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– Muy bien, señor

Adam hizo además de marcharse, pero se detuvo.

– Una cosa más, Eversely ¿Por casualidad sabe usted si el conde posee un semental negro?

Eversley pareció sobresaltarse por aquella pregunta.

– El tema de los caballos corresponde a Timstone, señor, pero no puedo decir que recuerde haber visto nunca un animal así ni que el conde lo haya mencionado.

– Gracias, Eversley

El mayordomo asintió y cerró la puerta. Adam, ceñudo, cruzó nuevamente el cuidado prado de vuelta a los establos, decidido a esperar a Arthur Timstone. Allí pasaba algo muy extraño, y no pensaba marcharse hasta que…

De pronto oyó una voz hosca que le llamaba por su nombre. Se volvió y vio a Arthur caminando hacia él. Excelente. Iba a obtener sus respuestas antes de lo previsto.

– Buenos días, señor Straton -saludó Arthur al alcanzarlo- ¿Qué le trae por Wesley Manor?

– Tenía la intención de hacer una visita de pésame a lady Darvin, pero acaban de informarme de que ella y el conde se han ido a pasar el día en Londres

– Así es

– ¿Sabe usted cuál era el motivo del viaje? ¿O cuándo se espera que estén de vuelta?

– No lo sé con seguridad, pero supongo que el conde deseaba comprar algún obsequio para su prometida y ha pedido a lady Darvin que le ayudara. Es probable que estén en casa para la hora de la cena.

– Entiendo. También esperaba preguntar al conde si había tenido éxito en las indagaciones que está realizando para mí respecto de un semental negro -Dirigió a Arthur un sonrisa amistosa-. ¿Ha localizado ese caballo?

– No, que él haya mencionado

– ¿De veras? ¿Tal vez posee un animal de esas características?

El rostro de Arthur se contrajo en un ceño de perplejidad y se rascó la cabeza.

– ¿Un semental negro? No, señor. Lord Wesley no posee un caballo así

– ¿Un castrado negro, entonces?

– No, señor. El único caballo negro que tiene su señorío es la yegua Medianoche

Adam meneó la cabeza. El caballo que había visto no era una yegua

– ¿Puede ser que el conde esté cuidando de un semental propiedad de otra persona? Hablo del caballo que le vi a usted conducir a los establos hace media hora.

Arthur se relajó y rió suavemente.

– El conde no cuida caballos ajenos, así que debe usted de referirse a Emperador. Antes de desayunar lo he llevado a que diera un paseo. Pero le falla la vista, señor Straton; el pelaje de Emperador no es negro, sino marrón oscuro. Es fácil de confundir. El sol y las sombras han debido de jugarle una mala pasada.

– Supongo que sí

– Bien, si me disculpa, tengo mucho trabajo que hacer

El magistrado sonrió

– Por supuesto. Que tenga un buen día, Timstone

– Lo mismo le deseo, señor

Arthur se alejó en dirección a los establos

Adam entrecerró los ojos y lo observó. Aunque Timstone había estado convincente, no cabía duda de que había mentido, Pero ¿por qué? Él había visto el animal con toda claridad y ningún truco de la luz había hecho que el pelaje le cambiara de negro a marrón. Además, aquel misterioso semental negro que lord Wesley al parecer no poseía había desaparecido dentro de las caballerizas. ¿Era posible que él no lo hubiese visto? No; había sido bastante concienzudo… a no ser que hubiera un compartimiento oculto. Un compartimiento que nadie debía ver.

El corazón comenzó a palpitarle mientras todo iba encajando en su sitio. ¿Por qué iba a mentir Timstone a no ser que tuviera algo que esconder… por ejemplo, la montura del Ladrón de Novias? Pero si en efecto aquel semental negro pertenecía al Ladrón de Novias, no era posible que Arthur fuera el hombre que se ocultaba tras la máscara. No, el Ladrón de Novias era mucho más joven y fuerte…

De repente se quedó paralizado. Dios santo, ¿podía ser lord Wesley el Ladrón de Novias? Trató de descartar aquella posibilidad por ridícula, pero no pudo; casi oía como iban encajando en su mente todas las piezas del rompecabezas. Efectivamente, Wesley poseía los recursos financieros necesarios, su propiedad le proporcionaba privacidad; era un jinete experto ¿y quién iba a sospechar de él?

Recordó lo dispuesto que se había mostrado a ayudar en la investigación. ¿Era ayuda… o sabotaje? Lanzó un profundo suspiro y procuró serenarse. ¿Sería posible que el hombre que andaba buscando hubiera estado todo el tiempo prácticamente delante de sus narices? ¿Estaría tocando a su fin la investigación?

Apretó la mandíbula. Maldición, siempre le había caído bien lord Wesley. Por supuesto, le cayera bien o mal, si era el Ladrón de Novias lo llevaría ante la justicia. Apretó los puños a los costados al pensar en que Margaret iba a sufrir la pérdida de su hermano, y en que su nombre resultaría perjudicado por el escándalo. “Si su hermano terminara en la horca y su apellido quedara mancillado, yo podría consolarla, podría…”

Pero se apresuró a apartar aquel pensamiento, horrorizado de sí mismo. Jamás se valdría de su cargo de juez para perseguir sus intereses personales. Además, sin duda Margaret lo odiaría por haber detenido a su hermano. Pero había que servir a la justicia, y por tanto detener al Ladrón de Novias. Lo que necesitaba ahora era una prueba.

Volvió a mirar los establos. Vio a Timstone en la puerta, observándolo, y alzó la mano en gesto amistoso. Timstone le devolvió el saludo, y Adam se obligó a regresar por el sendero que conducía al pueblo.

Necesitaba entrar de nuevo en los establos del conde, pero bajo la mirada atenta de Timstone no podría realizar el registro que necesitaba. “Esta noche. Volveré cuando Timstone ya se haya retirado y veré si puedo encontrar ese caballo”.

Una vez tomada la decisión, sus pensamientos volaron a Samantha Briggeham ¿Tendría ella idea de que el hombre con quien estaba a punto de casarse quizás fuese el bandido más buscado de Inglaterra? Al fin y al cabo, ella había sido secuestrada por dicho hombre ¿Lo habría reconocido?

No lo sabía, pero por el cielo que iba a averiguarlo. Cuando llegó al punto donde se bifurcaba el sendero, tomó el que conducía a Briggeham Manor.

Sammie estaba sentada en su sitio acostumbrado del comedor, haciendo el esfuerzo de llevarse un tenedor a la boca. Tal vez fueran huevos lo que estaba masticando, pero no estaba segura. Su mirada se posaba alternativamente en su madre, su padre y Hubert, y lo único en que podía pensar era que a partir del día siguiente no sabía cuándo los vería de nuevo, si es que volvía a verlos.

Se le atascó un bocado en la garganta y las lágrimas asomaron a sus ojos, pero se apresuró a levantar la taza de té para ocultar su angustia. Su madre parloteaba sin parar de la boda, toda sonrisas. En ocasiones podía resultar exasperante, pero iba a echarla muchísimo de menos. Su risa, sus comentarios, sus gorjeos y sus desmayos.

A continuación posó la mirada en su padre y la inundó el afecto. Su padre, que la quería aunque a menudo no la entendiera, y que poseía más paciencia que una docena de hombres, aunque era capaz de imponerse a mamá cuando la ocasión lo requería. De niña le encantaba acurrucarse en su regazo con un libro y escucharlo leer con su voz profunda. Cuando fue un poco mayor, su padre y ella se sentaban juntos en la salita, en los mullidos cojines del diván y aplaudían con entusiasmo las canciones que interpretaban Lucille, Hermione y Emily en sus muchos conciertos familiares improvisados.

Su mente fue hacia sus hermanas, y entonces le temblaron los labios. Habían compartido tantos momentos felices, tantas risas cuando se aliaban para combatir las ideas más peregrinas de su madre, o cuando las tres bellezas intentaban bondadosamente transformar a Sammie en el cisne que no sería jamás. Y la defendían con vehemencia cuando alguien se burlaba de ella. Sintió una profunda tristeza al pensar que no iba a estar presente cuando naciera el niño de Lucille, que quizá no conocería nunca a su sobrino.