y el hilo.
Margaret le devolvió una media sonrisa de inconfundible gratitud.
– Estoy deseando empezar con la primera lección -Observó a Sammie unos instantes y dijo-: No te imaginas lo contenta que estoy de que Eric haya seguido mi consejo.
– ¿Qué consejo es ése?
Margaret titubeó y en lugar de contestar preguntó:
– ¿Te ha hablado Eric de nuestros padres?
– No. Lo único que sé es que vuestra madre murió cuando Eric tenía quince años.
– Sí. Era muy hermosa. Y desesperadamente infeliz. -Clavó la mirada en Sammie-. Nuestro padre era un hombre avaro y egoísta. Humilló a nuestra madre con sus indiscretas aventuras amorosas y sus deudas de juego. A Eric le fijaba metas imposibles de alcanzar, y sin embargo montaba en cólera cuando rebasaba sus expectativas. En cuanto a mí, era una niña inútil, y por lo tanto me ignoraba por completo… hasta que decidió casarme con el vizconde Darvin, otro hombre avaro y egoísta que aborrecí desde el momento mismo de conocerlo.
Sammie le dio un suave apretón de manos.
– Lo siento mucho
– Yo también. Pero como los dos matrimonies que conoció Eric, el de nuestros padres y el mío, fueron tan desdichados, decidió que él no se casaría nunca. Incluso ya de niño la idea de casarse le resultaba desagradable, y cuando falleció nuestra madre juró que jamás contraería matrimonio. Aun así, cuando vi el modo en que te miraba, cuando vi lo que sentía por ti, le dije que no permitiera que aquellos dos matrimonios desgraciados destruyeran su felicidad futura. -Sus labios se curvaron en una sonrisa-. Ha seguido mi consejo, y me alegro mucho de ello. Eric aportó alegría a lo que de otro modo habría sido una infancia desgraciada para mí, y se merece toda la felicidad del mundo. Siempre ha sido un hermano maravilloso y afectuoso y estoy segura de que será el mismo tipo de marido. Y de padre.
Sammie hizo un esfuerzo por corresponder a la sonrisa de Margaret, pero las entrañas se le retorcieron con un sentimiento de culpabilidad. Se veía a todas luces que Margaret pensaba que Eric se había declarado porque de hecho deseaba tener una esposa. Qué terriblemente equivocada estaba. Y sólo ahora entendía Sammie exactamente hasta qué punto.