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– Pero no tiene que preocuparse de que vaya a intentar nada a ese respecto -dijo con un hilo de voz-. Soy consciente de que no soy un candidato adecuado para una dama como su hermana.

Eric se acercó al juez

– Una dama como mi hermana se merece a un hombre que la ame, un hombre al que ella ame a su vez. No es eso lo que tuvo con su noble esposo. Por lo tanto, yo diría que ya es hora de que tenga a un hombre verdaderamente noble -Le tendió la mano-. Tiene usted mi bendición.

Straton titubeó y a continuación se la estrechó con fuerza.

– Jamás pensé que… No imaginaba que… -Una expresión de asombro se extendió por su rostro-. Ella es todo lo que he deseado siempre.

A Eric le vino a la cabeza una imagen de Samantha

– Sé exactamente lo que quiere decir.

Eric se detuvo en la puerta de la iglesia y observó cómo Adam Straton se acercaba a Margaret. Satisfecho de haber asegurado la felicidad de su hermana, fue a buscar la suya. Y la encontró de pie entre su madre y sus hermanas, que parloteaban sin cesar a su alrededor. Sin embargo, Samantha estaba mirando a Adam Straton. Como si hubiera intuído la mirada de Eric, de pronto se volvió hacia la puerta de la iglesia y clavó sus ojos en él.

Al momento se desembarazó de su familia y se dirigió a Eric con aquel paso decidido que él adoraba. La aguardó y cuando llegó a su lado la atrajo al interior y le explicó a toda prisa lo sucedido. Al terminar, en los ojos de Sammie brillaban las lágrimas.

– Nos ha dejado libres… -musitó, casi sin poder creérselo

– Así es, amor mío.

Resbaló por su mejilla una lágrima que dejó un rastro plateado.

– Me sentí morir cuando entraste con ellos en la iglesia. Creí que se disponían a detenerte.

– Debo reconocer que yo también pasé un mal rato. -Le tomó la cara entre las manos y le limpió una lágrima con el pulgar-. La idea de perderte antes de que tuviéramos la oportunidad de vivir como marido y mujer me produjo un dolor indescriptible.

– Yo deseaba venir aquí y escuchar detrás de la puerta, pero mi madre y mis hermanas me habrían seguido igual que una jauría de perros.

Toda la tensión y todo su miedo por el futuro de ambos se disiparon como una nube de vapor. Eric le deslizó las manos por los brazos, enlazó sus dedos con los de ella y se acercó más:

– Debo decirte que escuchar detrás de las puertas es algo totalmente impropio de una condesa -le dijo.

– Ya te advertí de que iba a ser una condesa horrible.

– En absoluto. Eres maravillosa. Milagrosa -Sonrió mirándola a sus bellos ojos-. Hay muchas palabras como m para describirte.

– Y tú eres sencillamente magnífico -Un vivo sonrojo tiñó sus mejillas y dejó escapar un suspiro soñador- Y también… masculino.

Eric emitió un sonido medio carcajada y medio gemido de deseo.

– Gracias. Y ahora, sugiero que nos vayamos. Nuestro barco zarpa al anochecer.

Los ojos de Sammie se iluminaron.

– ¿Adonde vamos?

– A Italia, Roma, Florencia, Venecia, Nápoles… y todas las ciudades que hay en medio. Visitaremos las ruinas de Pompeya, pasearon por el Coliseo, recorreremos los Uffizi, contemplaremos las obras de Bernini y Miguel Ángel, nadaremos en las cálidas aguas del Adriático… -Le apretó suavemente las manos-. Después regresaremos a Inglaterra y haremos planes para nuestra próxima aventura.

Sammie le dedicó una sonrisa que lo deslumbró y cautivó.

– Eso suena… mágico

– Ciertamente. Y ya sabes que, por supuesto, hay una palabra más con m para describirte a ti.

– ¿Cuál es?

Eric se llevó su mano a los labios y le dio un ferviente beso en los dedos.

– Mía -susurró-. Para siempre. Mía. Mía. Mía.

Jacquie D’Alessandro

***