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Hundió la cara en la almohada para amortiguar los sollozos y lloró hasta que los ojos se le hincharon tanto que apenas podía abrirlos. Su mente no cesaba de recordar una y otra vez cada minuto pasado en compañía de Eric, puntuado con silenciosos gritos de “¡embustero!”.

Cuando llegó el alba y empezaron a filtrarse por la ventana unos tímidos rayos de sol, por fin dejó escapar un largo suspiro de cansancio. Tras varias horas de rebuscar en su alma, no podía censurar a Eric por sus mentiras; había hecho lo necesario para protegerse. Sus sentimientos hacia el Ladrón de Novias, su profunda admiración por su valor y el compromiso con su causa, no se habían alterado. Y en un momento de cruda sinceridad consigo misma, reconoció que resultaba emocionante saber que el hombre al que amaba era en realidad aquel héroe enmascarado.

El hombre al que amaba. Volvió a herirle la humillación. El hombre al que amaba había arriesgado su vida para darle la libertad. ¿O había sido para quedar libre él mismo? ¿Tenía importancia aquel detalle? Nada podía cambiar el hecho de que él abrigaba una arraigada repugnancia hacia el matrimonio: nunca había querido casarse y aunque Sammie intentó consolarse con el hecho de que no habría querido casarse con nadie, no con ella en particular, resultaba un flaco consuelo.

Si Eric la quisiera de verdad, ello lo habría sacrificado todo para casarse con él. Y en cambio le había ofrecido ser libre, al tiempo que se liberaba a sí mismo. La libertad era lo único que él deseaba, y ella era la única persona que podía dársela.

Y aquello era precisamente lo que pensaba hacer.

Después de desayunar empezaría a disponerlo todo. Compraría el pasaje para viajar al extranjero y se prepararía para dejar su hogar para siempre.

No había necesidad de que Eric la esperase en la iglesia al día siguiente.

22

Del London Times:

Dado que la Brigada contra el Ladrón de Novias crece y amplía su extensiva búsqueda cada día, y que la recompensa por su cabeza ya asciende a quince mil libras, el bandido bien puede darse por muerto.

Adam Straton caminaba a paso vivo por un sendero apenas utilizado que discurría a lo largo del perímetro oeste del pueblo y que conducía al tupido bosque que marcaba el límite posterior de las vastas tierras de lord Wesley. Trataba de disfrutar del aire fresco de la mañana, pero tenía los nervios demasiado alterados por la misión que lo acuciaba.

Antes de adentrarse en el bosque, hizo una pausa para intentar acallar su conciencia.

En realidad no debería atravesar las tierras de lord Wesley, pero… Miró el ramillete de flores que aferraba en la mano e hizo una mueca; si no tomaba aquel atajo, las flores que había comprado para lady Darvin se marchitarían, por no decir que acabaría espachurrándolas. Tragó saliva y su prudencia y su sentido común se enzarzaron un poco más en la batalla que venía librando desde media hora antes, cuando compró las flores en el pueblo. De modo que respiró hondo y se internó en la espesura.

“No hay ningún motivo para visitar a lady Darvin”, exclamó su sensatez; pero su sentido común le replico: “Naturalmente que lo hay”. Eran amigos, conocidos desde hacía mucho tiempo. No existía ninguna razón para no visitarla, sobre todo después de la conversación en que ella le había revelado su profunda infelicidad. Él era sólo un amigo preocupado, deseoso de que ella se encontrase bien.

Su prudencia dio un respingo. Con que sólo un amigo preocupado. Entonces ¿por qué le palpitaba el corazón y tenía un nudo en el estómago ante la perspectiva de verla? ¿Por qué se había gastado el presupuesto para la colada semanal en rosas? ¿Y por qué la idea de que ella no fuera feliz le provocaba una necesidad abrumadora de hacerla sonreír?

“Porque, pedazo de alcornoque -le instruyó el sentido común-, estás perdidamente enamorado de ella”.

Adam hizo un alto y se mesó el pelo. Estaba muy claro que no debía hacerle ninguna visita, pero tenía que saber si se encontraba bien. Asintió con decisión; sí, su deber era visitarla. De hecho…

En ese momento un ligero movimiento le hizo volverse. Espió entre los árboles y vio a un hombre que conducía un caballo negro en dirección a los establos de lord Wesley. Se acercó un poco más para tener mejor vista y entonces lo reconoció: era Arthur Timstone, el mozo de cuadras del conde.

Sin embargo, no reconoció el caballo. Podría tratarse de un castrado pero, a juzgar por su altura y su andar fogoso, seguramente era un semental. De hecho, al observar cómo Arthur lo calmaba y lo guiaba dentro del establo, ya no le cupo duda.

El ceño le arrugó la frente. Que él supiera, lord Wesley no tenía un animal así. Por supuesto, podía haberlo adquirido recientemente.

Dio un respingo. ¿Podía ser que lord Wesley hubiera encontrado aquel animal en su afán de colaborar en el caso del Ladrón de Novias? Ciertamente, aquel caballo coincidía con la descripción de la montura del Ladrón. Sintió una oleada de emoción y se encaminó a los establos, decidido a hablar con Arthur.

Cuando llegó, ligeramente sin resuello, a la gran estructura de madera, traspuso el umbral. Su vista tardó unos momentos en adaptarse a la penumbra del interior. Los establos de Wesley eran enormes y estaban inmaculados.

– ¿Hola? -llamó, al tiempo que penetraba un poco más-. ¿Está usted ahí, Timstone?

Como respuesta sólo recibió silencio. Arthur se había ido después de dejar el caballo negro en su establo, sin duda en dirección a las cocinas en busca de algo de comer. Bueno, sólo echaría un vistazo al semental antes de proseguir hasta la casa para ver a lady Darvin. Con suerte también se encontraría allí con el conde, y él podría preguntarle por ese corcel negro.

Avanzó lentamente por el establo, fisgoneando en cada compartimiento. Al llegar al último, se detuvo. Lord Wesley poseía algunos caballos de excepcional calidad, pero entre ellos no había ningún semental negro.

El austero mayordomo de lord Wesley abrió una hoja de la doble puerta de roble macizo de Wesley Manor para atender a la llamada del magistrado.

– ¿En qué puedo servirle, señor? -le preguntó

Adam le entregó su tarjeta.

– Quisiera hablar con lord Wesley o con su hermana, por favor. Con los dos, si es posible.

– Me temo que será imposible, señor Straton, ya que han partido esta misma mañana para pasar el día en Londres.

– Entiendo. ¿Tiene idea de cuándo piensan regresar?

– No. Sin embargo, dado que el conde ha de casarse mañana a las diez, yo diría que regresarán antes de esa hora.

– Eh… sí, por supuesto. ¿Conoce usted el motivo de su viaje?

El mayordomo hizo una mueca reprobatoria ante aquella pregunta.

– Su señoría no suele dar explicaciones de sus idas y venidas a la servidumbre.

Dicho de otro modo, el sirviente no lo sabía. O no quería decirlo. Adam le entregó ramo de rosas diciendo:

– He traído estas flores para lady Darvin. Para contribuír a animarla.

El severo semblante del mayordomo se relajó por un momento al coger las rosas.

– Muy atento de su parte, señor. Me encargaré de que las reciba.

– Gracias, señor…

– Eversley, señor

– Dígame, Eversley ¿ha visto a Arthur Timstone por ahí? No estaba en las caballerizas y me gustaría hablar un momento con él.

– Si no se encuentra en las caballerizas, lo más probable es que esté comiendo en la cocina. ¿Quiere que vaya a buscarlo?

– ¿Suele regresar a las cuadras después del desayuno?

– Sí, señor

– En ese caso, no lo moleste. Volveré a los establos y le aguardaré allí.