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Pero, al parecer, mi niñez tendría que haber sido diferente. Todos mis amigos, los hijos de los colegas de mi madre, crecieron en un campo de trabajo de la costa oriental de China. Yo solía preguntar a mis padres: «¿Por qué fuimos a Sichuan en vez de a Shandong?». Al final, un día, me lo explicaron.

– Porque allí destinaron a tu padre, y decidimos que la familia debía permanecer unida -dijo mi madre.

– Pero ¿por qué papá no podía ir contigo a tu campo de trabajo? Mis amigos me han dicho que allí no se morían de hambre y que había pesca en abundancia.

Mi madre suspiró. Cuando yo nací, mi padre era un oficial del Ejército de Liberación Popular destinado en Pekín y mi madre, una estudiante universitaria. En aquella época la gente tenía que vivir en el lugar que constaba en su permiso de residencia o Hukou. Entonces mi padre dejó el ejército y lo enviaron de vuelta a su ciudad natal, Shanghai. Mi madre se sintió afortunada de que le permitieran quedarse en Pekín. Una vez casados, a mi padre le permitieron visitarla en Pekín dos veces al año, y ella también podía ir a verlo a Shanghai otras dos veces anuales. Intentaron por todos los medios conseguir permiso para trasladar el Hukou de mi madre a Shanghai, pero resultó ser más difícil de lo que ellos creían. Los acontecimientos se les adelantaron.

Yo nací en 1966, el año de la Revolución Cultural. Mis padres se vieron atrapados en medio del caos que se extendió por todo el país: las fábricas suspendieron la producción, las casas de los dirigentes del partido y de los intelectuales fueron registradas y destruidas y las pidouhui, o palizas públicas, tenían lugar a diario en toda China. Los estudiantes de colegios e institutos, a los que ahora llamaban los jóvenes expulsados, fueron trasladados a las Cooperativas Populares que había por todo el país para que viviesen y trabajaran con los campesinos. Entonces, en 1970, a los intelectuales (un término reservado para aquellos que, al igual que mis padres, habían recibido educación universitaria) empezaron a mandarlos a campos de trabajo para que trabajaran «con sus manos» y de ese modo se rehabilitaran y cumplieran con la visión de Mao de una sociedad basada en el campesinado.

La cuadrilla de trabajo de mi madre, que estaba relacionada con el Departamento de Asuntos Exteriores, había levantado su campo de trabajo en una hermosa zona de la campiña en la provincia de Shandong, cerca del Mar Amarillo. El campo de trabajo de mi padre era muy distinto. Estaba situado en una remota región montañosa al sudoeste y era menospreciado porque estaba habitado por la minoría miao y no contaba con viviendas modernas. Allí, a los intelectuales se les asignaban trabajos forzados en la construcción de instalaciones militares secretas para destinarlas a la protección en caso de un hipotético ataque nuclear por parte de Occidente.

– Tu madre y yo tuvimos la oportunidad de elegir -me contó mi padre-. Podíamos ir a campos de trabajo separados, o tu madre podía intercambiar su sitio en el campo «mejor» con alguna persona de mi cuadrilla. Tu madre optó por ir conmigo a Sichuan.

Al decir eso, la miró y sonrió. Intercambiaron las miradas con la misma naturalidad y poco esfuerzo con que habían compartido sus vidas. Parecía que eso fuera la cosa más sencilla que uno podía hacer, estar juntos como una familia.

Así pues, los primeros recuerdos de mi niñez se originaron en una de las regiones más hermosas y mágicas de China. El campo de trabajo se hallaba en las profundas montañas del condado de Nachuan, una región que limita con las provincias de Sichuan y Yunnan, al sudoeste del país. Las montañas eran gigantescas, verdes e infinitas. Cuando llegaba la estación de las lluvias, los distintos tonos de verde se difuminaban y mezclaban para componer otro tono distinto e indescriptible, y rebosaban por los bordes como pinturas disolviéndose sobre la tela.

Los miao -una tribu de las montañas que se estableció en el sudoeste de China en el siglo ix- son un pueblo de canciones, danza y artesanía. Las mujeres miao llevan unos vestidos largos encima de unos pantalones anchos y sueltos. Los adornos de flores, pájaros y bellas formas bordados a mano en colores brillantes infunden vida a sus atuendos, y muchas de ellas se tocan con sombreros a juego. Por las mañanas, de regreso del mercado, normalmente en pequeños grupos, con las mercancías dentro de unos cestos que transportaban encima de la cabeza, subían por los senderos de la montaña cantando. Oía sus canciones mucho antes de verlas a ellas.

Cuando caía la noche y la luna estaba en lo alto, chicos y chicas se reunían en las cimas a ambos lados del río y se declaraban su amor y la admiración que se tenían. Para el pueblo miao, el cortejo y el canto son inseparables; decían que el modo de llegar al corazón de una muchacha miao era a través de la canción. Con aquellas canciones de amor resonando por las montañas, a mí me parecía que la vida siempre estaría llena de melodías románticas.

Por desgracia para mis padres, la vida en el campo de trabajo no tenía nada de romántico. Las viviendas se habían construido en la cúspide de una montaña, en tanto que la obra estaba abajo, en el valle. Cada mañana mis padres me hacían levantar temprano para dejarme en el jardín de infancia antes de bajar andando por el sendero de la montaña para ir a trabajar. Todos los días, los intelectuales acarreaban ladrillos desde los almacenes hasta la obra o simplemente los colocaban. La obra estaba vigilada por el Ejército de Liberación Popular (ELP) y los ingenieros militares supervisaban a los trabajadores.

Después de trabajar en la obra de construcción durante la mayor parte del día, mis padres tenían que asistir a unas sesiones de estudio en grupo, durante las cuales leían y discutían los editoriales del Diario del Pueblo o pasajes del pequeño libro rojo de Mao. Al igual que todo el mundo en aquellas sesiones de reeducación, mis padres tenían que hacer autocrítica y prometer lealtad al partido y al presidente Mao. Cualquier vacilación o crítica sobre lo que tenían que leer suponía severos castigos, como palizas públicas y temporadas en prisión.

Como criaturas inocentes que éramos, mis amigos y yo no teníamos ni idea de la opresión política bajo la que vivían nuestros progenitores. Mientras nuestros padres trabajaban lejos, en la obra del valle, nosotros acudíamos al jardín de infancia. Mi profesora favorita era la señora Cai, una amable mujer de cincuenta y tantos años, de voz suave. Un día nos habló de su ciudad natal, en una isla en el Mar de China Meridional llamada Taiwan, y nos enseñó una canción popular que su madre le cantaba cuando ella tenía nuestra edad. La canción me encantó y me moría de ganas de cantársela a mis padres aquella noche. Pero me llevé una desilusión. Mis padres no estuvieron encantados como solían estarlo cada vez que les mostraba algo nuevo que había aprendido en el jardín de infancia.

– ¿Quién te ha enseñado eso? -preguntó mamá. E inmediatamente añadió-: No vuelvas a cantarlo. No sabes quién podría estar escuchando.

Yo no comprendía por qué a mis padres les daba tanto miedo que cantara mi nueva canción. Al fin y al cabo, la señora Cai también nos había enseñado muchas canciones revolucionarias.

A la mañana siguiente, unos cuantos padres vinieron a nuestro apartamento, todos con las mismas preocupaciones.

– Somos sus padres, lo que canten o aquello de lo que hablen nos perjudica -dijo uno de ellos-. Tenemos que hacer algo antes de que nos causen problemas.

– La vida ya es bastante dura sin que ellos vayan cantando canciones contrarrevolucionarias o hablando sobre Taiwan -intervino otro.

De modo que nuestros padres decidieron denunciar a la señora Cai a las autoridades. Un par de días después, nuestra profesora desapareció. Nadie, ni siquiera los padres, sabía qué había sido de ella. Muchos años después, mis padres todavía hablaban de la señora Cai y se sentían culpables por lo que pudiera haberle sucedido. Pero en aquella época les pareció que no tenían elección. Debían proteger a su familia. Hasta ese punto llegaba el miedo en el campo de trabajo, al igual que en otras partes de China en aquellos tiempos.