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Eric no pudo hacer otra cosa que mirarla sin pestañear mientras un sinfín de emociones lo asaeteaban por todas partes, como un pelotón de soldados armados con bayonetas tendiéndole una emboscada. La enormidad de aquellas palabras, de lo que Samantha estaba dispuesta a sacrificar por él -su familia, toda su existencia-, lo dejó tan anonadado que comenzó a temblar. Estaba abrumado.

– Samantha -susurró por encima del nudo que le atenazaba la garganta-. Dios, Samantha… -El nombre terminó en un gemido, y entonces la tomó entre sus brazos y la besó con toda la pasión y todo el deseo que laceraban su cuerpo.

Ella dejó escapar una exclamación ahogada cuando Eric abrió los labios y su lengua tomó posesión de aquella boca con exigencia y desesperación. La estrechó con fuerza y ella se fundió en su abrazo con un grave gemido, devolviendo sus besos con la misma urgencia y Eric sintió que se le aceleraba la sangre en las venas.

“Mía. Mía. Mía”

No existía nada excepto ella… la mujer que tenía entre sus brazos, la mujer a la que amaba tanto que temblaba de amor.

La mujer que lo amaba a él.

Se apartó y le acarició el rostro… aquel rostro singular e imperfecto que lo había cautivado y fascinado desde el principio.

Samantha abrió los ojos lentamente y de pronto sus miradas se encontraron. Ella parpadeó varias veces y frunció el entrecejo. Muy despacio, alzó una mano y le tocó el rostro. Aquel rostro enmascarado.

En ese instante Eric recobró la condura y se acordó de dónde estaba y de quién era.

¡Maldición! ¿En qué estaba pensando? Obviamente, no estaba pensando. Pero ¿en qué diablos estaría pensando ella, besando así a otro hombre, según después de haber confesado que lo amaba a él?

La soltó como si quemase y rápidamente retrocedió dos pasos.

– Perdóneme -dijo con voz grave- no sé qué me ha pasado.

Samantha se limitó a mirarlo fijamente, con los ojos agrandados por la impresión, pero de algún modo consiguió parecer inmóvil como una estatua y al mismo tiempo inerte y laxa.

Eric tomó aire, esperaba un estallido de ira, una andanada de improperios, pero ella sólo lo miraba mientras le resbalaban las lágrimas por las mejillas y susurró una única palabra.

– Eric.

21

Sammie tuvo que hacer un gran esfuerzo para insuflar aire en sus pulmones. Su visión se volvía borrosa, y por un instante creyó que iba a desmayarse. El hombre enmascarado que estaba de pie frente a ella, el Ladrón de Novias, era Eric. No había ni rastro de duda. En el instante en que la tomó entre sus brazos, su cuerpo y su mente lo reconocieron.

Cerró los ojos con fuerza en un intento de aplicar la lógica, pero su cerebro parecía haberse congelado. ¿Cómo era posible? ¿Por qué? Necesitaba preguntárselo, pero apenas podía formular un pensamiento coherente, y mucho menos hablar.

Abrió los ojos y lo miró: de pie, inmóvil, ataviado de negro enteramente, con sólo los ojos y la boca a la vista. Incluso así, ahora que sabía la verdad, lo reconoció al instante: su estatura, la anchura de sus hombros, su aire imponente. ¿Cómo podía no haberse dado cuenta antes? “Porque no tenías motivo para suponer que él era otra cosa que lo que parecía ser. Ni siquiera pensar que te estaba mintiendo”.

Y en efecto, aquella única idea se abrió camino entre el torbellino que era su mente. Él le había mentido. Y repetidas veces.

La cólera la abofeteó con violencia y a punto estuvo de tambalearse. Apretó los puños a los costados y se aproximó a él con paso tembloroso.

– Quítate esa máscara -exigió, orgullosa de lograr mantener la voz firme.

Al ver que él dudaba, su cólera se transformó en furia desatada, y por primera vez en su vida sintió el impulso de golpear a alguien. Incapaz de contenerse del todo, le clavó el dedo índice en el pecho.

– Sé que eres tú el que está debajo de esa máscara, Eric. Reconocería en cualquier parte tus besos, tu sabor. Quí-ta-te-la. -Puntuó la orden con cuatro golpecitos más del dedo.

Se miraron fijamente durante lo que a Sammie le pareció una eternidad. Por fin, él alzó una mano y se quitó despacio la máscara de seda que le cubría la cabeza.

Aun cuando sabía que iba a ver la cara de Eric, Sammie recibió una fuerte impresión. Él, con el cabello oscuro aplastado a causa de la máscara, la miró con expresión indescifrable. El silencio fue alargándose hasta que Sammie sintió que le iba a estallar la cabeza.

Luchando por controlar el tumulto de emociones que la invadía, le preguntó:

– ¿Puedes explicarme esto, por favor?

– ¿Qué más quieres saber?

– ¿Qué más, dices? ¡No sé nada! Excepto que me has engañado.

Eric dio un paso y ella retrocedió. Tenía el entrecejo fruncido, pero no se aventuró a seguir avanzando.

– Sin duda comprenderás la necesidad de proteger mi identidad, Samantha.

– ¿Lo sabe alguien más?

– Sólo Arthur Timstone. Y tú hermano.

A Sammie le pareció que el suelo cedía bajo sus pies.

– ¿Hubert?

– La noche en que rescaté a la señorita Barrow te siguió y esparció un polvo especial, fabricado por él, sobre la silla y los estribos del Ladrón de Novias. Cuando al día siguiente yo, lord Wesley, fui a tu casa, mis botas y mi silla de montar aún mostraban restos de ese polvo. Cuando Hubert me encaró armado de pruebas tan irrefutables, no pude negarlas.

Sammie se esforzó para que las rodillas no le flaqueasen.

– No puedo creer que no me haya dicho nada.

– Yo le pedí su palabra de que iba a mantener el secreto. Si me descubren…

Dejó la frase sin terminar, y Sammie se lo imaginó fugazmente con un lazo al cuello.

– Te ahorcarán -terminó por él, con el estómago encogido de sólo pensar en ello-. Ya sabes que yo creo firmemente en tu causa, pero ¿qué te hizo…? -Nada más comenzar la pregunta, le vino la respuesta-: Tu hermana -susurró con asombro-. Me contaste que una persona a la que querías había sido obligada a casarse…

– Así es. No pude salvarla. Pero había muchas otras a las que sí podía salvar. -Se pasó las manos por el pelo-. Sin embargo, ahora que la investigación del juez va estrechando el cerco, parece que tendré que retirarme.

– Y a pesar del peligro, has venido aquí esta noche.

Un músculo se contrajo en la mejilla de Eric.

– Sí

La importancia de aquel hecho fue calando en la mente de Sammie, lentamente al principio pero cada vez a mayor velocidad, hasta que penetró a todo galope en su cabeza. Sintió ganas de reír y llorar, pero se obligó a conservar la compostura. Sabía que Eric no deseaba casarse con ella, pero ni remotamente había imaginado hasta qué extremo sería capaz de llegar para no hacerlo. Pese a la amenaza que suponían el magistrado y la Brigada contra el Ladrón de Novias, había arriesgado la vida para ofrecerle a ella la libertad.

Y al darle la libertad a ella, también se la daba a sí mismo.

Eric la miraba, intentando comprender sus sentimientos contradictorios. Samantha lo amaba. Cerró los ojos por un instante para disfrutar de aquella increíble sensación. Visualizó varias imágenes de lo que podría haber sido una vida en común con ella… compartir su amor mutuo, hacer realidad los sueños de cada uno, criar a los hijos de ambos.

Sintió la acuciante necesidad de decirle que la amaba, que la amaba más que a nada en el mundo, pero se abstuvo a duras penas. El peligro al que se enfrentaba seguía siendo demasiado real, y ahora que ella conocía su identidad, la amenaza era peor aún. Si le decía que la amaba, Samantha, leal como era, no lo abandonaría nunca; no le sería posible apartarla de él para conducirla a la seguridad. De hecho, sabía que ella sería capaz de caminar sobre el fuego por él, algo que le complacía, anonadaba y aterrorizaba al mismo tiempo. No tenía derecho a amarla ni a casarse con ella, pero si no la convertía en su esposa la dejaría deshonrada. Se pasó las manos lentamente por el rostro ¿Qué diablos iba a hacer?