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– Deje de mirarme como si fuera un asesino a punto de descuartizarla -exclamó con un ronco gruñido-. Ya le he dicho que no voy a hacerle daño. Sólo intentaba ayudarla. Soy el hombre al que llaman el Ladrón de Novias.

– Ya lo ha dicho, y además en un tono que sugiere que yo debería conocerlo, pero me temo que no es así.

Eric se la quedó mirando, estupefacto. ¿Había oído mal?

– ¿Acaso nunca ha oído hablar del Ladrón de Novias?

– Me temo que no, pero por lo visto debe de ser usted -Lo recorrió con los ojos de arriba abajo, dos veces, y de hecho a él le ardió la piel bajo aquella cáustica mirada-. No puedo decir que esté encantada de conocerlo.

– Por todos los santos, muchacha. ¿Es que nunca lee los periódicos?

– Por supuesto que sí. Leo todos los artículos concernientes a la naturaleza y a temas científicos.

– ¿Y las páginas de sociedad?

– No pierdo el tiempo con semejantes memeces -Su expresión de desprecio sugería que lo consideraba muy poca cosa si su nombre aparecía sólo en las columnas de sociedad.

Eric enmudeció de pura incredulidad. Abrió la boca para hablar, pero no le salieron las palabras. ¿Cómo era posible que esa chica no supiera nada del Ladrón de Novias? ¿Es que vivía en una mazmorra? No pasaba un solo día sin que se hablara del Ladrón de Novias en los clubes de Londres, en Almack’s, en las posadas rurales y en todas las publicaciones del reino.

Y sin embargo, la señorita Samantha Briggeham jamás había oído hablar de él.

En fin, maldita sea.

Si no estuviera tan confuso por aquel hecho, se habría reído de lo absurdo de la situación… y de su propia vanidad. Resultaba obvio que no era tan famoso como creía.

Con todo, su diversión se desvaneció rápidamente cuando comprendió la gravedad de su error. La señorita Briggeham no estaba siendo obligada a contraer matrimonio. Había raptado a una mujer que no necesitaba su ayuda. Y ahora el Ladrón de Novias tendría que hacer algo inaudito: devolver a una mujer a la que había rescatado.

Una mujer que lanzaba miradas hacia el atizador de hierro con un brillo en los ojos que indicaba que le gustaría utilizarlo para atizar un golpe a su cabeza. Cerró los ojos con fuerza y maldijo en silencio su mala suerte.

Al diablo con todo; ser el hombre más célebre de toda Inglaterra era a veces un verdadero incordio.

3

– ¿Qué quiere decir con que no va a casarse con mi hija?

Cordelia Briggeham, de pie en su salita, contemplaba al mayor Wilshire con su actitud más imperiosa, en cierto modo resistiéndose al impulso de azotar con su abanico de encaje a aquel arrogante militar.

El mayor permanecía rígido como una estaca junto a la chimenea y con su larga nariz apuntada hacia Cordelia.

– Como he dicho, la señorita Briggeham y yo hemos acordado esta misma tarde que la boda proyectada no resulta aconsejable. Tenía la certeza de que a estas alturas su hija ya la habría informado.

– Mi hija no me ha informado de nada parecido.

El rostro rubicundo del mayor perdió todo el color.

– Por el cielo, ¡esa muchacha no afirmará que aún estamos comprometidos!

A Cordelia le pareció detectar un estremecimiento que sacudió la corpulencia del mayor. Acto seguido, éste bajó la vista hacia sus botas y arrugó la nariz. Qué extraño comportamiento. Tal vez era tonto.

– Mi hija no ha hecho ningún tipo de afirmación, mayor. No la he visto ni he hablado con ella desde el almuerzo. -Se volvió hacia su esposo, que estaba sentado en su sillón favorito, situado en el rincón-. Charles, ¿has hablado tú con Samantha esta tarde?

Tras ver que su pregunta era respondida con un silencio, Cordelia apretó los labios y, por segunda vez en el lapso de unos minutos, pensó en la posibilidad de aporrear a un hombre. Hombres, iban a terminar matándola.

– ¡Charles!

Charles Briggeham alzó la cabeza de repente como si ella lo hubiera pinchado con un palo. Sus ojos nublados indicaron a las claras que estaba echando una cabezadita.

– ¿Si, querida?

– ¿Ha hablado Samantha contigo esta tarde acerca de su compromiso?

– Ya no existe compromiso alguno…

La voz del mayor se desvaneció poco a poco cuando Cordelia le clavó una mirada glacial.

– No he visto a Sammie desde el almuerzo -dijo Charles. Se volvió hacia el mayor-: Un asado excelente, mayor. Debería haber…

– ¿Qué tienes que decir de la insolente afirmación del mayor, Charles? -lo apremió Cordelia.

Su marido parpadeó velozmente.

– ¿Qué afirmación?

– ¡Que Samantha y él ya no están comprometidos!

– Tonterías. No he oído nada de eso. -Y se volvió hacia el mayor, ceñudo-. ¿Qué sucede? Ya están en marcha todos los preparativos.

– Sí, bueno, eso era antes de que la señorita Briggeham me hiciera una visita esta tarde.

– Ella no ha hecho semejante cosa -afirmó Cordelia, rezando por estar en lo cierto. Señor, ¿qué embrollo habría creado Sammie esta vez?

– Por supuesto que sí. Me dijo que no creía que fuéramos a hacer buena pareja. Después de… eh… hablarlo un poco, coincidí con ella en su valoración de la situación y tomé las medidas apropiadas. -El mayor se aclaró la garganta-. Para decirlo sin rodeos, la boda ha sido anulada.

Cordelia miró el sofá y llegó a la conclusión de que se encontraba demasiado lejos para que ella se desmayara como las circunstancias exigían. Maldición.

¿Qué no habría boda? Vaya, aquello suponía un problema espinoso. No sólo podía producirse un escándalo dependiendo de lo que hubiera hecho Sammie para disuadir al mayor, sino que ya le parecía estar oyendo a la odiosa Lydia Nordfield cuando se enterase de aquella debacle: “Pero, Cordelia -diría Lydia agitando las pestañas como una vaca en medio de una granizada-, es una verdadera tragedia que Sammie ya no esté comprometida. El vizconde de Carsdale ha mostrado interés por mi Daphne, sabes. Y Daphne es realmente encantadora. ¡Por lo visto, voy a casar a todas mis hijas antes que tú!”.

Cordelia cerró los ojos con fuerza para borrar aquella horrible e hipotética situación. Sammie valía diez veces más que la insípida de Daphne, y casi le hirvió la sangre ante tamaña injusticia. Daphne, cuyo único talento consistía en agitar un abanico y reír tontamente, iba a cazar a un vizconde simplemente porque poseía un rostro atractivo. Mientras tanto, Sammie se quedaría para vestir santos, lo cual la obligaría a ella a pasarse los próximos veinte años escuchando la cháchara presuntuosa de Lydia. ¡Oh, aquello resultaba simplemente insoportable!

Lo había arreglado todo para que Sammie se casara con un caballero de lo más respetable, ¿y ahora el mayor Wilshire pretendía desbaratar todos sus planes? “Hum. Eso estaba aún por ver”.

Con la mandíbula apretada, Cordelia se fue acercando al sofá por si acaso necesitaba hacer uso de él, y luego volvió su atención hacia el mayor.

– ¿Cómo es posible que un hombre que se considera honorable deshonre a mi hija de esta manera?

Charles se levantó y se estiró el chaleco.

– Ciertamente, mayor. Esto es de lo más irregular. Exijo una explicación.

– Ya se lo he explicado, Briggeham. No habrá boda. -Clavó una mirada de acero en Cordelia-. Usted, señora, me llevó a confusión al describirme a su hija.

– Yo no hice nada de eso -replicó Cordelia con su gestó más elegante-. Le informé de lo inteligente que es Samantha, y usted sabía muy bien que no acababa de salir de la escuela.

– Descuidó mencionar su afición por los sapos viscosos y otras alimañas, su predilección por arrastrarse por el suelo, su aterradora falta de talento musical y su costumbre de montar laboratorios y provocar incendios.