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Sammie lo miró fijamente. Su corazón latía con tanta fuerza que el pulso le martilleaba en las sienes. Él la amaba. Amaba la insulsa, rara y excéntrica Sammie. Imposible. Debía de estar trastornado. O ebrio. Olfateó discretamente, pero no notó olor a alcohol; tan sólo percibió su aroma limpio, masculino, cálida. Y no había duda de la sinceridad que se leía en su mirada, ni del amor que ardía en sus ojos oscuros.

Con todo, sólo por si acaso el pobre no estuviera en sus cabales, se sintió empujada a señalar:

– ¿Te das cuenta de que sería una condesa horrible?

– No. Serás una condena encantadora. Cautivadora, cariñosa, cuerda y comedida. Llena de coraje -Le acarició suavemente la mejilla con los dedos-. Cuántas palabras con c para describir a mi extraordinaria Samantha.

Ella tuvo que afianzar las rodillas para permanecer erguida y trató de pensar con claridad, pero el hecho de que Eric la amara desafiaba toda lógica. Antes de empezar siquiera a dominar sus dispersas emociones, sonó un golpe en la puerta.

Ambos se volvieron

– Entre -dijo Eric

Era el vicario, que alternó su mirada interrogante entre el uno y el otro

– ¿Podemos comenzar ya? -quiso saber

Eric se volvió hacia Samantha, y los dos se miraron a los ojos. No dijo nada, sólo se limitó a mirarla, aguardando, permitiéndole escoger, rezando para que lo aceptara.

Entonces, con sus ojos fijos en los de Eric, Sammie respondió al vicario:

– Sí, podemos comenzar

Eric experimentó una profunda sensación de alegría y euforia. Samantha y él iban a estar juntos… como marido y mujer

Todo iba a salir a la perfección.

Farnsworth, el hombre de más confianza del magistrado, se deslizó en el dormitorio del conde de Wesley y cerró la puerta sin hacer ruido. Paseó la mirada por la espaciosa y lujosa habitación y se dirigió a toda prisa al escritorio de cerezo situado junto a la ventana. Con suerte encontraría algo allí. El registro efectuado en el estudio privado del conde y en la biblioteca no había dado resultado y el tiempo se estaba acabando.

Examinó los cajones, pero no halló nada. Acto seguido se puso en cuclillas y pasó las manos ligeramente por la madera brillante. Entonces, detrás de una de las patas, sus dedos toparon con una manecilla redonda. Casi sin atreverse a respirar, la hizo girar. Sonó un leve chasquido y se abrió un compartimiento secreto. Algo blando le cayó en la palma de la mano.

Sacó la mano y se quedó mirando una máscara de seda negra.

Experimentó una abrumadora sensación de triunfo. Aquélla era justamente la prueba que necesitaba el magistrado.

25

Eric estaba frente al altar, contemplando cómo Samantha avanzaba despacio por el pasillo con una mano apoyada en el brazo de su padre. El quedo murmullo de la multitud llenaba la iglesia. La mirada de Samantha estaba fija en la de Eric, sus gafas magnificaban el amor que resplandecía en sus ojos.

Eric sintió una punzada en el corazón que se irradió en forma de calor por todo su cuerpo. Samantha se colocó junto a él ante el altar con una sonrisa tímida y trémula en los labios y los ojos rebosantes de las mismas emociones que lo embargaban a él.

Quince minutos más tarde, cuando pronunciaron los votos que habrían de unirlos para toda la vida, el vicario les dio su bendición con su rechoncho rostro resplandeciente de orgullo. Eric se volvió hacia su esposa -su esposa- y sintió una oleada de felicidad que estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio. Depositó un casto beso en los labios de ella y sus sentidos se vieron abrumados por el deseo. Tenía que tocarla, besarla intensamente. Ahora mismo. Lejos de miradas curiosas. Pasó la mano de Samantha por su brazo y la guió pasillo adelante. Llegó al vestíbulo prácticamente corriendo, y continuó hasta salir al exterior, para llevarse a Samantha al otro lado del edificio, a una zona de sombras.

– Cielo santo, Eric -dijo ella sin aliento-. Yo…

Él la estrechó entre sus brazos y le cubrió la boca con la suya. Sammie emitió un minúsculo gemido de placer cuando abrió los labios. Él deslizó la lengua al interior de aquel calor con sabor a miel que le aguardaba, al tiempo que todo su cuerpo ronroneaba de satisfacción y de una felicidad casi inconcebible.

Sammie le rodeó la cintura con los brazos y aceptó con avidez aquel fogoso beso… un beso lleno de amor, promesas y honda pasión. Cuando Eric levantó la cabeza por fin, ella se abandonó contra su cuerpo y se preguntó entre nubes dónde estarían las rodillas que no sentía. Entonces fue abriendo los ojos lentamente y no vio nada más que blanco; parpadeó rápidamente para enfocar la vista y notó que le quitaban las gafas. En cuanto Eric se las retiró del todo, lo vio. Su marido. Y el calor que despedía su amorosa mirada la traspasó de parte a parte. Transcurrieron unos momentos de silencio, hasta que la boca de él se torció en una sonrisa irónica.

– Me temo que hemos empañado tus gafas

– Creía estar viendo nubes. Como si me hubiera muerto y hubiera ascendido al cielo.

– El cielo. Sí, ésa es la sensación que tú me provocas. -Eric le resiguió el contorno del labio inferior con el dedo, una sensación cosquilleante que Sammie percibió hasta en los pies. Oyeron las voces de los invitados que salían de la iglesia. Eric esbozó una sonrisa cálida como la luz del sol-. Ven, mi encantadora condesa. Vamos a recibir las felicitaciones y los parabienes de nuestros invitados.

– Sí, antes de que nos sorprendan besándonos a hurtadillas

Inclinó la cabeza en lo que esperaba fuera un gesto propio de una condesa y deslizó la mano por el brazo de Eric. Éste rompió a reír y ambos se encaminaron al portal de la iglesias, preparados para atender a los invitados.

Adam salió de la iglesia y parpadeó al sentir el fuerte brillo del sol. Observó a la multitud que se apiñaba en torno a los novios y estiró un poco más el cuello en busca de Margaret. Como si el mero hecho de pensar en ella la hubiera hecho materializarse, la descubrió de pie a la sombra de un enorme roble que había en el jardín de la iglesia. Estaba sola, con la cabeza gacha y las manos entrelazadas. Atraído hacia ella como por un imán, Adam se apartó del grupo de los presentes y se acercó.

– Buenos días, lady Darvin -le dijo situándose bajo la protectora sombra del roble.

Ella se volvió, y Adam se quedó perplejo al ver su semblante de profunda tristeza y su mirada atormentada. Acicateado por una honda preocupación, dejó a un lado toda cortesía: alzó una mano y la tomó suavemente del brazo, y a continuación se colocó de modo que su espalda obstaculizase las posibles miradas de curiosos.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó

Margaret parecía no verlo; al parecer sus pensamientos estaban muy lejos de allí.

– La ceremonia… me ha hecho recordar. He intentado no hacerlo, pero al estar sentada dentro de la iglesia… -Le recorrió un estremecimiento-. No había vuelto desde el día en que me casé.

Adam recordó aquel día con vívido detalle. Él estaba tumbado en su cama, enfermo de pena, mirando el reloj, sabiendo que a cada minuto que pasaba la mujer que amaba estaba intercambiando sus votos con otro hombre. Cuando oyó a los lejos el tañido de las campanas de la iglesia, que marcaban el final de la ceremonia, abrió una botella de whisky y por primera vez en su vida procedió a emborracharse deliberadamente. Permaneció dos días ebrio, y otros dos días sufriendo la peor resaca de la historia. Luego, simplemente… continuó viviendo, creyendo que ella era feliz.

Pero una sola mirada a su rostro desencajado lo desengañó de aquella idea. Margaret parecía tan… acosada y angustiada. Brillaban lágrimas en sus ojos, pero no las lágrimas de alegría que las mujeres solían derramar en las bodas.