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Sammie observó su semblante torturado y se le encogió el corazón. Se le veía indeciso y confuso, sin saber qué decir ni qué hacer. No quería casarse con ella, pero tampoco quería, ni podía, dejarla marchar. No la deseaba, y sin embargo no quería hacerla daño. Y ahora que ella había revelado impulsivamente sus sentimientos…

La embargó una terrible humillación, como una losa tremenda a punto de aplastarla con su peso. Igual que un río desbordado y furioso, evocó la conversación que acababan de tener, cómo ella le había desnudado su alma y su corazón, cómo le había confesado el amor que sentía por él, y su respuesta cuando él le preguntó si deseaba casarse con el conde: “Con desesperación”.

El cuerpo se le quedó helado a causa de la mortificación. Eric adelantó una mano, pero ella retrocedió bruscamente. Se rodeó a sí misma con los brazos y dijo con un hilo de voz:

– No me toques

Eric bajó la mano despacho, sin duda sufriendo, pero ella no pudo hacer ni decir nada para consolarlo. Necesitaba hasta la última gota de concentración y fuerza para no desmoronarse delante de él.

En ese momento se oyó un suave relincho y ella volvió la mirada hacia un arbusto.

– No te preocupes -dijo Eric-. Es mi caballo, Campeón.

La cabeza le dio vueltas otra vez, y de pronto se hizo la luz en su mente

– Campeón… tu caballo… Te ofreciste a ayudar al señor Straton a buscar tu propio caballo. Todas las cosas que dijiste, las sugerencias para ayudar a capturar al Ladrón de Novias, eran implemente mentiras. Todo lo que sale de tu boca no es más que una mentira.

– Hago lo que debo para seguir en libertad, Samantha

– Sí -admitió ella con tono inexpresivo-. Eso es obvio

– . Esta noche he venido aquí para darte la libertad

Sammie se encogió por dentro. “Sí, lo cual te la dará a ti también”.

Eric dejó la mirada perdida en la oscuridad, con las cejas juntas en actitud pensativa, y luego comenzó a pasearse delante de Sammie. Justo cuando ésta creía no poder soportar más el silencio, dijo:

– Se me está ocurriendo una idea… Tal vez exista otro modo. -Dio unos pasos más con el entrecejo fruncido, seguramente cavilando algo. Luego asintió con gesto resuelto y se detuvo frente a Samantha-. Creo que he encontrado una solución. Podemos casarnos y partir al extranjero inmediatamente después de la ceremonia. Podemos vivir en el continente o en América, en cualquier parte donde no pueda encontrarnos el magistrado, un lugar donde nadie haya oído hablar del Ladrón de Novias.

Sammie sintió la tenaza de la desesperación. Santo Dios, ahora que él sabía que ella lo amaba, se estaba ofreciendo noblemente a abandonarlo todo, su hogar, sus derechos de cuna, su lugar en la sociedad, su estilo de vida, en el nombre del honor. Y por una mujer a la que no amaba.

– Ya sé que es mucho pedirte -añadió él en voz baja-. Tendrías que dejar tu familia, tu hogar… – Tanto como tú

– Sí. Pero sólo si nos casamos y salimos del país se solucionará el problema.

“El problema”. Sí, aquello significaba ella para él. Sintió una aguda sensación de pérdida, junto con un deseo casi absurdo de echarse a reír. Nunca había imaginado que iba a encontrar a un hombre al que amar, y ¿qué ocurría ahora que lo había encontrado? Que se trataba de dos hombres, y aunque admiraba su valor y creía fervientemente en su causa, estaba claro que en realidad no lo conocía. ¿O sí? Su vida estaba apuntalada en mentiras y la había engañado desde el principio. ¿Cómo era posible que amara a aquel hombre? Sin embargo, así era. Se frotó las sienes en un vano intento de despejar parte de la confusión.

– Saldrá bien, Samantha -dijo Eric, y su voz la devolvió bruscamente a la realidad

Sammie sacudió la cabeza al tiempo que ponía distancias.

– Necesito tiempo para pensar. No tengo idea de quién eres. Y es evidente que tú no tenías intención de decírmelo nunca. ¿O sí? ¿Me habrías dicho la verdad alguna vez?

Eric la perforó con la mirada y se produjo un silencio que se prolongó casi medio minuto antes de que él meneara la cabeza para decir:

– No lo sé, pero por tu propia protección… probablemente no.

– Ya… Entiendo -A Sammie se le quebró la voz y tuvo que aclararse la garganta. A continuación, levantó la barbilla y dijo en un susurro-: Te he dicho algunas cosas, como Ladrón de Novias, que no te habría dicho si hubiera sabido con quién estaba hablando en realidad. Y ciertamente no sé quién eres, pero sí sé que no eres el hombre que yo creía. Ninguno de los dos lo sois. -Le salió una risa amarga que casi la ahogó- Dios mío, ni siquiera sé con quién estoy hablando. -Y haciendo acopio del frágil autodominio que conservaba, lanzó un suspiro tembloroso y dijo-: Tengo que irme -Y se dispuso a salir de debajo del árbol.

Pero Eric la agarró del brazo

– Samantha, espera. No puedes irte así. Hemos de hablar

Ella intentó zafarse, pero no pudo

– No tengo nada que decirte en este momento. Quiero, necesito estar sola, lejos de ti. Para poder pensar y decidir qué hacer. -La fuerte rienda con que sujetaba sus emociones resbaló un poco más-. Te lo he dado todo: mi respetabilidad, mi inocencia. -“Mi corazón, mi alma”-. Deja que me marche sin apropiarte también de mi dignidad. Te lo ruego

Eric la soltó lentamente

– Pasado mañana estaré en la iglesia

Sammie reprimió un sollozo y se apartó de él

– Me temo que no puedo prometerte lo mismo

Y sin más, se recogió las faldas y se fue, acelerando el paso hasta que terminó por correr como si la persiguiera el diablo.

Eric se quedó contemplando cómo la oscuridad se tragaba su figura. La mente le gritaba que fuera tras ella, pero respetó su ruego al tiempo que en su cabeza resonaban aquellas palabras: “Te lo he dado todo”.

“No, Samantha, te lo he arrebatado yo”. Sintió un autodesprecio tan intenso que le hizo caer de rodillas en el suelo húmedo. Cerró los ojos con fuerza y apoyó la frente en sus manos convertidas en dos puños. ¿Cómo demonios era posible sentirse tan aturdido y al mismo tiempo tan dolorosamente herido?

De alguna manera, sin haberlo buscado ni haberse dado cuenta de que lo deseaba, milagrosamente le había sido entregado un tesoro: una mujer que lo conmovía profundamente, en lo más hondo, en partes de su corazón que no tenía conciencia de que existieran.

Pero, al igual que un puñado de arena, había permitido que Samantha se le escurriera entre los dedos; aunque, en verdad, no habría podido hacer nada para evitarlo… salvo no haberse acercado nunca a ella. ¡Maldita sea, no era más que un cerdo egoísta! No tenía ningún derecho a desearla, a tocarla, a amarla, sabiendo que no podía ofrecerle el futuro que ella se merecía. Si la hubiera dejado en paz, quizás otro hombre, uno que no tuviera un precio por su cabeza, la habría cortejado, se habría enamorado de ella y la habría convertido en su esposa.

Le acometió una violenta punzada de celos por el mero hecho de pensar en que la tocara otro hombre. Samantha era suya. Pero ella decidiría: ¿acudiría a la iglesia para casarse con él? Le subió a la garganta una risa amarga. “¿Estas loco? ¿Por qué iba a casarse con un hombre al que considera un mentiroso y que sin duda terminaría ahorcado y la involucraría en el escándalo? Yo que ella, sencillamente querría empezar una nueva vida, lo más lejos posible de mí”. En fin, si aquello era lo que quería Samantha, él haría todo lo que estuviera en su mano para que así sucediera.

La decisión no dependía de él. Lo único que podía hacer era esperar. Samantha estaba mejor sin él, pero su egoísta corazón rogaba que compareciera en la boda.

Sammie no dejó de correr hasta que llegó a su dormitorio. Cerró la puerta tras de sí, se dejó caer sobre la cama y se arrebujó bajo las mantas, dolida como un animal herido. Se hizo un ovillo y por fin permitió que fluyeran las lágrimas. No sabía que fuera posible sufrir tanto, como si le hubieran arrancado el corazón y lo hubiesen arrojado al suelo.